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La poesía es el único género literario. El ensayo se discute. La novela se cuenta. El teatro se representa. Nadie que no esté confortado en exceso por los vapores del alcohol exclama cosas en verso; y aunque lo haga, su oralidad no funciona igual que la palabra espaciada, pulida, y melodiosa de un poema. La poesía se fabrica para el tempo del corazón.

El poeta no hila, no zanja, ni siquiera exhorta; el poeta vaga por la difusa anchura del alma, traspasa los velos más densos de la razón, y deja abiertas todas las puertas de la emoción y la cábala. «Porque los poemas no son, como cree la gente, sentimientos», escribió Rilke, «solo cuando se convierten en la sangre que corre por nuestras venas, en mirada y en gesto, cuando ya no tienen nombre y son indistinguibles de nosotros mismos, solo entonces puede suceder que, cuando menos lo esperes, se eleve entre ellos la primera palabra de un verso».

Sí habrá poetas

Me dices que ya no quedan poetas, y a mí me suena como cuando escucho el lamento de que ya no quedan hombres o mujeres como los de antes. Que ya nadie lee poesía, que ya no se puede vivir de los versos, como si alguna vez eso hubiera sido posible. Poe murió pobre, enloquecido y alcoholizado. Arruinado y deprimido, se mató Nerval. Emily Dickinson rumió sus poemas, casi todos póstumos, en años de soledad y reclusión. Y Cervantes, ya lo sabes, murió pobre y ajeno a la gloria que le llegaría. Ayer y siempre, vivir de la poesía es más difícil que morir de la poesía.

Con todo, hubo y habrá poetas, mientras haya corazones que se entretengan en latir, desquiciando más tarde las palabras sobre el cuaderno. El verso es el lenguaje sobrenatural del hombre, la herida por la que sangra y se purifica el alma oprimida, quizá porque al final todos los poemas buscan a Dios; aunque no lo deseen, aunque a veces fracasen con tanto empeño como la propia vida de cada hombre.

En ese itinerario del espíritu, modula el paso de las palabras la influencia de cada época; Gil de Biedma: «para mí, la literatura, y sobre todo la poesía, es una forma de inventar una identidad». Y Manuel Machado, exhortando el modernismo, desnudaba su hallazgo en La Estafeta Literaria: «Pasé muchos años buscándome sin hallarme. Buscándome a través de clásicos y románticos, y ya casi en la madurez, recién cumplidos los treinta, me encontré un día en París con el poeta más español y más andaluz de mi tiempo. Era yo mismo». Su modernismo, al fin, era eso, desvestirse de la palabra y la emoción de otro, y tentarse las arrugas y los surcos del alma propia, para exponerse en primera persona.

La voz del buen poeta siempre es más importante que la del mejor analista, que la del sociólogo más prestigioso, o que la de cualquier científico, porque no habla a las polvaredas del calendario presente, sino a la bruma del corazón humano de todos los tiempos. Sus verdades serán tan eternas como sus mentiras. Su voz importa, su palabra será la continuación de la inquietud moral de los hombres, su discurso no se interrumpirá cuando desaparezca, sino que otro príncipe de la bohemia recogerá su testigo. Chesterton, precisamente porque conocía la seriedad de la poesía, se permitía bromear: «los poetas han guardado un misterioso silencio sobre el asunto del queso».

Me dices que no te convenzo. Que la poesía es residual. Y te arrojo el argumento de la victoria de la impopularidad, aupado por los muchachos de la Academia de Atenas: la virtud de algo no está en su buena fama, no depende de lo que nosotros creamos. Quizá sea la poesía quien mejor pueda enterrar el relativismo, pero sin duda es el antídoto más feliz contra el nihilismo, por más que los poetas cínicos hayan ahondado tanto en su desesperada miseria, ascendiendo por las columnatas de sus propios versos tratando de arrojarse al vacío.

«En general, los malos lectores no se interesan por la poesía», no pretendo ofenderte con estas palabras de C. S. Lewis, que añade más tarde que «entre los buenos cada vez son más los que también se apartan de ella». Pero tal vez sea irrelevante, si tenemos en cuenta aquello que escribió el mexicano Octavio Paz, que veía en los versos el alimento de unos pocos afortunados: «La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito».

Volviendo a C. S. Lewis, es posible que el «mal lector» de poesía sepa aquel que no sabe identificar su tiempo propicio. No fumamos puros en cualquier sitio, no bebemos chupitos de los rones más caros a cualquier hora del día, y no deberíamos arrojarnos a un poemario sin mirar alrededor, más aún, sin mirar el interior. La poesía tiene su hora, su soledad, su intimidad; en cierto modo es la amante a la que debemos atender en penumbra, mejor si es lejos del mundo que brama alrededor, sin que se enteren nuestras novelas, ni nuestros ensayos de vibrante actualidad.

Y la música, en cambio, te parece diferente, tan plena, tan actual, tan inmortal. ¿Alimento bendito, pan del pueblo? Discúlpame: ¿qué sería del pop, del rock, sin poesía? Se distingue demasiado rápido a un letrista que no lee poesía de uno que sí que lo hace. Al lector de poesía la estrofa se le aposenta dulcemente en la melodía, al otro tan solo se le desploma ruidosa desde el estómago, como esa horrible cerveza sin filtrar que ahora hace moda, con la sordidez de una falta de ortografía en el título de un libro.

«La poesía no está de moda»

¿Te confieso algo? Yo he visto el cielo en llamas en unos versos atormentados como la conciencia de un Céline, el consuelo de un corazón bonito despedazado por las garras de la pasión, las rosas de un niño grande depositadas a los pies de un amor no correspondido. He caminado junto a los héroes de gestas y hazañas históricas a través de los siglos y los gigantes mitológicos, he recordado el color exacto de tus ojos en un poemario de pinceladas románticas, y he encontrado la palabra que se me resiste en el ritmo marinero de una rima perfecta. He tocado el desierto de un alma que huye de la depravación del hombre, de la tristeza, y del exterminio, la fragilidad extrema del tipo rudo que a ratos se sienta a componer su propia autopsia literaria, el latido suave y descendente de la palabra de quien sabe que le será póstuma, y he podido hendir los dedos en las cicatrices de los malditos parisinos del opio y la absenta. He llegado más lejos que nunca aupado en versos de otros, y más cerca que nunca, asiendo en medio de la noche el mismo corazón que aún me da vida.

Tampoco vivo ajeno al mundo. «La poesía no está de moda», proclamó el poeta Adam Zagajewski al recibir el Princesa de Asturias, en un discurso que tiño la estancia de los vapores del apocalipsis, «las novelas policíacas, las biografías de los tiranos, las películas americanas y las series de televisión británicas están de moda. La política está de moda. La moda está de moda. Las relaciones están de moda, la sustancia no está de moda. Los pantalones entubados, los vestidos con estampados de flores, las perlas en la ropa, los jerséis rojos, los abrigos a cuadros, los botines plateados y los pantalones vaqueros con apliques están de moda. Las bicicletas y los patinetes están de moda, los maratones y los medio maratones, la marcha nórdica; no está de moda detenerse en medio de un prado primaveral ni la reflexión. La falta de movimiento es nociva para la salud, nos dicen los médicos. Un momento de reflexión es peligroso para la salud, hay que correr, hay que escapar de uno mismo».

Con Zagajewski, con todos ellos, hemos de concluir que en estos días de extravagante siseo digital, del murmullo de las interrupciones de las máquinas, leer poesía es la contrarrevolución del gusto y el estilo, en la batalla a vida o muerte entre la fealdad, la futilidad, y la urgencia, o la belleza, la trascendencia, y la calma.