Skip to main content

Ciertamente yo, querido lector, no tengo ninguna autoridad para hablar sobre Paco Umbral. Ni académica, ni profesional, ni crítica, ni personal, ni nada. No tengo una tesis publicada al respecto, no he sido, ni soy, amigo de la familia y tampoco he leído, ni mucho menos, todo lo que ha dejado escrito. Lo que pasa es que he leído mucho a Umbral, y a eso me acojo para atreverme a hablarles de él. No lo he leído todo, ya digo, pero mucho sí y, además, con enorme cariño. Y creo que precisamente cuando lees a alguien con esa intensidad, con esa pausa y ese sentimiento dentro, es imposible, en primer lugar, no sentir que el escritor bien podría haber sido amigo tuyo y, en segundo lugar, no querer que las personas que te importan lo lean y disfruten tanto como tú. Por eso ya les digo, así, de antemano, que tienen que leer a Paco Umbral, cuanto antes.

No sabría decirles por dónde empezar a leerle. Sé decirles por dónde comencé yo. Bueno, realmente también puedo invitarles a no hacerlo con Mortal y Rosa, porque creo que no seguirían. La cosa es que yo, pecando, quizá, de popular, lo primero que leí de Paco Umbral fue La noche que llegué al Café Gijón. Y en ese libro cualquiera que sienta sincero gusto por la literatura, las conversaciones interminables y el café, encontrará no sólo una de las mejores prosas que se haya escrito en castellano, sino también un auténtico manual de literatura española del siglo XX. Y es que a mí aquello de «Estuve un largo rato, quizá horas, viviendo aquello, disfrutando aquello, diciéndome para mis adentros, para mi café con leche, esto es el Café Gijón, estoy en el Café Gijón, en el capullo del meollo del bollo, aquí es donde pasa todo. Pero no pasaba nada» me conquistó, me enamoró, me dejó con ganas.

Yo, que de aquellas era, por edad, muy joven y, por nacimiento, de provincias, quería vivir aquel Café Gijón en el que los «camareros pasaban repetidos en los espejos». Yo quería frecuentar aquellos Cafés literarios, con mayúscula, aquellas tertulias que han ido desapareciendo de nuestro país. Porque la misma España que Umbral un día nos escribió, de la que fue cronista —ya les diré—está dejando de ser ese país de Cafés para convertirse en un país de bares. Un país de prisas y paraíso de lo instantáneo; un país de bares, digo, en el que a uno ya no le llaman por su nombre ni es parroquiano —como los de ese Café Le Condé de En el café de la juventud perdida, de Modiano—, donde se toma el café templado y con el abrigo puesto. Si Umbral levantase la cabeza.

¿Por dónde empezar?

Volviendo al tema, quiero decir que de Umbral lo mejor son sus memorias, creo. Unas memorias de las que hizo novela, quiero decir, porque Trilogía de Madrid, Memorias de un niño de derechas, El hijo de Greta Garbo o Retrato de un joven malvado son, ante todo, libros de recuerdos contados con la excepcionalidad de una máquina de escribir que era metralleta de literatura. Porque Umbral fue quien hizo y deshizo la prosa castellana a partir de los sesenta, quien dominó una parte muy importante del panorama literario y periodístico del país en un tiempo en el que «por Madrid, los escritores iban de escritores por la calle, porque había una cultura general y viandante», como dijo él en su última columna en El Mundo, a propósito de Eugenio d’Ors. Por cierto, quizá Las Ninfas, que le dio el Premio Nadal en 1975, y su final —uno de los mejores que yo haya leído en mi vida— sean perfectos para comenzar a leer a Paco Umbral este mismo fin de semana. Un final en una estación, una partida. «Claro que, del mismo modo que no hay razones para irse, tampoco las hay ya para quedarse. Y es cuando uno se va», dice. Qué maestro.

También sus artículos —dice quien sabe y cuenta que unos 35.000 a lo largo de su vida— son felicidad escrita para quien la lee. Él construyó la teoría sobre la columna periodística como género explicando en Retrato de un joven malvado y luego ante Joaquín Soler Serrano en A fondo que para escribir un artículo «hay que quemar un ensayo, un soneto y una noticia». Iba yo a comprar el pan, Amar en Madrid, Crónicas post-franquistas o el Spleen de Madrid son algunos títulos a apuntar, así que papel y lápiz. De crónicas y relatos de un tiempo pasado que ahora vemos que fue mejor, al menos más divertido, nos encontramos muchos libros recopilatorios. Una vez le escuché en algún sitio que «Siempre que pasaba por delante de esos quioscos madrileños, tan profusos, tan cargados, me paraba a ver si yo tenía cubiertas todas las revistas, si colaboraba en todas ellas. Y si veía que había alguna en la que yo no colaboraba o había colaborado, trataba de enviar algo para escribir en ella también». Eso es vivir la vida para la literatura, vivir escribiendo y escribir para vivir, por qué no decirlo. Umbral es ese tipo de escritor que empiezas a leer y te atrapa en su manera de ver las cosas, de vivirlas y, sobre todo, de contártelas. Umbral es ese tipo de escritor del que quieres hablar a todo el mundo, algo casi patológico, pero, creo, realmente bonito.

Pero, para terminar, quería contarles cómo en una de mis intermitentes etapas umbralistas descubrí, quizá, lo que más me emocionó de Paco Umbral, al escritor humano, demasiado humano. Y es que él, a quien yo admiraba y admiro tanto, que era el animal literario por excelencia, también admiraba a otros, a sus maestros. Y yo me di cuenta mucho tiempo después de haber leído aquel juego de palabras que en su día me hizo pensar cómo ese tío hacía lo que quería con la lengua castellana —«el capullo del meollo del bollo»—. En uno de los artículos recogidos en Amar en Madrid Umbral cuenta cómo Ramón Gómez de la Serna denominó a esa manivela de los organillos como «el manubrio del ludibrio del bodrio». Y entonces comprendí que de eso se trata, que está todo inventado, que todos nos inspiramos en algo, que nadie está libre de pecado y que, como yo me busqué en él, el gran Umbral se buscaba a sí en otros anteriores, que se buscarían, seguro, en otros de antes y así hasta sabe quién cuándo. Umbral, que yo sepa, admiraba al menos a los tres ramones: Ramón (Gómez de la Serna), Don Ramón (María del Valle Inclán) y Juan Ramón (Jiménez). Y con razón.

Una vez escuché decir a alguien que los clásicos son esos libros de los cuales suele oírse «Estoy releyendo» y nunca «Estoy leyendo». Quizá esa sea una de las muchas razones por las que hoy yo, investido de ninguna autoridad, declaro a Paco Umbral uno de mis clásicos y reitero lo que he dicho tantas y tantas veces antes en todos los lugares en que me dejaron: Umbral, eres un Maestro, ojalá haberte conocido. Y feliz cumpleaños.

Por cierto, estoy releyendo Un ser de lejanías, que lo sepan.