La primera vez que Tolkien le vio, en una taberna de Oxford, pensó que se trataba de Aragorn, uno de sus personajes del Señor de los Anillos. Con lo que si algún día se hace una película sobre él, tendrá que protagonizarla Vigo Mortensen. Porque la vida de Roy Campbell -así se llama nuestro enigmático personaje- da para una película y para mucho más.
Nacido en Sudáfrica, no tardó en abandonar su país, disconforme con el apartheid. En la II Guerra Mundial sirvió en el ejército británico, contra las potencias del Eje. Sirvan estos datos, en apariencia inconexos, para desmontar la falsa acusación contra Campbell de nazi o fascista por haberse posicionado a favor del bando nacional durante la Guerra Civil Española.
Quiso hacerlo con las armas, alistándose en el requeté, pero le convencieron de que aportaría más a la causa con su pluma; no en vano, ya era un poeta de renombre. ¿Por qué apoyar a los sublevados y no a los republicanos, como la mayoría de los escritores de la época? Porque le iba la vida en ello; la suya y también la de su familia.
Fue en España donde él, su mujer y sus hijas se habían convertido al catolicismo. Testigo de la quema de iglesias en el Toledo de los primeros días de la guerra, Campbell ofreció refugio en su casa a cuantos religiosos pudo, lo que le valió que le tacharan de enemigo irreconciliable de la República. Poco pudo hacer, en cambio, por la vida de los monjes carmelitas fusilados en la ciudad imperial, salvo poner a buen recaudo, corriendo él gran peligro en el empeño, el tesoro más preciado del convento: los manuscritos de San Juan de la Cruz.
Nada que agradecer, habría dicho Campbell. Qué menos que arriesgar la vida por el legado del país, España, que, según confesión propia, le había salvado el alma.