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Quien bucee en los discursos políticos y en las columnas periodísticas de finales del XIX y principios del XX, aquí y en el resto de Europa, se topará una y otra vez con una expresión, resumen de un tiempo y de un lugar: la lucha por la vida. Nadie parecía estar exento de llevar a término mandato de regusto tan nietzscheano. Ni siquiera los retoños de la burguesía, por ejemplo, el protagonista de esta historia.

Que los primeros años en la vida de Ramiro de Maeztu y Whitney transcurrieran entre algodones, fue un detalle que habría de agradecer a sus mayores, unos de esos indianos que cruzaron el Atlántico, desembarcaron en Cuba con una mano delante y otra detrás y trabajaron de sol a sol para terminar regresando a sus pueblos inmensamente ricos.

No tan ricos, atención, como para que los hijos y los nietos pudieran vivir sin trabajar o no conocieran la ruina, como la conoció la familia Maeztu y Whitney. Los términos del desastre fueron de tal magnitud que con solo 15 años Ramiro hubo de abandonar los estudios y emigrar a Cuba, adónde si no. Al igual que sus mayores, trabajó en un ingenio azucarero, con la diferencia de que no se hizo millonario.

Un autodidacta

También se empleó de lector en una fábrica de tabacos. No viene al caso ahora la lista de títulos con que Maeztu amenizaba las jornadas laborables de los trabajadores. Pero la estampa del joven lector sí nos sirve para ilustrar el hecho de que, a pesar de verse obligado a abandonar la educación reglada, nunca dejó de formarse, siendo eso que se llama un autodidacta.

El autodidactismo quizás explique en parte su itinerario intelectual, en apariencia zigzagueante, con tempranos coqueteos con el socialismo (incluso el anticlericalismo) para terminar ingresando en la Historia como uno de los grandes tribunos del tradicionalismo. A veces es verdad lo que decía Pitigrilli: que en la vida se empieza de pirómano y se termina de bombero. Pero ya hablaremos de civilizaciones ardiendo. Sigamos con lo del autodidactismo.

A pesar de que en su última etapa sería elegido académico de Ciencias Morales y también de la Española, su escuela siempre fueron los libros, los cafés, las tertulias y las redacciones. Como periodista se contó entre los influyentes, en una época en que la gente no leía la prensa; la devoraba. Su firma se la disputaron las principales cabeceras de la época: Heraldo de Madrid, La Correspondencia de España, Nuevo Mundo, El País, El Imparcial, El Sol… El periodismo, en fin, como manera de ganarse la vida, pero también de aproximarse a la realidad y comprenderla o, al menos, intentarlo.

El orden social por encima de todas las cosas

Como corresponsal, lo encontramos en el Londres de la primera década del siglo XX -el inglés lo llevaba aprendido de casa-, en el París del Tratado de Versalles y, antes de esto, en las trincheras de la Gran Guerra. Lo que allí vio le horrorizó. A partir de entonces, el orden social estaría por encima de cualquier otra consideración, incluida la autonomía del individuo. Si la modernidad era eso, el caos y la devastación, que pararan el tren de la Historia, que él se bajaba. Era llegada la hora de proponer un retorno a la tradición.

No se cansó don Ramiro de advertir, en cuanta tribuna tuvo acceso, de los peligros de la revolución, como esa que acababa de nacer en Rusia y ya amenazaba con enseñorearse del mundo entero. Su advertencia no era un cuento de viejas para asustar a niños. El lobo venía, y de verdad. Muchos en Europa así lo veían y reclamaban para sus países un cirujano de hierro, un hombre fuerte. En la España del momento el papel pareció representarlo el general Primo de Rivera, cuyo golpe de Estado aplaudió una amplia mayoría de españoles, Maeztu entre ellos.

Solo que no se limitó a aplaudir, sino que, remangándose la camisa, se puso a la labor de apuntalar el proyecto para España de don Miguel. Así, se afilió a la Unión Patriótica, movimiento político de la dictadura, y firmó con asiduidad en el órgano de expresión de esta, La Nación. Fue también convocado a la Asamblea encargada de redactar una nueva Constitución, donde defendió el sufragio corporativo -que no universal- y la necesidad de subordinar los derechos individuales a la defensa del orden. Por si quedaba alguna duda, Maeztu había roto con la Europa liberal e ilustrada que de joven tanto le encandiló.

Capitalismo, ética del trabajo y catolicismo

Por estas fechas encontramos a don Ramiro en Buenos Aires, donde sirvió como embajador de España, y en una tournée por los Estados Unidos de antes del crack del 29. Aquella próspera sociedad de propietarios con empuje le fascinó. Y quiso para España una combinación así de capitalismo y ética del trabajo, solo que pasada por el tamiz del catolicismo. Pero el país no estaba para mirarse en otros modelos. Negras tormentas agitaban los aires. Era cuestión de tiempo que alguien gritara ¡devastación! y soltase los perros de la guerra.

Cementerio de Los Mártires (Aravaca), donde descansa Ramiro de Maeztu. | FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA

Con la llegada de la II República, Maeztu volvió a tomar partido. No lo hizo en las filas de la derecha posibilista, aquella que había aceptado el nuevo statu quo republicano. Él militó en la derecha monárquica y tradicionalista. Primero, como uno de los fundadores de la revista Acción Española, luego del partido Renovación Española y, finalmente, como agente activo del Bloque Nacional de José Calvo Sotelo, cuyo asesinato a manos socialistas desataría la Guerra Civil.

El estallido del conflicto el 18 de julio del 36 sorprendió a don Ramiro en Madrid. Lo primero que hizo fue huir de su domicilio y refugiarse en el de su amigo Luis Vázquez Dodero. No era tan ingenuo para pensar que su vida no corría peligro. Por poner solo tres ejemplos de desafección a los nuevos amos de la situación, Maeztu había salido en defensa del cardenal Segura, expulsado de España bajo la acusación de conspirar contra la república; había sido encarcelado por Azaña -él y toda la junta directiva de Acción Española- por su presunta implicación en el golpe de Sanjurjo del 32, la Sanjurjada; y había señalado las mil y una tropelías de la revolución de octubre del 34. Como para esperar en batín en casa la llegada de los brigadistas del amanecer.

Aunque tampoco es que pudiera permanecer oculto por mucho tiempo. Doce días después del alzamiento, el 30 de julio, unos milicianos dieron con él durante un registro, recluyéndolo en la improvisada, temible y terrible prisión de Ventas, donde permaneció tres meses, con otros próceres de las derechas. La noche del 29 de octubre le sacaron en convoy junto con otros presos -entre ellos su tocayo Ledesma Ramos- con destino fatal a Aravaca, donde fue fusilado ante una tapia.

De Ramiro de Maeztu puede decirse que murió como vivió: caballerazo, de pie, y en defensa de la Hispanidad.