Ese no iba a ser un viaje más para el joven profesor. Los paisajes verdes de Nueva Inglaterra empezaban a quedar lejanos. En el curso de verano de Harvard se había sentido fuera de sitio. Era una sensación extraña, que se venía repitiendo cada vez con mayor intensidad en los círculos académicos que frecuentaba. Los contenidos de las ponencias, los cotilleos en la cena de gala con el claustro, el encuentro con los empresarios y patrocinadores de la universidad.
En 1939 todas las conversaciones giraban alrededor de los mismos tópicos que debía profesar cualquier intelectual que aspirase a tener una carrera mínimamente decente.
Richard Weaver (este es el nombre de nuestro profesor) tenía por delante muchos kilómetros para pensar. Texas quedaba muy lejos y lo peor es que no le apetecía llegar a su destino. El inicio de las clases le generaba cierta angustia. Era profesor asociado de Inglés en Texas A&M University, una gran escuela técnica. No se encontraba a gusto en la facultad. Allí existía un filisteísmo desatado, un culto a los avances tecnológicos y a la gran empresa y una aceptación complaciente del éxito como principal objetivo en la vida. A un hombre de letras como Weaver ese excesivo utilitarismo y pragmatismo le resultaban desagradables.
En el tramo final del viaje tuvo una revelación que iba a marcar su vida. Con las dos manos en el volante y la mirada perdida en el horizonte, el profesor se dio cuenta de que no ‘tenía’ que volver a ese trabajo, que se había vuelto desagradable, y que no tenía que seguir profesando los clichés del progresismo, que para él ya no tenían sentido.
Uno de los viajes intelectuales más interesantes del siglo XX
Las monótonas praderas de Texas desfilaban ante sus ojos y en ese momento comprendió el que había sido su gran error. Siempre había formado sus opiniones desde lo que se suponía que era intelectualmente respetable. A punto de entrar en la treintena, el joven Weaver decidió romper con lo políticamente correcto, renunciar a su plaza de profesor asociado y comenzar de nuevo su educación. Estaba decidido a solicitar la admisión en un programa de doctorado en la Universidad Estatal de Louisiana para estudiar la cultura y la literatura del Sur de Estados Unidos.
Terminado el viaje por carretera, Weaver inició uno de los viajes intelectuales más interesantes del siglo pasado. El que le llevó de ser miembro del Partido Socialista de América a campeón del pensamiento conservador tradicional.
Weaver nació en 1910 en Asheville (Carolina del Norte). Su padre era propietario de unos establos y su madre regentaba una tienda de sombreros. Tras el fallecimiento de su padre cuando Richard era todavía muy pequeño, la familia se trasladó a Lexington (Kentucky). A los 17 años entró en la Universidad de Kentucky.
Un mismo patrón
La mayor parte de los profesores que encontró allí estaban cortado por el mismo patrón. Formados en universidades del medio oeste, todos ellos eran (de forma consciente o inconsciente) socialdemócratas, sobre todo los profesores de economía, políticas y filosofía. Y no eran precisamente de los que se guardaban sus opiniones personales para el salón de su casa. Las aulas de la universidad se acababan convirtiendo en atriles improvisados para el discurso político. Según reconocerá Weaver años más tarde, él no tenía ninguna defensa frente a esas doctrinas y para el tercer año de carrera ya se había convertido en un izquierdista militante, convencido de que el futuro vendría de la mano de la ciencia, el progresismo y el igualitarismo. Y que aquellos que se opusieran a estas causas estaban guiados por la ignorancia o la maldad. Años más tarde, Weaver verá esta universidad como provinciana, en el sentido peyorativo del término. Una institución de calidad media que únicamente aspiraba a hacer una copia mediocre del modelo educativo hegemónico que se daba en los principales centros educativos del país.
Después de graduarse se inscribió y trabajó para el Partido Socialista de América. Aquí empezó su decepción con la izquierda. A pesar de que el programa socialista le resultaba atractivo, los personajes que se movían en las sedes del partido tenían, en su opinión, mucho que mejorar como personas. El día a día dentro de la organización hizo que su entusiasmo inicial se fuera enfriando.
En este punto de la historia se produjo una casualidad providencial. Weaver fue admitido como estudiante en la Universidad de Vanderbilt para atender un programa avanzado de literatura. Allí descubrió que esta universidad también era provinciana, pero en el sentido más noble del término. Esta institución de Nashville (Tennessee) había florecido al margen del circuito oficial de universidades de las costas Este y Oeste. Este centro académico se había desarrollado gracias a un equipo de gente que había sabido ver las posibilidades que existen en un localismo reflexivo. Este centro académico acogía al grupo de intelectuales que formaba la escuela agraria de filosofía y crítica. Se trataba de un grupo de escritores, ensayistas y poetas que trataban de recuperar el legado cultural del Sur de Estados Unidos, basado en la comunidad rural, las tradiciones y la religiosidad. Su ideal de sociedad consistía en una nación de pequeños propietarios que pudiera hacer frente tanto al urbanismo e industrialismo que impulsaba el Norte como a la amenaza del colectivismo que llegaba de Europa.
«La última civilización no materialista del mundo occidental»
El contacto con este grupo de intelectuales empezó a cambiar la forma en que Weaver veía el mundo. Para su sorpresa, nuestro protagonista descubrió que aunque no compartía sus ideas en materia política y social, todos ellos le gustaban como personas. Esas personas a quienes el mundo académico convencional había etiquetado como reaccionarios y trasnochados le parecieron más humanos, más generosos y mucho menos dogmáticos que los intelectuales progresistas con los que estaba acostumbrado a tratar. Esto supuso un verdadero shock para Weaver. Y comenzó a plantearse que tal vez la forma correcta de juzgar un movimiento fuera a través de las personas que lo inventaban, y no por su perfección racional y las promesas que ofrecía.
Los años de estudio en la Universidad de Vanderbilt permitieron a Weaver reconciliarse con su origen sureño. Empezó a descubrir que el lugar en el que uno nace determina la forma que tenemos de ver el mundo y que los vínculos sociales fuertes solo pueden darse en entornos de comunidades vinculadas a un lugar y que comparten unos mismos valores y tradiciones. Weaver intuyó que en la cultura del Sur había una serie de principios que fueron intencionadamente enterrados tras la derrota en la Guerra de Secesión.
En esta primera etapa en Vanderbilt comprendió que la esclavitud y otros pecados de la historia que el Sur había cometido no podían justificar el genocidio cultural que había protagonizado el Norte después de ganar la guerra. Al arrasar las tradiciones del Sur, los Estados Unidos habían perdido una contención natural al industrialismo y la tendencia al gigantismo que impulsaba el Noreste del país. Weaver identificó el espíritu sureño con el honor, la tradición y la caballerosidad. Por eso llegará a afirmar que el Sur era «la última civilización no materialista del mundo occidental».
Una vida monacal frente a la alienación de la gran ciudad
En los años 30 casi todas las ideologías estadounidenses tradicionales estaban en retirada. Lo que Weaver empezó a percibir es que estas ideologías estaban en decadencia no por ser defectuosas o inservibles, sino, muchas veces, por la estupidez, ineptitud y pereza intelectual de quienes se habían erigido en sus abanderados. Esta constatación fue una gran decepción, fruto de la incapacidad de los representantes de esta área de pensamiento para profundizar en el análisis político y articular un lenguaje actual y comprensible que permitiera identificar con precisión el malestar que provoca en la persona la sociedad moderna. Por ello se sintió cada vez más atraído por la «heterodoxa defensa de la ortodoxia» que hacían los agrarios.
Weaver dejó Nashville y, después de un año dando clases en Carolina del Norte, se mudó a Illinois para ocupar allí una plaza de profesor en la Universidad de Chicago. Este sería el destino que impulsaría su carrera académica y de divulgador político. Su dura existencia en lo que él llamaba la megalópolis de Chicago confirmó su preferencia por el ideal de vida sureño. La alienación de la gran ciudad hizo que adoptara un estilo de vida casi monacal y centrado en la actividad intelectual y docente.
Este «exilio» en el Norte le acabará dando la perspectiva necesaria para acabar de madurar su propio pensamiento. Cada verano volvía a su tierra natal y contrastaba la supervivencia en la megalópolis con el estilo de vida sureño. Según explicará él mismo en su testamento político, había muchos comportamientos del Sur que le decepcionaban, pero había algo en el obstinado humanismo de su gente, que sin medios para afrontar una batalla en igualdad de condiciones, seguía resistiéndose a ser arrasado por el consumismo, el industrialismo y el cosmopolitismo.
Una causa que parecía perdida
Weaver abrazó con gusto la defensa de una causa que parecía perdida y centró en ella la clave para la regeneración social:
«Hoy se dice a menudo que la esperanza del mundo reside en el internacionalismo. Eso puede ser cierto, pero también es cierto, y cierto con una verdad anterior, que no puede haber internacionalismo sin un provincialismo sólido e inteligente. Esto es así porque no hay nada más sobre lo que pueda apoyarse el internacionalismo. Y si se desea una sanción filosófica para esto, está el sabio y hermoso dicho de Thoreau: ‘Creo que no se espera nada de ti, si este poco de moho bajo tus pies no es más dulce para ti que cualquier otro en el mundo, o en cualquier mundo’.»
Este gusto por su hogar natal y su cultura es lo que permitió a Weaver tener la claridad de ideas necesaria para formular un primer ensayo con el que denunciar la decadencia de Occidente.
La recta final de la Segunda Guerra Mundial por parte de los aliados fue para Weaver una desilusión progresiva. Su fe en la honestidad de la causa aliada frente al nazismo se vio sacudida por un incidente que ocurrió en medio del conflicto. Finlandia fue abandonada a su suerte por Gran Bretaña y los Estados Unidos. Weaver sintió que si Finlandia podía ser arrojada alegremente a los lobos en la prisa por la victoria y la venganza, tal vez la superioridad moral que en un tiempo habían tenido los aliados se había perdido por el camino. La Conferencia de Yalta, por la que se abandonaba medio mundo al comunismo, le pareció una locura política que confirmaba sus sospechas.
Sin embargo, Weaver vio que, gracias a la prensa oficial y la propaganda de la Oficina de Información de Guerra, casi nadie en los Estados Unidos sabía qué se estaba manejando realmente en la guerra.
Las falacias de la vida moderna
Años después, el profesor recordará estar sentado en su despacho en la facultad de la Universidad de Chicago una mañana de otoño de 1945 y preguntarse si no sería posible deducir, a partir de causas fundamentales, las falacias de la vida moderna y el pensamiento que había conducido al Holocausto. En aproximadamente 20 minutos anotó una serie de títulos de capítulos. Este fue el comienzo de un ensayo que se acabaría llamando ‘Las ideas tienen consecuencias’.
Este título fue una imposición del editor. A Weaver no le gustaba nada, pero es el responsable de buena parte del éxito del libro. Estaba basado en un juego de palabras. En el mundo anglosajón se solía decir que las acciones tienen consecuencias. La genialidad del título consistía en llamar la atención sobre el hecho de que la difusión de determinadas doctrinas iba a tener un efecto directo en la vida de la gente. Y, en la actualidad, sigue siendo un eslogan para los conservadores de todas las tendencias.
El ensayo de Weaver partía de dos premisas básicas: que el hombre es libre y que el mundo es inteligible. Por eso Weaver llegaba a la conclusión de que la mayoría de calamidades que nos azotan no son fortuitas, sino producto de elecciones equivocadas. El profesor tuvo el acierto de poner nombre a muchas de las patologías que sufren las sociedades occidentales.
Psicología del niño malcriado
Weaver critica el legado del sentimentalismo imperante, que valora ante todo la inmediatez y que provoca el deterioro de las relaciones humanas, tanto en el seno de la familia como entre amigos. La necesidad actual del vivir el ‘aquí y ahora’ hace que el hombre contemporáneo se despreocupe de sus mayores y vea a los hijos como molestas responsabilidades. El estilo de vida en las megalópolis hace que se desvanezca la solidaridad vecinal. La desaparición del ideal heroico viene acompañado por el desarrollo del comercialismo.
También denunciará el ataque a las formas como un modo de ataque contra la autoridad, la distinción y la jerarquía. En su opinión, estas diferencias son buenas cuando resultan del mérito y no de los privilegios. El profesor también se mostrará partidario del saber humano generalista, amenazado por la fragmentación de los saberes y la excesiva especialización del trabajo.
En ‘La Gran Linterna Mágica’ Weaver denuncia el sensacionalismo del periodismo, el cine y la publicidad. Otro de los capítulos más brillantes del libro es el dedicado a lo que Weaver llama psicología del niño malcriado, que promete un ideal de vida fofo basado en la satisfacción inmediata de los deseos y en la creencia de que el orden social depende de su capacidad de consumo. Estos niños acabarán necesitando la intervención del Estado para asegurar sus crecientes necesidades. Weaver aboga, en cambio, por recuperar un sentido de la disciplina personal y un equilibrio entre esfuerzo y recompensa.
Weaver, Kirk y la ‘Revolución Conservadora’
En un primer momento Las ideas tienen consecuencias parecía destinado a tener solo una difusión muy limitada, ya que su enfoque se separaba radicalmente del pensamiento dominante. Sin embargo, las cartas de admiración de miles de lectores empezaron a llegar al profesor y a la editorial. La reacción furibunda de la crítica política fue la confirmación definitiva de que el ensayo había tocado las teclas adecuadas en un piano que hacía mucho que permanecía olvidado. A la llamada de Weaver se unirá pocos años después Russell Kirk y muchos otros autores que acabarán sentando las bases de la Revolución Conservadora.
Tiempo después Weaver escribirá que, aunque parezca extraño, la tesis central del libro estuvo inspirada por el antiguo ideal del caballero. Es cierto que en las páginas del ensayo se puede apreciar claramente la influencia del ideal agrario. El sentido de la misión personal, el equilibrio entre derechos y deberes, la libertad personal y el compromiso con la comunidad, la vida sencilla vinculada a los ritmos del trabajo y la naturaleza, la pequeña propiedad privada como una oportunidad para ejercer la libertad y la responsabilidad.
El viejo espíritu del Sur, purgado de los fantasmas del pasado, asomaba en las páginas del profesor de Chicago para denunciar los males de nuestro tiempo y ofrecer motivos para la esperanza. Un ensayo sureño que ha marcado una época y que no habla de recuerdos a la luz de luna y con fragancia de magnolias, sino que nos da las claves actuales para que un cruzado político pueda afrontar la batalla de las ideas.