Ahora que Disney censura sus propios clásicos, apetece más que nunca volver a ellos, que han adquirido un atractivo sabor contracultural. Estos días se cumplen 60 años del estreno de 101 dálmatas, una película que sigue en perfecto estado de forma. Llena de intriga, aventura y humor, y muy escasa de almíbar, salvó las finanzas de Disney y dejó una gran huella en la estética de su tiempo.
Hace días saltó el escándalo. Con la excusa de proteger a los niños del racismo, Disney ha censurado varios de sus mejores largometrajes –Los Aristogatos, Dumbo o Peter Pan– en su plataforma web, impidiendo que las vean los menores de siete años. 101 dálmatas, por suerte, ha sido indultada y no está en la lista negra. Quizás porque no habría nada más ingrato que condenar a la película que salvó las finanzas de la compañía en un momento complicado, o quizás porque merecía un poco de piedad en el año de su aniversario. A eso volveremos luego.
Dicen que la británica Dodie Smith (1896-1990) escribió su novela con el deseo nada secreto de que Walt Disney la adaptase, moldeando la trama y los personajes para que encajaran en los gustos del magnate. Dependienta en unos grandes almacenes, Smith había logrado una cierta fama con sus obras de teatro y sus novelas -entre ellas El castillo soñado, que también sería llevada a la pantalla grande-. Con 101 dálmatas logró su propósito: un año después de la publicación, un ejemplar cayó en manos del genio de Chicago, que se entusiasmó con la historia -el secuestro y rescate de una camada de dálmatas- y corrió a comprar los derechos.
En el umbral de los 60, Walt Disney Productions vivía días de zozobra. La bella durmiente había sido un fracaso de taquilla, y algunas voces de la compañía pedían el cierre de la carísima división de largometrajes animados para centrarse en los de imagen real y en el parque temático de California, proyectos más rentables. Lo que salvaguardó el proyecto fue una idea aparentemente sencilla, pero que ahorraba muchas horas de trabajo, más aún en una película con tantos perros en constante movimiento: la xerografía, una tecnología vinculada a las actuales fotocopiadoras e impresoras láser que permitía reproducir las imágenes a gran velocidad y sin el trabajo artesano de cientos de dibujantes.
El orden de los factores

Escena de 101 Dálmatas
La adaptación simplificó la historia (por ejemplo, en la versión literaria Perdita no es la madre biológica de los cachorros, sino la adoptiva, y el marido de Cruella de Vil tiene un papel de importancia), aumentó la dosis de suspense y le puso unas gotas de humor irónico. Bajo la dirección de Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Wolfgang Reitherman, y con una supervisión muy liviana del propio Disney, lejos del control absoluto de sus primeras películas, la producción contó con un presupuesto de cuatro millones de dólares, bastante por debajo de los seis que había costado La bella durmiente. Las canciones son de Mel Leven, que escribió también partituras para Dean Martin o Nat King Cole. La carismática voz de Pongo en la versión en inglés es la del actor Rod Taylor (Los pájaros).
El resultado sintetizaba lo mejor de las viejas producciones de Disney -densidad narrativa, canciones y buenos sentimientos-, pero no era, y eso quedó claro desde el principio, una típica producción de Disney. En los dibujos había una estética casi impresionista, de cierto descuido muy contemporáneo. Las canciones eran muchas menos que en las cintas anteriores, y todas con un aire de jazz. La carga de suspense era propia casi de una película de adultos. La historia, por último, transcurría en la época del estreno, algo poco común -el único antecedente era Dumbo-, y mostraba elementos tan contemporáneos como la publicidad televisiva.
Otro punto original: en esta historia, el beso del príncipe y la princesa -o los besos: el de Roger y Anita Radcliffe y el de Perdy y Pongo- no es el final del cuento, sino el principio. La boda es el inicio de la trama, y el orden de los factores sí altera el producto. El guion, visto así, es una completa refutación de quienes piensan que en el matrimonio no puede haber aventuras trepidantes.
La temporada más aburrida para los solteros
Hagamos memoria. Todo empieza, ya saben, un hermoso día de primavera -“la temporada más aburrida para los solteros”- cuando Pongo decide buscarle a su amo (¿o será al revés?) una buena esposa. Después de un divertidísimo desfile de dobles modelos, humanos y perrunos, contemplado desde la ventana, encuentra la candidata ideal en Anita. La cita, pasada por agua, se celebra en Regent’s Park. Y él, claro, se casa también con Perdita, en una ceremonia paralela, en una capilla gótica. La escena, cuentan, tuvo que ser retocada para que no quedara tan irreverente: lo de los animales participando en un sacramento sonaba algo escandaloso, así que los dejaron en el exterior de la iglesia.

Glenn Close interpretó a Cruella de Vil en la versión de 1996
Pongo y Perdy engendran una camada de quince cachorros, de los que solo algunos tienen nombre -la lista completa sería abrumadora para el espectador-. Y entonces entra en escena Cruella de Vil, una de las villanas más aterradoras de la historia del cine, con sus dos torpes ayudantes -inspiración clara, muchas décadas después, de los malos de Solo en casa-. La desaparición de los cachorros no es un “whodunit”, porque la culpable está clara desde el principio.
Con el secuestro, la película cambia de tono y se convierte en un thriller. Las peripecias en la Inglaterra rural, con una persecución digna del mejor cine de intriga, son un ejemplo de tensión narrativa. Ganan los buenos, claro. Es Disney. Y la escena final, junto al árbol de Navidad (“tendremos la granja más grande / de los perros más finos que hay”), es tan euforizante como la de Qué bello es vivir.
Atmósfera y narrador
Al margen de la trama, el gran hallazgo de la película es su atmósfera. El Londres brumoso de la primera parte de la película, lleno de azoteas y luces de neón; la nevada campiña inglesa e incluso los interiores -el cálido y descuidado hogar de los Radclife o el tenebroso castillo en el que los perritos se encuentran secuestrados- constituyen un universo reconocible y acogedor. Otro gran acierto: convertir a Pongo en el narrador ocasional de la historia en voz en off. De vez en cuando introduce agudos comentarios, desde el punto de vista perruno, sobre el complejo mundo de los humanos. Los personajes secundarios –
El estreno fue muy exitoso. No solo regeneró las debilitadas finanzas de la productora (recaudó más de 200 millones de dólares en las salas de cine, una cantidad muy notable para la época), sino que dio origen a toda una saga. La película de imagen real de 1996, con Glenn Close como Cruella, no está a la altura de la original. Tampoco la segunda parte de animación, estrenada en 2003 (101 dálmatas 2), aunque es razonablemente simpática. Este año se espera el estreno de Cruella, un spin-off en el que Emma Stone interpretará a la coleccionista de abrigos.
Los fanáticos de la película, que no son pocos, pueden hacer un tour por sus localizaciones en Londres. Algunos van más allá, como una pareja de prometidos que recreó hace poco en las redes sociales el encuentro entre Roger y Anita sumergiéndose con sus perros en el estanque de Regent’s Park. En una reciente encuesta realizada para determinar cuál es la película de Disney más popular en cada país, 100 dálmatas ganó en uno: Canadá.
¿Fomento de la paternidad irresponsable?

Escena de 101 Dálmatas
Decíamos al principio que esta película no está en la lista negra de la plataforma de Disney. Pero sería bueno añadir un “por ahora”. Porque, mirándola bien -o, mejor dicho, mirándola mal-, se nos ocurren unos cuantos motivos que podrían escandalizar a los woke. Exaltación flagrante de las familias numerosas y de la paternidad irresponsable (la frase es de Salvador Otamendi), la película luce unos “estereotipos de género”, con perdón, muy marcados, tanto en la pareja perruna como en la humana. La villana es (¡escándalo!) una mujer liberada e independiente. En el otro lado de la balanza, solo está un cierto tono de animalismo, y de rechazo de los abrigos de pieles, que parece un alegato insuficiente para lograr su absolución a medio plazo.
¿Por qué debemos esforzarnos por salvar al centenar de cachorros, y esta vez no de Cruella, sino de los censores contemporáneos? Porque no es sencillamente una gran película de animación, sino una gran película a secas. Porque todos hemos querido vivir en el Londres de 101 dálmatas -o en el París de Los Aristogatos-, y que nuestra casa se parezca un poco a la de Roger y Anita, con su cálida ausencia de pretenciosidad. Por su sentido del humor, por su sofisticación y por sus guiños al cine clásico. Por su forma y por su fondo. Por todo eso, y por muchas otras cosas, esta película no debería estar en la próxima lista negra.
Lancemos el mensaje por el Aullido Nocturno, a ver si funciona: ¡salvemos a los dálmatas!