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Reportaje gráfico: FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA

No es famoso ni, como se dice ahora, un influencer. Tampoco lo pretende. Es más, no frecuenta las redes sociales (y si las frecuenta, no vive allí) ni le parece un demérito ser conocido en su casa a las horas de comer, siempre que también sea conocido y bien recibido, claro en casa de sus amigos y del resto de gente a la que quiere. Que nadie confunda esto con falta de ambición y poquedad de carácter. Todo lo contrario. Aspira a lo máximo en todos los planos de su vida: personal, familiar, profesional, académico (cursa un doble doctorado)… Pero no para guardarse los frutos para sí, sino para beneficio de todos. Mientras, él y otros como él van haciendo cosas; cosas sin mayores repercusiones… de momento; cosas buenas.

Vivir la tradición en pleno siglo XXI, ¿no le convierte a uno en bicho raro?

Para mí, bicho raro es vivir la modernidad. Por supuesto que es posible la tradición en nuestros días. Los que lo hacemos somos gente normal. Claro que habría que preguntarles a algunos a qué se refieren cuando hablan de «lo normal». ¿Lo corriente? ¿La moda?

No sé, habrá que preguntarles a ellos y luego ver la cara que ponen cuando te oigan hablar de caballerosidad.

Cada persona tiene un ideal al que tender. El ideal de lo femenino es la dama y el de lo masculino, el caballero. Pero los ideales se quedan en eso, en ideales, si no se manifiestan en gestos. Por ejemplo, ceder el sitio en el autobús implica un respeto a lo femenino que solo nace de un profundo conocimiento de lo masculino.

Hay quienes -mujeres y también hombres- lo ven como una afrenta.

El rollo de la igualdad de sexos, de la ideología de género, no va de que hombres y mujeres tengamos la misma dignidad eso es obvio, no lo puede discutir nadie, va de que no exista distinción entre hombre y mujer. Y eso es la verdadera afrenta.

Entonces, ¿afirmar lo contrario (y, ya puestos, ceder el paso) es lo máximo a lo que puede aspirar un caballero del siglo XXI?

No, todavía son posibles los grandes gestos, pequeños solo en apariencia. En época de anonimato como vivimos, ponerle tu nombre y apellido a lo que haces y dices, eso ya es un gran gesto; lo que no lo es buscarte un pseudónimo y combatir a los dragones en la red.

Los de los nicks te dirán que están librando una batalla: la batalla de las ideas.

Que es la batalla que hay que dar, pero no así. Aunque más grave es lo de aquellos que pudiendo liderarnos a los más jóvenes, pudiendo ser nuestros maestros y pastores, actúan como si aquí no hubiera pasado nada, cuando no le cargan el muerto, la responsabilidad, al primer partido que pasa, como si la batalla fuera política.

¿Y no lo es?

No solo. Y vaya mi respeto y mi cariño hacia muchos que están en política. Darán guerra, seguro. Y pondrán encima de la mesa temas de los que no se hablaba. Pero no es suficiente. La batalla, como digo, es entre la cultura y la anticultura.

¿Eso cómo se libra?

Plantando cara, creando redes, contactos, organizando seminarios de formación, incluso algo más potente, escuelas de pensamiento, que ya no vale con cuatro charlas. La batalla también es religiosa. Por eso la necesidad, además de maestros, de pastores.

Vamos primero con los últimos: los pastores. ¿Ya no quedan o qué?

Los hay, y muy buenos; sacerdotes mayores, pero también jóvenes. Pero la mayoría ha claudicado de esa función de ser cayado frente a los lobos. Muchos solo se guían por el miedo.

¿Y maestros?

También quedan, gracias al cielo. Solo que hay que buscarlos.

¿Tú los has encontrado?

He tenido maestros que se emocionaban hasta las lágrimas cuando explicaban en clase. Ellos dirán que no, que se les ha metido algo en el ojo.

¿La modestia les define?

A muchos sí, por eso no digo sus nombres. Y también porque a algunos a lo mejor les da un telele si se ven citados con otros.

Mejor entonces que no tengan que compartir despacho en el departamento. Porque hablamos de universitarios, ¿verdad?

El problema de la universidad es que los profesores cada vez hablan menos de «mi maestro», entendido este como aquel con el que, semana tras semana, año tras año, te sentabas, profundizabas en su pensamiento, escogías sus frases típicas y las repetías después, incluso le contradecías cuando no estabas de acuerdo.

¿Todo eso no lo cumple hoy el director de tesis?

Hay directores de tesis que son maestros, pero ni todos los directores lo son, ni todos los maestros dirigen. El papel del maestro va más allá: es el que guía tu camino. Eso exige una relación no necesariamente más personal, pero sí más académica, algo que no propician las universidades hoy, la mayoría máquinas expendedoras de títulos a cambio de dinero.

¿Por eso muchos optan por el autodidactismo?

Uno de los dramas de hoy es que la gente se forma sin maestro, leyendo mucho, sí, pero de aquí y de allí, al tuntún, sin guía.

A falta de maestros…

A falta de maestros, pueden guiarte la familia, los amigos, el trabajo, las conversaciones, el día a día, en fin. Aunque nada mejor que la universidad para saber qué leer, qué estudiar, qué fuentes consultar…

Pero no una universidad cualquiera, entiendo.

Quedan universidades que, si se pusieran a ello, podrían ser referentes, si bien tendrían que llevar a cabo un plan de acción duro, de choque. Tendrían que hacer lo que ninguna otra.

¿Exactamente qué?

Diferenciarse.

¿Y eso cómo se hace?

Volviendo al modelo de siglos pasados, cuando las universidades eran centros de espiritualidad de órdenes religiosas muy boyantes, que cumplían una labor esencial para el bien común: la búsqueda de la Verdad. Tenían una línea concreta de investigación, dedicadas a las humanidades, pero capaces de aunar otras carreras más técnicas, en torno a esa búsqueda de la Verdad que repercutía en toda la sociedad. Aunque puedo entender que hoy día las universidades prefieran competir a nivel de masters y todas esas cosas.

Es que el reclamo puede disuadir a muchos: «Bienvenidos a la Edad Media».

Lo dices por la mala fama del Medievo.

Sí, la cual, supongo, tú no compartes.

No soy de los que pretenden hacer creer que el mundo tuvo épocas doradas y luego vinimos a menos. Pensar que alguna vez no hubo pecado es desconocer la antropología humana. Cualquier católico bien formado sabe que la única época dorada fue el Edén, de donde salimos para no volver (o para volver, ya sin vuelta atrás, en el fin del mundo).

Entonces, ¿es lo mismo el Medievo que cualquier otra época?

Una cosa es distanciarse de la idealización y otra muy distinta caer en la demonización. El criterio es no perder de vista que el hombre nunca dejará de ser él mismo. Cosa distinta son los órdenes en los que se mueve, de tipo político, social o económico. Y no son lo mismo -son mejores- los órdenes construidos en la cristiandad que los de épocas precristianas, anticristianas o acristianas.

Hoy tampoco es que se viva mal.

¿A nivel de comodidad? Vivimos mejor que nunca. Pero el éxito y el fracaso de una época yo lo mediría por el número de almas que se salvan. ¿Quiero decir con esto que vivimos en el peor de los mundos posibles? No. Lo que digo es que es distinto el pecador que sabe que lo es y, precisamente por eso, puede convertirse, que el que cree que tiene derecho a hacer lo que hace, ¡y ay de aquel que le diga que no! Infundir en el hombre un sentido del bien y el mal, de la verdad y el error, ese era el valor intrínseco de la cristiandad.

Hablas en pasado.

La cristiandad se hundió en el siglo XVI, con el surgimiento del Estado moderno y con la reforma protestante. Se hundió como orden político. En su lugar, surgió la hispanidad.

¿Por sustitución o como continuidad?

Hay en la hispanidad una pretensión de cristiandad, al expandir el orden político para que la Iglesia pueda evangelizar, abriendo con la espada camino a la cruz. Lo hace con la Reconquista y luego también en América.

¿Qué queda de todo eso?

Se ha perdido el impulso -Manuel García Morente hablaría de estilo- que aunó a los pueblos hispanos en torno a una monarquía con pretensión universal. Por eso desde hace siglos los españoles andamos a otra, como ovejas sin pastor, desnortados, y así seguiremos mientras no nos encontremos a nosotros mismos.

Sin embargo, parece notarse una reacción, sobre todo entre los más jóvenes.

La gente -también los jóvenes- está harta de lo artificial y necesita una vuelta a lo real. Aunque esa respuesta de la que hablas también puede deberse a un efecto péndulo o a la rebeldía propia de la juventud.

¿Algo que alegar?

Lo frontal, lo pasional, está bien, pero no basta. Si no se interiorizan las cosas hasta creerlas de verdad, todo se queda en una reacción testicular que sirve de muy poco. Frente a eso, nada mejor que la formación y la comunidad.

De formación ya hemos hablado. Respecto a comunidad, supongo que te refieres, primeramente, a los amigos y la familia.

El hierro con hierro se afila y el hombre con hombres se afila. O sea, son los amigos los que nos ayudan a corregir lo malo y a perseverar en lo bueno, dándonos caña cuando toca y lo mismo loándonos, estando en todo momento a nuestro lado. Soy de la firme creencia -muy tradicional, por cierto- de que el nivel máximo de intimidad entre hombres es la camaradería, el ser casi hermanos, mientras con el sexo contrario es el matrimonio, el cual fructificará en familia.

La institución no parece correr sus mejores momentos. ¿Qué hacer?

Vivirla con naturalidad. Los domingos, por ejemplo. Si desde pequeño a uno le han acostumbrado sus padres a llevarle a misa con sus hermanos, y luego a comer a casa de sus abuelos, con sus tíos y sus primos, llegará la sobremesa -y si esta es larga y con alcohol, mejor- en que se eché para atrás en la silla y piense: yo quiero esto para mí y para mis hijos. La familia -lo mismo que los amigos- como trama de afectos entre gentes que comparten un mismo humus donde pueden arraigar las tradiciones.

Y todo sin salirse del siglo XXI.

No hay que odiar el mundo en el que se vive. Si sabiendo que el mundo era el enemigo, Cristo dio la vida por él, ¿vamos a creernos nosotros por encima de Cristo?