Chesterton, «la revista mensual de análisis, información y sentido común», se imprimió durante poco más de un año, entre febrero de 2007 y marzo de 2008, pero dejó una profunda huella en una generación de lectores. Con el reportaje-ficción como seña de identidad, escoltada por un suplemento cultural -Donmiguel- y otro de humor -La Gallina Ilustrada-, la publicación agitó las aguas de la derecha mediática española e influyó en muchos proyectos posteriores. Quince años después de aquella aventura, uno de sus lectores desempolva la colección para repasar las claves de su estilo.
De los trece números que editó la revista la revista Chesterton, guardo doce en mi estantería. La razón de que me falte uno no tiene nada que ver con la superstición: el primero, que llevaba en portada el tema «Don Mendo en la Moncloa», agotó su tirada en pocos días. En plena temporada de exámenes, antes de que me diera tiempo a llegar al quiosco. Era febrero de 2007, yo estaba en segundo de carrera y España vivía los días polarizados del zapaterismo. La derecha madrugaba en la COPE con Jiménez Losantos y todavía veía a Rajoy como una alternativa sólida. Un tal Obama lanzaba su candidatura a la presidencia, mientras que Donald Trump no era más que un empresario con un reality show. Al hablar de «nueva derecha» solo nos referíamos a una minoritaria corriente intelectual francesa, y la palabra Vox nos hacía pensar en una editorial de diccionarios. Estaban de moda los blogs; Twitter -hoy X- era un invento que solo conocían los muy frikis, y los periódicos en papel seguían marcando la pauta informativa.
La revista Chesterton irrumpió en ese contexto político-mediático como elefante en cacharrería. El nombre del escritor británico marcó su carácter: conservador, combativo, culto, con capacidad de diálogo y argumentación, con un profundo sentido del humor y con la vocación de tratar desde su óptica los temas más variados. Una publicación muy española -pocos escritores extranjeros han amado más a España que el londinense-, pero dispuesta a entender lo que pasaba fuera. Ortodoxamente católica, pero sin las limitaciones de los medios oficiales de la Iglesia. Bien escrita, pero sin pomposidad ni excesos retóricos. En 2007, por cierto, Don Gilberto no era tan conocido como ahora en nuestro país: aunque un par de editoriales empezaban por entonces a reeditar su obra, buena parte de sus novelas, ensayos y poemas estaban por redescubrir, de modo que el nombre no era tan facilón como puede parecernos hoy.
El nombre, por cierto, fue idea de su director José Antonio Fúster, quien condensa en su currículum la evolución de los medios conservadores en España: formado en la Escuela del ABC, fue jefe de reportajes de La Razón y, ya después su etapa chestertoniana, dirigió La Gaceta -en papel y en digital- y coordinó los medios digitales del Grupo Intereconomía. Hoy sigue escribiendo en La Gaceta y sale bastante en la tele, pero a su labor periodística ha sumado una nueva ocupación: es diputado de Vox en la Asamblea de Madrid. En el equipo fijo lo acompañaban Alejandra Ruiz-Hermosilla (redactora jefe), José Antonio Méndez y Sandra Dago (redactores). Subiendo por la mancheta, el presidente y editor era Álex Rosal, impulsor de Libros Libres y actual director de Religión en Libertad.
Holmes, Tintín, Asterix y James Bond
La nómina de colaboradores mezclaba los nombres consagrados con los jóvenes talentos –«Zidanes y Pavones», habrían dicho por aquel entonces-: entre los más conocidos estaban Ricardo de la Cierva, Alejo Vidal-Quadras, Ana Samboal, Javier Badía o el añorado David Gistau. Otras firmas de peso: Kiko Méndez-Monasterio, Carlos Esteban, Ignacio Peyró, Isis Barajas, José Barros… Había un sacerdote, Pedro Trevijano, un experto en series antes de la era Netflix, José Ángel Agejas, y hasta una experta en protocolo. El colaborador más ilustre era el que daba título a la revista: además del naming, la cabecera contribuyó a la popularización de GKC rescatando en cada número uno de sus artículos, traducido y glosado por Enrique García-Máiquez.
En cuanto a la estructura, la portada, con vistosas ilustraciones, se dedicaba siempre a uno de los grandes hallazgos de la cabecera: el reportaje-ficción. La idea era tan buena que me extraña que no haya tenido imitadores: cada mes, un escritor zambullía a un famoso personaje literario -Gulliver, Alicia, Sherlock Holmes, Asterix…- en un tema de actualidad, un divertimento del que surgían ideas originales, risas inteligentes y momentos felices de lectura. Mis favoritos: Tintín en La Habana, de Peyró; Billy el niño, escolta en Rentería, de Méndez-Monasterio; o el descacharrante Guillermo el travieso en el IES Santiago Carrillo, de un tal John Doe. Además del tema de portada, las páginas incluían artículos de análisis, entrevistas, perfiles y secciones de tema fijo. En los márgenes, argumentarios breves sobre temas de fondo.
Chesterton tenía dos hermanas menores. El suplemento cultural -suplemento solamente en concepto, porque en realidad sus páginas estaban grapadas junto con las de la cabecera principal- se llamaba Donmiguel. Uno podía encontrar en él cuentos de Medardo Fraile o Jiménez Lozano, o poemas de Luis Rosales o Dámaso Alonso, o la sección de Angelina Lamelas, que nos enseñó a sus lectores la palabra melancolluvia. Brillaban los duelos a doble página entre Méndez-Monasterio y Esteban sobre asuntos como El guardián entre el centeno (al primero le gustaba más que al segundo) o Woody Allen (para el primero «un genio con gafas»; para el segundo, «apóstol de la nada»). En el margen inferior de cada página, una colección de personajes -desde cardenales hasta entrenadores de fútbol- escogía sus libros de cabecera.
Risas cacareadas
El otro suplemento, La Gallina Ilustrada, se definía como «periódico satírico, irónico, burlesco y jovial». A las ingeniosas noticias de broma se sumaban los versos de Monsieur de Sans-Foy o los artículos de Emilio Campmany o Javier Quero. La clave del éxito: un humor ácido pero nunca amargo, capaz de reírse no solo del adversario, sino también de uno de mismo y de los compañeros de trinchera. Mucho más cerca de La Codorniz que de Mongolia, para entendernos, y no solo por la adscripción taxonómica a la clase de las aves.
Si la Chesterton, como hemos visto, era muy heterogénea en cuanto a sus temas -podía hablar, con pocas páginas de diferencia, del purgatorio, la Guerra de Iraq, el valor de la memorización o el uso correcto de la pala de pescado-, la selección de colaboradores también reflejaba una sorprendente variedad, aunque siempre en la margen derecha: conservadores, liberales, democristianos y hasta algún carlista. Entonces todavía seguía vivo el sueño del fusionismo, pero la Chesterton, a diferencia de los medios más mainstream, no lo enfocaba desde el discurso homogéneo, sino desde la complementariedad de planteamientos. Algo así como la Tierra Media imaginada por García-Máiquez.
No todas las páginas de la Chesterton han envejecido igual de bien. Algunos análisis de política interior y exterior, releídos con la perspectiva de hoy, nos resultan ingenuos. Hay problemas que entonces parecían montañas y resultaron ser granos de arena, y viceversa. Sin embargo, tratándose de una revista de actualidad, es loable el alto porcentaje de artículos que tres lustros después nos siguen pareciendo actuales y atinados. Quizás porque la dirección nunca cayó en la tentación de quedarse en el mero antizapaterismo entonces de moda, una tendencia tan insuficiente y escasa de contenido como el antisanchismo de hoy, y buscó ideas y argumentos en fuentes más sólidas del pensamiento conservador.
Generación Chesterton
Pese a todas estas virtudes, llegó el triste desenlace: la empresa bajó la persiana en 2008, solo un mes después de celebrar su primer cumpleaños. Al margen de las razones financieras -era una revista impresa en papel de alta calidad, a todo color y con muchos colaboradores, justo cuando se avecinaba tormenta en la economía-, nunca tuvo padrinos poderosos que la arroparan en momentos de debilidad. En uno de sus números planteaba una objeción frecuente: que un proyecto así tenía que estar financiado «por la FAES o por la Iglesia». La respuesta era honesta: «Aspiramos a tener magníficas relaciones con todos los grupos, fundaciones, empresas e instituciones afines; pero somos independientes. Nuestros accionistas son personas físicas, no jurídicas». Esta falta de palancas institucionales, que le dio una libertad poco común, fue también una de las causas de su acelerado final.
Desde entonces, la huella de la Chesterton ha sido notable en el panorama mediático conservador, unas veces de forma evidente -muchas de sus firmas, por ejemplo, participaron poco después en el éxito de Intereconomía- y otras de forma más sutil. La cabecera, de hecho, tuvo una segunda etapa como revista del Club de Amigos de Intereconomía, y La Gallina Ilustrada resucitó para volar sola por un tiempo, hasta que la mató la pandemia. Más allá del trasvase de colaboradores, hay un «toque Chesterton» fácil de identificar pero no tanto de imitar, y yo creo que en Revista Centinela, entre otros medios actuales, se pueden encontrar algunas de sus trazas: amenidad, enfoque multidisciplinar, alergia a la pedantería, flexibilidad de formatos…
En una entrevista, Esperanza Ruiz me preguntó, a la vista de nuestras referencias culturales compartidas, si yo había sido también un joven lector de Chesterton y un oyente precoz de la COPE. Sus dos deducciones eran ciertas, pero, para ser justos, a la primera le debo más que a la segunda. Saqué de sus páginas grandes sugerencias literarias, me enganché a algunos autores que sigo leyendo allá donde escriben y aprendí a pensar y a argumentar mejor. Todo eso a una edad en la que los referentes hacen mucha falta. Juro que la razón principal de este artículo es precisamente esa, la gratitud, y no la de hacer méritos para que Fúster me mande un ejemplar del primer número, del que me consta que le quedan algunas copias. Aunque admito, ejem, que me apetece mucho completar la colección.