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El profesor había hablado del quinto mandamiento, como de pasada, dando por supuesto que toda la clase sabía cuál era, hasta que aquella chica levantó la mano: «Perdón, ¿cuál es el quinto mandamiento?».

Por un momento, el profesor pensó que debía de tratarse de un olvido momentáneo, nada serio, así que animó al resto de la clase a responder la pregunta: «A ver, que alguno le recuerde a vuestra compañera cuál el quinto mandamiento». La clase entera calló y al profesor no le quedó sino convencerse de que algo grave estaba pasando en el mundo y en la Iglesia.

Vaya por delante que los chicos y las chicas a los que el profesor daba clase de Religión no eran miembros de ninguna tribu en tierras ignotas de misión. Pertenecían todos a la diócesis de La Crosse, en Wisconsin, Estados Unidos (la misma, por cierto, en la que había sido bautizado el joven profesor). Si asistían a aquel instituto era porque sus padres querían educarles en su misma fe, que era la católica, apostólica, romana. Y cada vez más la Primera Comunión era una fecha a ordenar con otros recuerdos de la infancia.

Quiérese decir con esto que tenían edad suficiente para saber cuál era el quinto mandamiento. De hecho, a sus años, incluso antes, mucho antes, su profesor no habría dudado en responder a la pregunta a la primera. Ni él ni sus compañeros de clase. Pero, claro, eran otros tiempos. Si bien tampoco es que hubiera pasado tanto. ¿Entonces?

Concilio Vaticano II

Concilio Vaticano II.

Entonces algo había sucedido entre medias y ese algo era el Concilio Vaticano II, saludado con entusiasmo por tantísimos católicos de la época, por ejemplo, el profesor con que da comienzo esta historia, el cual ni se encontraba ni se encuentra entre los detractores de tal Concilio, aquellos que le niegan cualquier legitimidad, llegando a afirmar que de entonces acá la Silla de Pedro se encuentra vacía. De contarse entre los mismos, el profesor (que era, además, sacerdote), difícilmente habría hecho carrera en la Iglesia.

Y qué carrera: ordenado sacerdote en 1975, obispo de La Crosse 20 años después, arzobispo de St. Louis en 2003, miembro de la Congregación para el Clero, miembro del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos y prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica en 2008, patrono de la Orden de Malta en 2014 y asiduo en todas las quinielas de papables desde que fue creado cardenal en 2010. Hablamos, claro, de Raymond Leo Burke.

Quién habría dicho que el sexto hijo de un modesto matrimonio de granjeros de Wisconsin llegaría tan alto y tan lejos, siempre dentro de la Iglesia. Su padre, desde luego, no. Más que nada porque el pequeño Raymond no manifestó su deseo de ser sacerdote hasta los ocho años, recién muerto aquel. Qué duda cabe de que el deceso debió de influir. Pero no solo el deceso.

Una larga enfermedad

Durante el año en que el señor Burke permaneció postrado en la cama, convaleciente de una grave enfermedad, con frecuencia iba a visitarle un sacerdote para administrarle los sacramentos. Cuando llegaba, los numerosos hijos del granjero, le precedían en solemne procesión con velas hasta la habitación de su padre. Al llegar allí, el sacerdote cerraba la puerta tras de sí, dejando a los pequeños fuera, oía al enfermo en confesión y le daba la comunión. Cuando se marchaba, reinaba en el hogar una paz fuera de todo entendimiento. Era la paz de Cristo.

No fue aquel el único sacerdote de la infancia y juventud de Burke de los que guarda buen recuerdo. Está Owen Mitchel, titular de la parroquia de la Asunción de la Santísima Virgen María en Richland Center (Wisconsin). Y los sacerdotes -¡y religiosas!- de la escuela parroquial. Y los del seminario menor y también los del mayor. Unos y otros le educaron en la exigencia intelectual, la sanísima austeridad de los afectos, la solidez moral y la vida de piedad y de oración. El recuerdo agradecido de todos ellos fue el que le hizo perseverar en los momentos de desaliento, como cuando ninguno de los adolescentes de aquella clase supo responder a la pregunta de cuál era el quinto mandamiento de la Ley de Dios.

La culpa no era de aquellos chicos, en todo caso de sus padres, a los que cada vez menos se les veía por la parroquia. Y ni siquiera. La culpa era de un fantasma que recorría la Iglesia, el espíritu del Concilio. No el Concilio en sí, ojo, sino su espíritu, tal como lleva décadas precisando el mismísimo Raymond Leo Burke. Ese espíritu, más supuesto que real, armó el relato de que el Vaticano II fue un concilio adánico y rupturista, desconectado de una tradición de siglos; 20, para ser exactos. Las consecuencias de tan errónea y malintencionada interpretación fueron desastrosas.

Desplazar del centro a Dios y colocar en su lugar al hombre

Para empezar, el cuidado con el que hasta la fecha había venido celebrándose la liturgia empezó a brillar por su ausencia. Era llegada la hora de los experimentos con gaseosa. Los órganos y la música sacra empezaron a salir por la ventana de las parroquias, al tiempo que entraban por sus puertas las guitarras, los instrumentos de percusión y las letras ñoñas y sentimentaloides. Y que quede claro que esto no lo denunciamos nosotros, sino todo un cardenal de la Iglesia Católica, Raymond Leo Burke; sin ir más lejos, en uno de sus últimos libros, Esperanza para el mundo.

El cardenal Leo Burke, en una marcha por la vida en Italia.

Lo anterior podría parecer el lamento de un ultraconservador resentido con lo moderno solo por ser moderno, el aullido de un coleccionista de formulismos arcaicos que ve como estos se rompen en mil pedazos al estrellarse contra el suelo. Pero no es tan sencillo.

Tras tantísimos excesos litúrgicos latía, según Burke, la nada ingenua pretensión de desplazar del centro a Dios y colocar en su lugar al hombre. Y no se refiere el cardenal a la sustitución en la misa del latín por las lenguas vernáculas. Para Burke, tan válida es una celebración según la forma ordinaria del rito romano como otra según la extraordinaria, siempre que se den dos notas: dignidad y belleza.

El retorno a lo básico

Cosa distinta es la nostalgia de entrar en una iglesia, no importaba en qué remoto lugar del mundo, y sentirte como en casa gracias a la sola voz del latín. Cosa distinta también es afear como ha afeado Burke la conducta de aquellos párrocos, incluso obispos, que boicotearon la aplicación del Motu Proprio Summorum Pontificum, carta apostólica de Benedicto XVI que facilitaba la celebración de la misa tridentina.

Los mil y unos desmanes litúrgicos del posconcilio tuvieron también, y siempre según el cardenal, devastadores efectos en la moral y la fe. Así, la disciplina se relajó en seminarios, conventos y monasterios; venerables prácticas de piedad, incluso dogmas, quedaron reducidos a viejas leyendas medievales con que asustar o dormir a los niños, según; y la conciencia de cada cual, sin importar que estuviera formada o no, se erigió en árbitro primero y último de lo que estaba bien o mal.

En este contexto, las vocaciones cayeron en picado y las iglesias se vaciaron de fieles. Pero sacerdotes como Raymond Leo Burke, lejos de colgar los hábitos y los votos, creyeron encontrar su vocación de reformadores en la continuidad, proponiendo como solución un retorno a lo básico, a lo sencillo.

Tomar partido

Es con este prurito por la claridad con el que hay que interpretar que, tras la publicación de la encíclica Amores Laetitia, Burke formulara con otros tres cardenales –Caffarra, Meisner y Brandmüller– una petición de aclaración al Papa Francisco. No se trataba de una insubordinación ni nada por el estilo, sino de una formalidad prevista en el Derecho Canónico, disciplina por cierto de la que Burke es una autoridad, si no de qué le iban a haber nombrado prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica.

Tantas horas dejándose las pestañas entre expedientes no han hecho de él un sabio encerrado en su torre de marfil, más bien le han acercado a las realidades y pruebas de tantísimos fieles en todo el mundo. Sostiene Burke que no se puede desempeñar dignamente un trabajo en la curia romana si no es con la salvación de las almas como propósito; lo contrario es limitarse a ascender en el escalafón. En este sentido, Burke es un pastor con olor a oveja, como le gustan los sacerdotes a Francisco.

Lo fue -pastor con olor a oveja- los años que estuvo al frente de La Crosse primero y de St. Louis después. Ayer como hoy, uno de las líneas que dividía -y divide- al pueblo americano era -y es- la de la vida y el aborto. Burke tomó decidido partido por uno de los bandos. Pudiera pensarse que le iba en el cargo, pero la cosa arrancaba de más atrás. Cuando su madre estaba embarazada de él, cayó gravemente enferma y un médico le aconsejó abortar, si lo que quería era seguir viviendo; pero ella decidió salir adelante. Como para no ser partidario de la vida.

Nada de medias tintas

Aunque no todos los que se decían católicos lo eran. Así, a Burke le costó lo suyo que en las escuelas parroquiales bajo su jurisdicción se incluyera el derecho a la vida como materia formativa innegociable. Para vencer las resistencias, no se cansó de aconsejar el estudio y lectura de la Humanae Vitae, encíclica con la firma y sello de Juan Pablo II. También organizó veladas de oración frente a establecimientos abortistas -con cuidado de no responder con violencia a la violencia de sus opositores- y en las fechas conmemorativas de la sentencia del Tribunal Supremo que legalizó el aborto en los Estados Unidos. Y rara era la ocasión en la que no participaba en la tradicional Marcha por la Vida que cada año se celebra en Washington, D.C.

Por si lo anterior no le resultara suficiente a alguno, en 2004 Burke advirtió a los políticos declarados católicos de que si sus acciones públicas no estaban en concordancia con la ley moral de la Iglesia no podrían recibir la comunión. El mensaje era claro: en política o se está para ser santo como San Luis de Francia, San Esteban de Hungría o San Wenceslao de Bohemia o se está para ser mártir como Santo Tomás Moro, pero nada de medias tintas. Lo sorprendente es que no todos los obispos apoyaron sus palabras. De hecho, uno llegó a reconvenirle:

-«Excelencia, no debería haber dicho lo que ha dicho porque la Conferencia Episcopal aún no se ha pronunciado a este respecto».

A lo que Burke, sabedor que la Conferencia Episcopal no debe reemplazar la misión del obispo en su diócesis -esto es, gobernar su grey proclamar la fe-, respondió:

-«Excelencia, en el Juicio Final compareceré ante el Señor y no ante la Conferencia Episcopal«.