El belga Pierre Ryckmans fue Pierre Ryckmans hasta 1971; a partir de entonces se le conocería, al menos literariamente, como Simon Leys. El seudónimo, con el que firmaría El traje nuevo del presidente Mao, tenía el objetivo de evitarle problemas a la hora de poder entrar en Pekín como agregado cultural de la embajada.
Le sirvió de poco no obstante, ya que Michelle Loi, sinólogo maoísta, se apresuró en escribir una respuesta al libro cuyo único objetivo era desenmascarar al verdadero autor de aquellas páginas; páginas que osaban denunciar, cuando nadie más lo hacía, las criminales ocurrencias de Mao Zedong.
El libro de la discordia informaba sobre el auténtico origen y desarrollo de la Revolución Cultural que tuvo lugar en China desde mediados de los 60. Dicha información, hasta entonces ignorada, no gustó mucho. No gustó a Loi, quien no tardó en ejercer el noble rol del chivato; tampoco en Le Monde, donde acusaron al autor de ser un agente de la CIA. Por aquellas alturas del siglo XX, Sartre ya había lanzado su anatema: todo anticomunista era un perro; con lo que, para la intelligentsia europea, todo lo que no fuera tocarle las palmas a Mao, estaba catalogado como blasfemia.
El pecado de Leys fue el mismo que el de George Orwell: «Veía lo evidente; a diferencia de los políticos sagaces y de los intelectuales de moda, él no tenía miedo de nombrarlo; a diferencia de los politólogos y los sociólogos, él sabía decirlo con lenguaje inteligible». Estas palabras del propio Leys sobre Orwell (incluidas en George Orwell o el horror de la política, publicado por las editoriales Acuarela y A. Machado) son perfectamente aplicables al primero. Mientras los palafreneros europeos del maoísmo escribían en jerga parasintética e incomprensible la justificación de un régimen que no conocían, Leys desmontaba el tinglado con dos herramientas: una prosa legible –siempre de agradecer– y un conocimiento directo tanto de la China actual como de la pretérita.
El emperador iba desnudo
Como ya apunta el título del libro, el librarse de la ceguera generalizada entronca con el cuento El traje nuevo del Emperador, de los hermanos Andersen, donde sólo un niño se atreve a proclamar lo obvio: el emperador iba desnudo. Del mismo modo, El traje nuevo del presidente Mao evidencia que la Revolución Cultural era un revestimiento de otra cosa, un traje –el último tras el movimiento de las Cien Flores y el Gran Salto Adelante– para mantener a Mao en el poder efectivo a toda costa. Al fin y al cabo, como leemos en el prefacio de 1989, «si un Gobierno comunista no pudiera masacrar a sus ciudadanos de vez en cuando, ¿cómo quieren ustedes que los gobierne?».
Puede que hoy sean innegables las atrocidades de la Revolución Cultural, pero en su día, y eso le granjeó el descrédito a Leys, no lo eran, o si queremos pensar mal, a la élite intelectual izquierdista no le convenía que lo fueran. Es un caso parecido al del sovietólogo Robert Conquest, quien fue ninguneado por avisar demasiado pronto del peligro potencial de lo que burbujeaba en Rusia. Pasados los años, tras la caída de la URSS, se planteó agrupar sus artículos de entonces en un solo volumen. Su editor le propuso que lo titulara ‘Ya os lo dije, jodidos cretinos’.
Con todo, Simon Leys no fue un escritor reivindicativo de vocación y en diversas entrevistas se ha declarado como «apolítico». Sin embargo, la política le encontró a él en forma de periodista chino que, a la puerta de su casa en Hong Kong, agonizaba «horriblemente mutilado por asesinos comunistas». Tomó entonces conciencia de que no podía mantenerse al margen y que, aprovechando su contacto con los desterrados y su conocimiento del idioma, debía mostrar la verdadera naturaleza del régimen maoísta y sacar a los intelectuales de su error; error basado, hemos de suponer, en la ignorancia, por ser ésta, en fin, más común que la perfidia.
Interés político por accidente
Ni que decir tiene que le cayeron críticas feroces; críticas, esperemos una vez más, justificadas por el desconocimiento. En ese sentido, Muñoz Molina, que fue un maoísta sentimental en su juventud, explicaba la poca repercusión que hubiera tenido El traje nuevo del presidente Mao de haberse publicado en España en los 70: «Si hubiéramos sabido de su existencia, nos habríamos negado a leerlo, aunque no de condenar su perfidia y de descalificar a su autor como un reaccionario, quizás un agente del imperialismo». China estaba muy lejos y a los progresistas les bastaba con saber que Mao era de los suyos.
Pero este interés político fue, como hemos dicho, un accidente, una obligación sobrevenida. Lo verdaderamente constitutivo de Leys y lo que explica que estuviera por entonces en Hong Kong, era su interés, que luego se convirtió casi en amor conyugal, por la cultura china. Sufrió un flechazo en una visita como miembro de una delegación estudiantil. Luego, «la poesía de la época de los Tang o la pintura del periodo Song» no hicieron sino ahondar aquel deslumbramiento. Y esto explica una de las virtudes más destacables del resto de su obra: iluminarnos las riquezas de una cultura para la que tantas veces somos miopes.
Simon Leys, escribió Jean Bernard-Maugiron, conciliaba su catolicismo «con la mística del taoísmo y el humanismo del confucianismo», no en vano fue traductor y comentador de las Analectas. Esta heterogeneidad, que no es superficial ni caprichosa, lo convierte en un amenísimo y robusto puente entre ambas culturas, en un guía inmejorable para atisbar algo de una tradición que, vista desde nuestro lado, puede parecer a veces vacua, imprecisa o inapetente.
Lector que escribe
En su Breviario de saberes inútiles escribe, por ejemplo, esclarecedoras páginas sobre el delicado arte de la caligrafía, del que afirma que su valor supremo viene dado por una naturalidad inalcanzable hasta haber olvidado «todas las reglas». También allí pondera la posición que la cultura china tiene del tiempo y su aceptación de lo efímero, lo cual ha producido los versos más resonantes y escuetos que se hayan escrito sobre –aunque quizás la preposición sea «con»– la naturaleza. Analiza la riqueza de sus silencios, la sugerencia de sus vacíos, la perfección humilde de sus líneas esbozadas, la sabiduría de su decir no diciendo… En suma, leyendo a Leys, tal vez no se pueda decir que la cultura tradicional china esté más cerca de la verdad, pero sí que, como poco, está más cerca del mundo. Para ellos el hiato entre el hombre y el resto de lo creado parece menor.
Lo anterior no implica que Leys sea uno de esos siempre dispuestos a ensalzar cualquier tradición cultural con la única condición de que no sea la nuestra. Si sus páginas sobre China son brillantes, las que consagra a comentar la literatura occidental no palidecen con la comparación. Muy probablemente, lo más interesante de Simon Leys es su condición de lector que escribe, y que escribe maravillosamente. No diremos crítico, pues espinoso es el término y el propio Leys tiene palabras cautas respecto a su papel como tal. Sin llegar al extremo de Balzac, quien afirmaba que la única crítica recomendable era escribir alabanzas de obras propias bajo seudónimo, en varios momentos mostró su incapacidad, o más bien su resistencia, a delinear la función y los pormenores del oficio. Tenía, por así decirlo, una sana alergia a las metodologías.
En su conferencia Crítica literaria: por qué y cómo (recogida en el florilegio que en España ha publicado Confluencias con el título Ideas ajenas) reconoce su desconocimiento de las bases teóricas de las corrientes estructuralistas, posmodernas o desconstruccionistas (en otro lugar dirá que «un investigador universitario es un individuo que sabe cada vez más de un asunto siempre menor, de suerte que termina por saber todo de nada»). Él, confiesa a reglón seguido, es más de la escuela de Chéjov, quien sólo sabía distinguir entre las obras que le gustaban y las que no. Esta declaración, que tiene más de finta que de modestia, reivindica el derecho a enfrentarse a los libros sin esquemas apriorísticos que los empobrezcan. Como se hace en tantos lugares de culto, a una obra lo mejor es entrar descalzado.
Un maestro de la literatura sobre literatura
Su modo de acercamiento dependerá en cada caso. Lector de epistolarios y biografías, no duda en recurrir a la trayectoria vital del autor, unas veces para refrescar sus artículos con anécdotas significativas, otras para iluminar tal o cual detalle, otras, y no las menos, para salvar la obra de las manos inspiradas pero inconscientes de su autor; ya dijo Valéry que «toda persona es inferior a lo que ha hecho de más hermoso». Leys es un maestro de la literatura sobre literatura; pero literatura al fin y al cabo, porque construye sus pequeños ensayos con una erudición tan llevadera, con una sensibilidad tan aguda, con una prosa tan precisa, bella y fluida, que, aunque no existiera la obra o el autor sobre el que escribe, sus líneas no perderían ni un átomo de pertinencia.
Y si esto es así, será porque el belga atesora las virtudes cardinales del ensayista: curiosidad, conocimiento, perspectiva y amenidad. Casi da igual de lo que nos hable, lo importante, lo gozoso, es que lo haga. Así, a diferencia de otros autores, su mejor obra, la que podemos recomendar sin temor, son sus misceláneas. Lo que en otros casos suele ser un cajón de sastre para engrosar bibliografía, es aquí la mejor muestra de su talento, de su obra humilde, parasitaria, maestra. Pocos han disfrutado la cultura como Leys; menos aún son los que han sabido trasmitir tan admirablemente todo ese cúmulo de inutilidad que no sirve para nada, salvo para justificar la existencia y hacer de este mundo un lugar más trascendente y, al mismo tiempo, más habitable.
Nota: Si estas torpes alabanzas le animaran a leerlo, le recomendaría comenzar por sus misceláneas, lógicamente. Deje por ahora sus novelas. Busque en el catálogo de la editorial Acantilado el título ‘La felicidad de los pececillos’. Si tras las 144 páginas de ese volumen no se lanza a por las casi 600 de su ‘Breviario’, hágaselo mirar.