Skip to main content

Suele afirmarse que el eje de derecha a izquierda ha dejado de ser operativo a la hora de describir la situación política actual. ¿No podría sostenerse también que al contraponer modernos y antimodernos no debiera resultar tan fácil encasillar a sus autores en uno u otro bando? El mismo Antoine Compagnon debió hacer frente al contenido lábil de su etiqueta. Más modernos que los modernos y las vanguardias históricas, sostenía que “los antimodernos son los modernos en libertad”.

Practicantes de una “literatura cuya resistencia ideológica es inseparable de su audacia literaria”, ¿puede seguir aceptándose sin más que la modernidad supone el triunfo político de la izquierda y la antimodernidad el éxito literario de la derecha? ¿No es una manera, política y literaria, de intentar igualar una partida a fin de cuentas irresoluble? ¿Es Baudelaire realmente un poeta “de derechas”? ¿Es sin más, por su extremada posición política, Gabriele D’Annunzio un antimoderno? ¿Entre Ezra Pound y T. S. Eliot no existe una diferencia literaria que no sea también política e incluso religiosa? “Los horrores de mediados del siglo XX”, como los calificaba Compagnon, ¿han prohibido tan sólo y para siempre el juego antimoderno? Si Chateaubriand en 1830 pudo ser simultáneamente legitimista y republicano, ¿no es posible sostener que el poeta Dioniso Ridruejo, falangista o socialdemócrata, fue siempre moderno y que el pintor Ramón Gaya, exiliado y republicano, un antimoderno sui generis?

La Venecia de los poetas

Como siempre ha sucedido con los antimodernos, de Chateaubriand a Pound, la respuesta quizás se esconda en un recodo de Venecia. Lo dijo Paul Morand: “ella tomó el partido de los poetas: construyó sobre el agua”. En esos mismos años cincuenta del siglo pasado, mientras recorría París, Florencia o Roma o realizaba no breves estancias en la ciudad de los canales, Ramón Gaya (1910-2005) dejó anotado en sus diarios que “Venecia no es naturaleza, pero es realidad. Un mundo así sería un disparate, pero esto no es mundo, sino una ciudad, por eso acepta ser construida”. La obra entera de Gaya gira sobre la investigación de esa realidad que la modernidad ha querido modelar a su imagen y fantasía y que los antimodernos han observado en el quicio que da su semejanza a la vida, sin agotarla jamás: el arte.

Con razón ha calificado Miriam Moreno de “otra modernidad” a la estética sutil y penetrante de Gaya. En sus obras mayores, como El sentimiento de la pintura (1960) o Diario de un pintor. 1952-1953 (1984), desarrolla las parejas de categorías que han articulado la cultura humanista: arte y creación, realidad y vida, primitivos y venecianos… Para Gaya, el verdadero arte no se apodera ni conquista la realidad, sino que devuelve al hombre, desnudo, a su vida primera apenas entrevista. No es la presencia moderna, expresiva y avasalladora, cerrada entre los muros de su tradición que quiere dinamitar con sus proyectos utópicos, la que llama al creador. Él obedece la callada ausencia que abre el espacio de un misterio leve y luminoso. Pretende captarlo obediente, es decir, con la mirada a la escucha de sus latidos. Como dice en otra de las entradas de su diario: “En una imprecisión certera es donde está la verdad”.

La estirpe de Gaya se remonta, pues, a Tiziano, a Velázquez, a Vermeer. Al fondo, siempre emerge Venecia: “Puede decirse que Venecia lo que hizo fue ceder a la pintura, acoger la pintura, el sentimiento originario, vivo -no artístico- de la pintura”. Gaya edifica su estética sobre el agua y no sobre la roca en la que, según Morand, habrían querido construir su ciudad los políticos como Atila, Bonaparte, los Habsburgo o Eisenhower. Venecia se mantiene empeñada en sobrevivir.

Sin duda, el compromiso de Gaya es muy diferente del que tomó el francés, pero en la modernidad de ambos late una libertad que resiste el vendaval del progreso como la única manera legítima de deshacerse de cualquier sujeción. En el pintor murciano la clave de su “otra modernidad” es la enseñanza de Velázquez, como la estudió también en Velázquez, pájaro solitario. A media voz y en el susurro suave de la brisa que atraviesa los mejores lienzos de su tradición, Gaya despliega un conocimiento tal que no es demasiado arriesgado considerarle un ejemplo de anti(pos)moderno avant la léttre.

Trasdendencia redentora

Aunque el autor de Las Meninas sea irreductible a cualquier etiqueta, nuestras interpretaciones no pueden dejar de constatar que su pincelada aérea continúa pintando y sustrayéndose a la atmósfera de nuestra época. Parece como si Gaya hubiese comprendido con singular intensidad que el punto de vista de Ortega y Gasset en sus Papeles sobre Velázquez y Goya (1950) podría acabar llevando a la deriva de los significantes. Casi podría considerarse un corolario el primer capítulo de Las palabras y las cosas (1966) que Michel Foucault dedicara al más famoso cuadro del sevillano. Porque si Velázquez, tal como Ortega pretende, hubiese pintado la pintura, en ese panóptico quedaría un vacío esencial por cuyo punto de fuga hasta la mirada del artista quedaría suprimida. Como concluyó Foucault, “libre de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación”. Por el contrario, en el color, en la línea del dibujo y en la composición velazqueñas Gaya descubre una trascendencia que redime, transfigurando, la realidad en su aparecer. La pintura no se pinta: es un índice de desposesión. En su fondo más radical, la pintura transparenta:

“Lo prodigioso es que esa operación ha sido hecha sin sentir, o sea, sin violencia […]. Para Velázquez, la realidad, el cuerpo de la realidad, es algo imprescindible, pero también sin mucha importancia, o sea, es algo que, siendo absolutamente imprescindible, no es decisivo; lo decisivo estará dentro, encerrado dentro, transparentándose. Velázquez pinta esa transparencia, no quiere pintar más que esa transparencia”.

Junto a Velázquez, pájaro solitario igual que San Juan de la Cruz, místicos y anonadados todos ellos, Gaya cierra los ojos y, al volver a abrirlos, desea mirar la realidad con los ojos de un amor que no resuelve un problema, sino que redime la aspiración inalcanzable de no pintar, simplemente de comulgarla. Esa es la sencillez que mantiene todavía abierta la herida moderna.