A toda gran obra civilizatoria le corresponde un grupo de hombres, de aristoi en el sentido griego, que lideran física y espiritualmente las grandes empresas patrias. Unos pocos hombres que con su comportamiento, sus sacrificios y su particular visión antropológica mantienen la salud heroica de los pueblos y sirven de ejemplo, hasta cierto modo reverencial, para el resto de gentes.
A nivel jurídico estos hombres gozaban de una estatus privilegiado, absolutamente ligado a unos abnegados sacrificios, a un modus vivendi personalísimo, que sin duda hacían merecida aquella situación. En gran parte de Europa eran los caballeros; en Japón, los samuráis; en España, el hidalgo.
Una manera de estar en el mundo
¿Cuál es el origen de los hidalgos o “hijosdalgo”? Muchas son las teorías y es evidente que, aunque muchos hidalgos eran caballeros, y como tal habían sido ordenados, otros muchos eran hidalgos sin necesidad de ser nombrados caballeros. Tampoco son exactamente miembros de la alta nobleza, ni grandes señores, pues muchos de ellos vivían al borde de la pobreza o apenas tenían algún que otro solar. Lo más seguro es que los hidalgos de los reinos de Castilla y de León tengan su origen tanto en la nobleza goda que se refugió en las montañas como en la nobleza indígena de astures, cántabros o vascones. Por ello es más común que nos encontremos con blasones hidalgos, con esa señorialidad de casta, del Sistema Central hacia el Norte. Allí se agruparon la mayoría de ellos, aunque se dispersaron por toda la península. Acabaron por tener sus propios tribunales y por ser los protagonistas de los gobiernos municipales.
Como decíamos, todos esos “privilegios” iban engarzados a unos sacrificios y deberes propios de una manera de vivir, de estar en este mundo. Un temple especial que debía caracterizar al que se enorgullecía de ser hidalgo y descender de honorable abolengo. En el Siglo de Oro iban ataviados de manera austera, con capa y sombrero de ala ancha, armados con una espada, luciendo colores oscuros y con ademanes de seriedad, de un sosiego soberbio y solitario que nos recuerda a la apatheia estoica. El hidalgo se consideraba antítesis del pícaro, del villano –si queremos, burgués- y, especialmente, del cortesano. Así lo describía Lope de Vega en su Porfiar hasta morir:
“Venid conmigo y entienda,
Quien lo hiciera como hidalgo,
Que no ha andar en las puertas
De palacio a pretender,
Que yo premio si él pelea”.
El cortesano era visto como decadente, afeminado y adulador, pues solo pretendía gozar de los lujos y beneficios de la corte. Un ser mundano capaz de faltar a su honra y adular al monarca, aún en contra del Bien Común, con tal de mantener el favor del rey. Al menos, del mal rey.
El hidalgo controla sus pasiones, mas no las niega, sino que las dirige al buen obrar. Jamás se quejará en público de sus desgracias sino que, por el contrario, se las callará con abnegación y total autocontrol. Es tan soberbio que “de su hambre solo se encarga él”. No está dispuesto a aceptar que nadie sienta lástima de él por mor de sus quejas y lamentos. Si se refiere a su persona, con orgullo es abnegado, como decimos, pero si percibe que alguna injusticia se infringe contra Dios, el Rey o, sobre todo, los más débiles, saca toda su furia y realiza esfuerzos sobrehumanos para acabar con la misma. Para el hidalgo el honor es una suerte de religión que nunca llega a cegarle. Si alguien atacaba su honra y se batía en duelo con el ofensor, jamás le atacaría desarmado o en estado de necesidad de misericordia cristiana.
La buena muerte
Peculiar y cristianísima es la visión del hidalgo castellano en lo que a la muerte respecta. Desprecia la vida porque, como siglos después harán unos bravos soldados, grita “¡Viva la Muerte!”. Convencido absolutamente de la existencia de Dios, de Su infinita Misericordia y de la bonanza del hombre justo en los cielos, no da valor inútil a lo mundano. La muerte llegará cuando Dios lo quiera, y esta es buena porque el malvado deja de hacer el mal y el bueno goza de la Gloria Celestial. En este valle de lágrimas se está para amar y disfrutar, sí, pero sobre todo se está para hacer obras que santifiquen y gloríen. “Buscad el Reino de Dios y Su Justicia y lo demás se os dará por añadidura” (Mateo 6, 33). El hidalgo es la antítesis del burgués comodón ligado irremediablemente a lo mundano, espurio y deshonroso. Se está en este mundo para guerrear en las grandes luchas y ganarse la Salvación con la ayuda de la Gracia Divina, gratuita e inmerecida. La vida es combate y la paz solo un accidente. El “vivo sin vivir en mí” teresiano. No hay mayor personificación de la hidalguía que San Ignacio de Loyola.
Y no solo la muerte, sino también la “buena muerte”. Morir en paz con Dios y con nuestro prójimo convencidos de que hemos vivido una vida plena. Que hemos luchado la buena batalla. Y, después, recibir cristiana sepultura. Cuenta la leyenda que, en el siglo XVI, mientras la peste asolaba a la población de Veragua y los muertos llenaban, abandonados, los caminos, un hidalgo famoso por sus ejemplares virtudes, y que se veía morir, acudió presto a la iglesia de la villa y él mismo se metió en su sepultura donde, acto seguido, y después de recibir los últimos sacramentos, murió. No podía soportar morir sin ser enterrado en cristiana sepultura. En su cristiana sepultura. Como el Doncel de Sigüenza, para la posteridad mirándonos con solemnidad.
Una mirada y una flor
En lo que respecta al amor hacia la dama, el hidalgo ama profundamente. Se desvive; “desvivirse”, un verbo que no existe en otra lengua que no sea la española. Sin embargo, a diferencia de la caballería europea, en la que el caballero andaba constantemente lamentándose y quejándose de que su amada no le correspondía, el hidalgo español lleva su melancolía en lacónico silencio y con rostro de miraba honda. Expresa sus tristezas a través de la poesía, sin floritura innecesaria alguna. No es excesivamente romántico sino que le basta con una mirada y una simple flor. Acudan a ver la ilustrativa escena de La Fuente de los Tritones en el Jardín de la Isla de Aranjuez del divino Velázquez. Un hidalgo debe estar siempre enamorado, tener en todo momento a alguna dama a la que secularmente venerar, a pesar de que ese amor no sea correspondido. Siempre respeta la honra de la mujer; ni se sobrepasa ni ha lugar a que se produzcan habladurías que pongan en duda la honra de la dama. La deshonra de su dama es su misma deshonra. Valora la castidad y el autocontrol, en el determinado tiempo, no como mera ascesis sino por el valor que tiene en sí mismo el amor y su expresión. Y no hay mayor acto de devoción del hidalgo hacia la figura femenina que el amor a la Santísima Virgen. A ella se encomendó San Ignacio para fundar su Compañía de hidalgos. Sí, de soldados del espíritu.
Armas y letras; amor y virilidad; honor y compasión; desprecio a la vida por amor a la verdadera vida. Sin decadencias ni ligazones mundanas. Una vida de sacrificios y de grandes empresas en nombre de las altas y nobles causas. Ese prototipo de hombre dio forma a la Hispanidad en nuestros mejores siglos. Un hombre que gustaba de la vida difícil. Quizás los hidalgos dieron su último grito en la primera carlistada, enfrentados a los grandes nobles y a la burguesía. Pese a todo, hay grandes ejemplos de hidalguía hasta, pese a la escasez, el día de hoy. No existe otra alternativa que fijarse en el ejemplo de los hidalgos para recuperar sin andamiajes la verdadera metafísica de España. Como Don Quijote, aunque rendidos en las playas de Barcelona, derrotados por los bachilleres carrascos de nuestra época, que diría Don Miguel de Unamuno, jamás debemos negar que Dulcinea del Toboso es la mujer más hermosa del mundo.