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Este mes de marzo ha muerto en Chicago, a los 78 años, Richard H. Driehaus, gran mecenas de la arquitectura y el urbanismo tradicionales. Convencido, como Roger Scruton, de que las cosas buenas son fáciles de destruir, pero no son fáciles de crear, Driehaus dedicó parte de su inmensa fortuna a promover ciudades más bellas y habitables, de escala humana y fieles al legado estético. Su obra continúa a través de una densa red de fundaciones, premios, museos, becas y centros educativos, con una gran presencia en nuestro país.

Es paradójico que Richard Driehaus naciera precisamente en Chicago, gran capital de la vanguardia arquitectónica. Bosque de rascacielos, hogar de Frank Lloyd Wright, laboratorio de Mies van der Rohe y sede del famoso y controvertido premio Pritzker, la ciudad parecía un buen lugar, sí, para que en ella creciera un mecenas de la arquitectura. Lo sorprendente es que se tratara de un amante de la arquitectura y el urbanismo más fieles a la tradición.

Aunque, en realidad, nuestro hombre no creció precisamente en un edificio contemporáneo, sino en un sencillo bungaló de madera a las afueras de la ciudad. Cuando su padre, un ingeniero alemán no excesivamente acomodado, compró un solar en el barrio de Beberly, un gueto de irlandeses católicos, con la intención de construir una vivienda más confortable -de ladrillo y estilo neo-tudor-, se encontró con la angustiosa realidad de que sus ingresos no eran suficientes para financiar el proyecto, así que se quedaron por un tiempo en la cabaña. El joven Richard decidió que nunca le pasaría lo mismo, así que adquirió un firme hábito de ahorro, empezando con los dólares que sacaba repartiendo periódicos en bicicleta. También, suponemos, nació entonces su preocupación por los edificios.

Si aprendió mucho de su padre, a quien recordaba siempre impecablemente ataviado con pajarita, y de su madre, irlandesa, que representaba el lado más realista de la familia, también las monjas de su colegio le dejaron enseñanzas importantes. “Además de leer, escribir y aritmética”, explicó muchos años después, “me enseñaron tres cosas: que tienes que seguir aprendiendo toda la vida, que eres responsable de todas tus acciones y que debes devolver algo a la sociedad”. A juzgar por su trayectoria, se tomó las tres muy en serio.

¿Un lobo de Wall Street?

Richard Driehaus dando un discurso

Seamos sinceros: seguramente no estaríamos hablaríamos de Driehaus si no se hubiera hecho rico. Lo hizo, y con creces, como inversor. A los 14 años no invertía en canicas, sino en acciones. Empezó su carrera profesional en Rothschild & Co. y en los 70, tras pasar por varias casas de inversión, creó su propia compañía, que llegó a gestionar más de 10.000 millones de dólares en activos. Su filosofía: no buscar lo barato, sino lo bueno, volcándose en sectores en crecimiento, concentrando el riesgo y captando las tendencias unos minutos antes que los rivales. Si este obituario se publicara en El Economista o en Cinco Días, pongamos, en vez de en Centinela, tendríamos que dedicar más párrafos a su faceta profesional, pero en este caso despacharemos lo del dinero como una mera excusa para hablar de lo importante: su afición por la arquitectura. Por suerte, y pese a su éxito, Driehaus se parecía más a un patricio romano que a un lobo de Wall Street.

Su primera pasión, en realidad, fue conservar el legado histórico del Chicago anterior a los rascacielos, el del neoclasicismo, el modernismo y las primeras vanguardias. Después de hacerse con una gran colección de obras de arte, dio el paso de restaurar un edificio emblemático, la Casa Nickerson, para crear un museo de arquitectura y diseño que reconcilia a la ciudad con su pasado. Además, luchó para que las autoridades protegiesen las mansiones históricas, frente a las presiones de los promotores inmobiliarios.

En cuanto a la arquitectura, y aunque siempre fue un hombre de acción más que un teórico fino, sus principios estaban claros. “No estoy en contra de la evolución”, explicaba. “Mi cruzada es contra el deterioro, el descuido y el cambio por el cambio. Creo en la conservación de un legado humano que implique una lección inolvidable. Me interesan los crecimientos respetuosos. Por eso defenderé siempre las novedades que llegan respetando el lugar y que parece que siempre han estado allí. Tengo, en cambio, problemas con los edificios que necesitan oponerse a lo que existe y romper con el contexto para anunciar su llegada”. Entre ellos, se atrevió a criticar al venerable Mies van der Rohe, cuyas construcciones tildó de “mecánicas, industriales y poco humanas”.

Un premio generoso

Aunque su gran enemigo fue otro: Frank Gehry. La pugna tuvo su punto álgido con la construcción del Memorial Eisenhower en Washington, adjudicado al famoso arquitecto en un proceso plagado de sospechas de favoritismo. Fiel a su estilo, Gehry diseñó una mole llena de cristal, acero y alambradas, que no gustó ni a la familia del presidente ni a nuestro protagonista. Empeñado en revertir el proceso, logró frenar las obras durante casi dos décadas a base de invertir mucho dinero en firmas de lobby, pero finalmente la obra se inauguró en septiembre del año pasado.

Gehry no se lo tomó muy bien y no perdió tiempo en argumentar sobre su estilo ni sobre la finalidad de la obra: le acusó, sencillamente, de ser “muy de derechas” -aunque en realidad ha donado a varios candidatos demócratas-. Driehaus, a su vez, lo tildó de divo, dijo que se preocupaba por el espectáculo que por la armonía de su obra y que distaba mucho de ser una “persona modesta”, como le gusta definirse.

Entre los arquitectos de nuestros días que sí le gustan están, por ejemplo, el combativo neotradicionalista Leon Krier, el británico Quinlan Terry -también es uno de los favoritos del príncipe Carlos-, el italiano Pier Carlo Bontempi o los franceses Marc Breitman y Nada Breitman-Jakov. Todos ellos tienen algo en común: han recibido el Premio Driehaus de Arquitectura Clásica, un generoso galardón creado en 2003 y dotado con 200.000 dólares -el doble que el Pritzker, llamado, de forma muy inexacta, “el Nobel de la arquitectura”-. Con los años, ha ido creando otros muchos otros reconocimientos, todos ellos bien financiados y siempre alineados con su visión estética.

Quijoteando en España

Hace algunos años, España se convirtió en uno de los principales centros de actividad del filántropo de Chicago. No parece casual que eligiera el país de Cervantes para su cruzada quijotesca por la preservación de la belleza y la tradición. Todo empezó en 2010, cuando conoció a Rafael Manzano, a quien el jurado de su premio eligió ese año como ganador. Nacido en Cádiz, Manzano ha dedicado su vida al patrimonio. Coordinó las restauraciones de la Alhambra, el Generalife y Medina Azahara, cuenta con numerosas publicaciones sobre arquitectura medieval y conoce bien la tradición constructiva islámica.

Richard Driehaus en su oficina

Su visión cautivó tanto al magnate que solo dos años después de conocerlo creó un galardón con su nombre, el Premio Rafael Manzano de Nueva Arquitectura Tradicional, que reconoce los trabajos de restauración de monumentos o las obras de nueva planta que hayan destacado “por su contribución a la preservación, la promoción y la difusión los valores de la arquitectura clásica” en España y en Portugal. El primero en recibirlo fue Leopoldo Gil Cornet por sus trabajos en la Colegiata de Roncesvalles. También se ha reconocido la restauración de Lorca tras el terremoto o algunas iniciativas en la Costa del Sol, que no es solo un ejemplo de la cultura del pelotazo urbanístico, por suerte.

Además de este premio, Driehaus creó otro para promover proyectos de arquitectura tradicional en municipios de nuestro país. En este caso, son los ayuntamientos los que presentan ideas de transformación urbana, mientras que el jurado elige las más solventes y selecciona a los arquitectos responsables de concretarlas. Por si fuera poco, financiaba también cada año los Premios a las Artes de la Construcción, destinados a estimular a albañiles, canteros, escultores o vitralistas de estilo tradicional.

Un legado muy vivo

Las ideas de Dreihaus son controvertidas en el panorama arquitectónico actual, pero distan mucho de estar derrotadas. Su defensa de una arquitectura amable y proporcionada, en la que el arquitecto no sea el único protagonista, y de un urbanismo de escala humana y racional tienen una legión de partidarios, aunque no controlen las facultades ni las grandes revistas. Cabe decir en su defensa que nuca tuvo una visión exclusivista: defendió una sana pluralidad de estilos, siempre que el resultado estuviera bien afinado, y no despreció en bloque las aportaciones contemporáneas.

Tan apasionado como cordial, generoso y elegante, el gran legado de Driehaus, más allá de las polémicas concretas que irán olvidándose con el tiempo, fue el convencimiento de que la belleza, o la fealdad, de las ciudades moldean las comunidades que viven en ellas, y de que es posible, con imaginación, ideas y recursos, transformar el entorno de forma decisiva. Y él estaba sobrado de las tres. De recursos, sobre todo: hace un par de años, en una entrevista, calculó que había gastado ya 180 millones de dólares en su gran afición.

Tras la muerte hace poco más de un año de Roger Scruton, que defendió en sus obras el deber de construir cosas bellas, la causa de la arquitectura armónica ha perdido ahora a otro gran paladín, esta vez en el terreno de lo práctico. Su legado se perpetúa a través de una nutrida constelación de iniciativas con presencia en todo el mundo. Puestos a jugar a Orson Welles, y aunque nunca sabremos la verdad, puede que su “rosebud”, su último recuerdo, fuera aquel sencillo bungaló en el que creció, a las afueras de Chicago, a la sombra de los rascacielos, soñando con conservar y construir edificios hermosos.