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El pasado a veces nos persigue con una tozudez insoportable. Rara vez nos presenta en la memoria los días felices, sino que acude a traición, en cualquier noche de frío y soledad, a presentarse en forma de monstruo. Y nos enseña los restos de lo que quisimos ser, los sueños que se truncaron, lo idiotas que podemos llegar a ser, y todas esas cosas que perdimos.

El pasado se presenta en días de guerra mundial en el alma para decirnos que los que una vez quisimos con todas nuestras fuerzas volverán a hacernos daño en la piel y el rostro de otras personas. Cargamos a los de hoy las penas que nos causaron los de ayer. El pasado nos acosa con su peor cara. Si alguna vez brilla, es solo para presentarnos al niño feliz que fuimos, y de paso recordarnos que nunca volverá.

Y luego está el olvido. Pasado y olvido danzan en una lucha infinita, siempre doliente, siempre infernal. Olvidamos lo que no queríamos olvidar. Recordamos lo que no queríamos recordar. Aquellos para siempre se vuelven para nunca en un suspiro. Los amigos, los amores, las ilusiones. Todo es vaho en un cristal al sol. Nos llenan el pecho como palomas ronroneando, y se pierden en el cielo como globos de gas sin amarre. «Olvidamos demasiado pronto las cosas que pensamos que nunca podríamos olvidar», escribió Joan Didion, «olvidamos los amores y las traiciones por igual, olvidamos lo que susurramos y lo que gritamos, olvidamos quiénes éramos».

Los monstruos del recuerdo

En el trabajo, en la amistad, en el amor. Los monstruos del recuerdo no descansan. Tan solo se adormecen en los días felices, se aburren y se van en los días sin sentimiento, en la planicie de los temblores del alma, y regresan con fuerza, como buitres, en los días en que nuestras carnes se abren por algún fracaso, por alguna decepción, por alguna traición.

Muchos entonces lo sobrellevan con una huida hacia adelante. «Correr sin descansar / por la tierra de nadie», cantaba Enrique Urquijo en Buscando. Pero solo compran tiempo. Saltar las heridas como se saltan los charcos en la calle conduce inevitablemente a la melancolía. Porque al fin –la vida es así- volverá a caer el chaparrón, y acabaremos igual de mojados, aunque tal vez más cansados, y volviendo a sentir en la piel la lluvia que creíamos haber esquivado con nuestra velocidad. De igual modo que, aunque a veces perdemos la confianza en que ocurra, siempre vuelve a salir el sol, y entonces nos secamos, y volvemos a la paz. Seremos otros, por la acción del tiempo y la experiencia. ¿Cuántas personas podemos llegar a ser a lo largo de una vida?

Hay quienes, de tanto huir del dolor, han olvidado concederle el duelo. Ese tiempo de pausa y llanto, ese tiempo de hacerse preguntas en una calma intranquila, ese mal rato de sentir la soga en la garganta, y recibir el alivio de la redención al final. A veces es un duelo en soledad. Otras es duelo compartido, si es que posible que podamos hablarle de tú a tú a la causa de nuestro desasosiego. El duelo seguirá igual, pero hablar es casi siempre la mejor manera de superar el trance, cosiendo bien el final de la herida.

El duelo en soledad es una daga fría en un corazón en llamas. Un contraste salvaje, a ratos nos parece inhumano, a ratos insuperable. Pero todo está previsto. Nuestro cuerpo, nuestro corazón, está preparado para cualquier azar. El duelo hace su trabajo como lo hacen las células que ayudan a cicatrizar una herida en la piel. Darle la espalda evita el dolor de hoy, pero incrementa el de mañana.

Cuando todo iba bien

No hace tanto dediqué un ensayo, Todo iba bien, a hablar del duelo, de la tristeza, de la nostalgia y de la felicidad. Poco antes de llegar a las librerías nos cayó encima una pandemia y me pareció una ironía graciosa del destino. Siempre puede ir peor. Recordatorio: nunca mires al cielo para decirle a Dios: ¿qué podría ir peor?

Como sea, en el libro, junto a las reflexiones geniales de Didion en El año del pensamiento mágico recojo las voces de muchos otros autores que sufrieron la tristeza hasta hacerla crónica en algunos casos. Pienso en Cioran, en Tolstoy y su Resurrección, en la locura melancólica de Friedrich Hölderlin. «Vuelvo la vista atrás y no tengo ninguna duda: no estamos preparados para afrontarlo. No estamos preparados para la tristeza», escribí en el prólogo de Todo iba bien, «no sabemos casi nada del dolor, que es una realidad más grande que la vida. Y sin embargo, lo enfrentamos, lo sobrevivimos, los sobrellevamos. Ante el mar del sufrimiento somos siempre novatos ganando a duras penas la marea». De hecho, una confesión: el título provisional del libro, hasta casi el último minuto, fue «no estamos preparados para la tristeza».

Acumulamos del pasado un montón de experiencias extenuantes, las que nos golpearon el alma. Con el tiempo, no duelen ya, son recuerdos neutros. Como escribió Cormac McCarthy, «las cicatrices tienen el extraño poder de recordarnos que nuestro pasado es real». Pero hay una trampa en su presencia sigilosa. Esos golpes, esas traiciones, esos desamores, intentan definirnos, y de algún modo han contribuido a convertirnos en lo que somos. Pero a menudo pretenden usurpar nuestro presente, modelar nuestra esencia, convenciéndonos de que nada nuevo puede alzarse ante nuestros ojos, que nos haga vivir experiencias similares con finales diferentes. Así, nos volvemos pesimistas ante los éxitos, como en la canción de Pereza: «Sigo flipando cuando veo mi cara en el As / últimamente las cosas cambian cada vez más / a veces pienso que algo malo viene detrás».

Ocurre con frecuencia en los amores, y no pocas veces con las amistades que surgen en las esquinas inesperadas de la vida. Quien ha sufrido en el pasado, quien ha sido golpeado en una mala relación, por una traición, por una desilusión, arrastra una inercia emocional que injustamente proyecta sobre las personas que conoce más adelante. No se me ocurre mejor forma de arruinarse la vida sentimental.

Por supuesto, los errores se repiten. La capacidad del hombre para comportarse como un idiota es casi infinita. Y por supuesto, a veces se repiten también aquellos errores que propiciamos con los nuestros. Pero alguien que llega nuevo a tu vida no merece cargar con la sombra de la sospecha de lo que otros hayan hecho antes. El amor, como la verdadera amistad, siempre es confiar, siempre es arriesgarse, siempre es exponerse. El amor con dudas, con un pie en tierra, con un freno de mano, solo garantiza la inminencia de un accidente. De otro accidente.

¿Qué hacer con el pasado?

Todo esto nos lleva a la gran pregunta, la gran cuestión que encabeza esta historia: ¿qué hacer entonces con el pasado? La respuesta, paradójicamente, es reconciliación. Lo bueno y lo malo del pasado es que ya es una fotografía que no admite retoques. No hay nada de nuestro ayer que podamos cambiar «Lo que ya ha sucedido es igual que un plato roto en mil pedazos», escribió Murakami, «por muy esforzadamente que lo intentes, ya no podrás devolverlo a su estado original».

Lo único que está en nuestra mano es compensar el recuerdo con una mirada liviana, poco exigente, desapegada. Feliz quien aprenda a sonreír con benevolencia a su propio pasado. Guardar con cariño lo que fue cariñoso. Rememorar con alegría lo que nos trajo felicidad, el éxito que abrazamos con nuestro esfuerzo. Perdonar a quien nos hizo mal, porque el rencor es un arma traicionera que solo hiere a quien la porta. Y aprender, claro. Aprender, también, para no caer siempre en la misma sima.

Visto así, nuestro pasado, y de manera especial nuestro dolor de ayer, es una prueba de vida: quien siente por ayer es porque hoy todavía celebra el latido del corazón. El pasado es una escuela, lo hemos oído mil veces quizá sin meditarlo bien, podemos aprender infinitas cosas sobre lo que hicimos mal años atrás. Y el pasado es una excepción. El dolor pasado es una excepción. Nada volverá a repetirse exactamente igual. Eso es lo malo. Pero también eso es lo bueno. La reconciliación con lo que hicimos, con lo que fuimos, con lo que vivimos, con lo que recordamos, y con los demás, es siempre un trampolín hacia una vida mejor.