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Podemos es hoy un muñeco roto. Uno de esos juguetes del Happy Meal que fascinan al niño durante una tarde y luego acaba tirado en cualquier rincón. Pero hubo un tiempo en que molaba.

En las europeas de 2014, Podemos irrumpió en escena con la fuerza de un vendaval. Durante casi dos años marcó la agenda política, llevó al PSOE a sus horas más bajas y a punto estuvo de arrebatarle el liderazgo histórico de la izquierda. Podemos dio una patada al tablero político. Su discurso sobre “los de arriba” y “los de abajo” sustituyó durante un tiempo las etiquetas sobadas de izquierda y derecha. El “pueblo” contra la “casta”. Esta imagen golpeó como un ariete las puertas del palacio de invierno del establishment bipartidista.

Podemos sacó a la izquierda radical de la tumba del comunismo. El 15-M había producido en España un “momento populista” y había que aprovecharlo, explicaban sus ideólogos. Entonces empecé a escuchar un nombre en susurros. Laclau. Laclau. Ernesto Laclau. La experiencia latinoamericana. Ernesto Laclau.

Una ola de ilusión recorrió el país de norte a sur. Hay que admitirlo. Parece muy lejano, pero en realidad fue anteayer cuando el líder de la derecha emergente proclamaba que hacía falta un “Podemos de derechas”.

Hoy cuesta reconocer a Podemos. Ha quedado reducido a una momia con coleta que se conforma con usurpar el nicho electoral de Izquierda Unida.

Pero, como decía, hubo un tiempo en que Podemos molaba. Molaba cuando era populista.

Escuela de disidencia

En los días en los que Podemos quería asaltar los cielos me propuse curiosear algo de Laclau. Pero mi lista de deseos es larga y no encontré tiempo de leer La razón populista hasta que llegó el confinamiento.

Portada del libro «La razón populista»

Debo reconocer que disfruto mucho leyendo a autores de izquierda radical. Encuentro en ellos una pulsión revolucionaria que escasea en los pensadores conservadores. Normal -pensará más de uno-, por eso ellos son revolucionarios y nosotros, conservadores. De acuerdo –puedo conceder-. Pero no olvidemos que en un mundo al revés, la defensa del orden es revolucionaria. Y que ha habido revoluciones conservadoras tanto en Europa como en América. Concededme, al menos, el beneficio de la duda.

El pensamiento conservador ha perdido la hegemonía en muchas materias. Es ahora cuando debe empezar a pensar a la contra. No hay nada más penoso que una familia venida a menos que trata de aparentar el estatus de sus abuelos. No asumir tu nuevo lugar en el mundo te impide acertar con las decisiones estratégicas. Por desgracia, los conservadores encontramos en el mundo de hoy poco que conservar y mucho sobre lo que disentir. Y debemos empezar a pensar como minoría o resistencia.

La izquierda radical es una buena escuela de disidencia. Los postmarxistas no se limitan a analizar la historia, brindar por los viejos tiempos del Partido y lamentarse de los obstáculos que pone el mundo actual a sus ideas. Los laboratorios rojos están permanentemente ensayando fórmulas para resurgir y dar la vuelta a su inferioridad política y social. No hay espacio para el pesimismo. Saben estudiar, debatir y adaptarse. Y tienen la audacia de superar doctrinas y rechazar viejas categorías cuando dejan de ser útiles para sus propósitos. Ernesto Laclau es un campeón en este campo. El pensador argentino ha demostrado que el análisis de la historia y el rigor académico no están reñidos con el compromiso político.

Introducción al populismo

Digámoslo sin tapujos. La palabra populismo nos suscita una amalgama de fenómenos indeseables. Es demagogia, simplificación, irresponsabilidad, fake news, desprecio a las instituciones y manipulación caudillesca. Es un concepto borroso y muy difícil de definir.

Ernesto Laclau analiza con rigor una amplia variedad de experiencias políticas a las que se les ha asignado esta etiqueta nebulosa. Un movimiento de recuperación del campesinado ruso, la Farmer’s Alliance y el People’s Party en Estados Unidos, el peronismo y varios gobiernos latinoamericanos a lo largo del siglo XX, la Liga Norte y diversos movimientos de derecha en Europa.

Hasta la fecha, algunos autores habían intentado extraer de todos estos fenómenos un mínimo común denominador. El resultado siempre había sido insatisfactorio porque las diferencias entre ellos eran demasiado grandes.

Laclau realiza una aproximación diferente. Se aparta de la línea condenatoria y reivindica el populismo. Para él, el populismo no es una amenaza para la política, es la operación política por excelencia: la construcción imaginaria de un nosotros. Para el pensador argentino, el populismo no es una ideología ni un régimen político concreto. Es una manera de hacer política que puede adoptar formas y estilos distintos según las épocas y los lugares. Surge cuando se busca construir un nuevo sujeto de la acción colectiva —el pueblo— que aspira a reconfigurar un orden social que genera insatisfacción en amplios sectores de la población.

La lectura de Laclau es ciertamente pesada para los no iniciados. La jerga postestructuralista es claramente artificiosa y pedante: “producción discursiva del vacío”, “prácticas articulatorias”, “un significante vacío que expresa y constituye una cadena equivalencial”. Algunos pasajes están claramente escritos en lenguaje marxista (de Groucho): “el antagonismo presupone la heterogeneidad porque la resistencia de la fuerza antagonizada no puede derivarse lógicamente de la fuerza antagonizante”.

Pero, a pesar de todos estos obstáculos, su ensayo ofrece guías para repensar la capacidad de las minorías para crear consenso y legitimidad. También  cómo y bajo qué condiciones los excluidos son capaces de dar la vuelta a su subordinación y conformar una alternativa ganadora.

El populismo como una forma de construir lo político se basa en el antagonismo. Dicho de una forma muy sencilla: consistente en establecer una frontera política que divide la sociedad en dos campos, apelando a la movilización de los subordinados (por ejemplo, los de abajo frente a los de arriba).  

Una manifestación de la «Marea Blanca»

Laclau hace pivotar la construcción del pueblo y la articulación de un proyecto político sobre el poder unificador de las demandas. Este poder es la hegemonía: la capacidad de un grupo de presentar su proyecto particular como depositario del interés general. En el proceso se agregarán demandas sectoriales. El éxito del grupo dependerá de que sea capaz de articular a su alrededor  y generar imaginarios que aúnen y movilicen. Así el movimiento resultante será superior a la suma de las partes que lo componen.

¿Ejemplos en España? Los ideólogos de Podemos tuvieron que adelantar el lanzamiento del partido para tratar de capitalizar los cientos de reivindicaciones dispersas (e incluso contradictorias) que los españoles mostraron en el 15-M. O las mareas de colores marchando sobre Madrid para frenar los recortes del gobierno de Rajoy. La Marea blanca de Sanidad, la verde de Educación, la roja  de los investigadores y la naranja por los servicios sociales.

A mí me causa admiración la capacidad de movilización que tiene la izquierda. Pero no hay nada espontáneo o improvisado en esos desafíos. Siguen buenos manuales.

Populismo conservador

Laclau dedica en su libro una sección a analizar el populismo conservador en Estados Unidos. Según recoge La razón populista, uno de los estrategas de la campaña presidencial de Nixon en 1968, Kevin Phillips, escribió una interpretación global de la historia política de los Estados Unidos basada en la centralidad del fenómeno del populismo. Phillips analizó enormes cantidades de datos y estadísticas desde la era de Jefferson hasta la década de 1960. Y afirmó que cuando un partido se ubicaba convincentemente del lado de las masas de trabajadores y en contra del adinerado establishment del Nordeste, generalmente obtenía el dominio electoral por una generación o más.

Phillips detectó que los demócratas habían cometido el error fatal de haber olvidado la causa del “hombre humilde” que habían atesorado desde los tiempos del New Deal de Roosevelt. Los demócratas se habían centrado últimamente en impulsar una agenda de pedagogía liberal y en contentar a minorías subsidiadas.

Phillips definió el establishment como “Wall Street, la Iglesia Episcopal, los grandes periódicos metropolitanos, la Corte Suprema de los Estados Unidos y el East Side de Manhattan”. Y denunció que este establishment había finiquitado el legado de Roosevelt y que ahora imponía “programas que imponían impuestos a la mayoría en beneficio de unos pocos”.

Los nuevos conservadores fueron capaces de arrebatar a los demócratas una a una las banderas del New Deal. Su nuevo lenguaje pudo superar los límites de la ideología y atraer tanto a votantes republicanos históricos como a aquellos estadounidenses afines a los sindicatos y a la figura de Roosevelt.

Laclau no juzga el populismo de derechas. Analiza con el rigor de un científico la fórmula del éxito de este fenómeno.

Ernesto Laclau murió hace unos años sin ver las presidenciales de 2016. Pero parece que la victoria contra pronóstico de Donald Trump confirma la teoría de Phillips.

Nuevas hegemonías

Los conservadores leímos tarde a Gramsci. Llegamos con casi medio siglo de retraso a la guerra cultural que se había desatado en Occidente. Y para entonces ya se habían asentado nuevos consensos progres sobre varios temas irrenunciables.

Ernesto Laclau

No nos puede pasar lo mismo con el neogramscismo de Laclau. El profesor argentino ha repensado la lucha hegemónica para adaptarla al escenario actual de capitalismo globalizado.

El actual auge de los populismos demuestra que las derechas saben responder bien ante el malestar de los pueblos. Pero estos nuevos proyectos parecen guiados casi en exclusiva por la intuición política de sus líderes.

¿Qué pasaría si, además de tirar de genio y talento natural, los movimientos conservadores profundizaran en los manuales de hegemonía? ¿Quién los podría parar?

Laclau ha trazado en su ensayo la ruta para asaltar los cielos. Pero nadie ha dicho que solo los suyos puedan emprender esa aventura.