Si es usted cristiano (o si ha asistido a alguna boda en su vida), sin duda le resultará familiar aquel pasaje de la carta de San Pablo a los Corintios que ha venido en llamarse el Himno a la Caridad. Ya saben, ese que dice que el amor es paciente, no es envidioso, no se irrita y que todo lo aguanta, todo lo espera y todo lo soporta. Ahí suele detenerse la lectura en el rito matrimonial, pero el apóstol continúa y deja poco después otra frase bien conocida: «Tres cosas hay que ahora permanecen: la fe, la esperanza, el amor. De todas ellas, la más grande es el amor».
Puede sorprender que nada menos que San Pablo, un converso que se dedicó a extender la creencia en Cristo por toda Asia Menor, ponga la fe por detrás de la caridad. Dejando al margen que el de Tarso probablemente propone esta primacía a modo de primus inter pares (como lo es el bien respecto a la verdad y la belleza, por ejemplo), el tricolon paulino relativo a las llamadas virtudes teologales puede equipararse con otro, el formado por Dios, patria y familia.
Déjenme primero aclarar que es este un lema anterior al fascismo italiano, ya que fue utilizado previamente por otros movimientos sociales y políticos de carácter conservador, como el carlismo español y el integralismo lusitano. Hecha esta aclaración a los que disparan el insulto de «fascista» con gatillo fácil (aunque hoy ya no sabe uno si tomárselo como un piropo), creo que puede hacerse una suerte de equiparación entre la enumeración de San Pablo y la tradicional consigna traddie. Trataré de explicarme.
LA FAMILIA TOMA PRECEDENCIA
Fe, esperanza y caridad son virtudes, conceptos abstractos, ideales a los que tender. Por el contrario, Dios, patria y familia son sujetos, personas si se quiere. Así, es muy evidente que el destinatario de la fe es Dios porque es en Él en quien se cree. Por otra parte, la esperanza guarda relación con la patria: además de que la esperanza cristiana mira a la patria celestial, ya aquí en la Tierra el amor a la nación tiene también algo de proyección hacia el futuro, al trabajar por la herencia que dejaremos a los que nos sucedan. Por último, también es clara la identificación entre amor y familia, al ser nuestros cónyuges, padres e hijos los beneficiarios de tantos desvelos cotidianos.
Pero todavía cabe ir más allá a la hora de entremezclar estos programas de vida, sobre todo si tratamos de participar en una osadía similar a la de San Pablo. Igual que el apóstol se atrevió a colocar la caridad por encima de la fe, pienso que la familia debe preceder a Dios en la vida de los hombres y mujeres, si no en el orden teórico al menos sí en el de las obras.
Hay dos razones para esto. La primera es que, a diferencia de la familia o de la patria, Dios es inmutable, no nos necesita, no nos paga según nuestras obras ni precisa de nuestro amor para darnos el suyo. La segunda es nuestra pequeñez. Ojalá pudiéramos ser absolutamente santos, amar con devoción perfecta a nuestra patria y volcarnos por completo en nuestra familia. Pero, como somos limitados y Dios lo sabe, creo que no tendrá problema con que pongamos a los nuestros un poquito por encima en nuestra escala de prioridades. A fin de cuentas, Él les ama incluso más que nosotros mismos y lo que pueda faltar a nuestra santidad —Cristo así nos lo ha prometido— se nos dará por añadidura.
Claro que también puede argumentarse que quien contacta habitualmente con lo divino se pone en disposición de amar más y mejor a su familia. Es como lo que se barrunta en esa cita erróneamente atribuida a C.S. Lewis: «El corazón de una mujer debe estar tan escondido en Dios que un hombre debe buscarlo a Él primero para encontrarla a ella». Tal vez, después de todo, dar prioridad a la familia supone en realidad dirigir siempre la mirada a lo alto.