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Como a Roald Dahl, también quieren poner las higiénicas manos de lo políticamente correcto sobre nuestro P. G. Wodehouse. Son los signos de los tiempos y lo peor son los modos. La editorial se ha excusado hablando de «inaceptable prosa», cuando la prosa de Wodehouse es de lo mejor que tiene, precisamente. Sir Iain Moncreiffe nos recordó la reacción de su profesor T. H. White, autor de La espada en la piedra: «Una mañana, Tim White entró en nuestra hermosa aula georgiana y anunció: ‘Ayer murió G. K.  Chesterton. ¡Hoy el gran maestro vivo de la lengua inglesa es P.G. Wodehouse!’».

El columnista Simon Evans ha acusado este último golpe de la postmodernidad justo ahí, en la prosa, donde más duele: «No estoy diciendo que nunca podría confiar en alguien que no ame a Wodehouse, aunque espero no quedar atrapado con él en un ascensor. ¿Pero alguien que se cree que podría mejorarle la prosa…? Ése tendría suerte de salir vivo de ese ascensor». No se le puede poner un pero a estas contenidas consideraciones.

LA PROSA DE WODEHOUSE

P.G. posee una prosa literaria de enorme plasticidad, tan eficaz que, de pura gracia, puede pasar desapercibida. Tiene un don para los aforismos redondos. Véanse: «La tendencia humana a meter el dedo en la llaga es universal». «Como tantos actos imprudentes, había parecido una buena idea en su momento». «‘Hablemos de algún tema trascendente’. Esa brillante invitación tuvo el efecto que suele: exterminó la conversación completamente». «Una buena regla para la vida es no pedir perdón jamás. La gente que merece la pena no quiere que le pidan perdón y la gente que no la merece se aprovecha cuanto puede del perdón que le pides».

No voy a jugar a hacer tantos por ciento aproximativos, pero, además de las hilarantes situaciones, que son divertidísimas, claro, buena parte del humor de Wodehouse depende de esa prosa modernísima que juega con los ecos literarios, con las hipérboles, con las comparaciones casi inconcebibles y perfectas, y con el wit inglés y el nonsense inglés. Y ese espectáculo lo motejan de «prosa inaceptable». ¿Se entiende o no se entiende lo del ascensor de Evans?

No contentos con esto de la prosa, han puesto avisos al lector de que se encontrará con expresiones y planteamientos anticuados, como antes ponían dos rombos en las películas inmorales. Precisamente contra esto reacciona de nuevo Simon Evans. Explica que cuando se trincan las obras de Charles Dickens o las de Agatha Christie (o las de Evelyn Waugh o todo el tinglado woke de Netflix) y se llenan de contenido sexual explícito e ideológico subliminal que los autores no hubiesen tolerado, entonces nadie protesta. Es un significativo contraste.

¡Pero, además, qué se creen que es la literatura! Una de sus principales funciones es que nos sirva para escapar de la degradante esclavitud de ser hijos de esta época. Si las obras de P. G. Wodehouse nos permiten asomarnos a otro mundo con sus luces y sus sombras, pues mejor para los lectores y su juicio crítico. ¿O es precisamente eso lo que quieren mutilar: el juicio crítico, la sana perspectiva, las jugosas comparaciones?

WODEHOUSE: UNA INFLUENCIA VITAL

¿Qué leerle entonces como sana reacción? Hay quien prefiere los archifamosos relatos (tienen serie televisiva) del mayordomo Jeeves. O las historias ambientadas en el imponente castillo Blandings (también con serie). Mis preferidos son, por razones biográficas, la novela Guapo, rico y distinguido y los cuentos de Dieciocho hoyos; pero con ningún título te equivocas. De hecho, en vista de cómo se están poniendo las cosas, convendría hacerse una buena provisión de títulos suyos y guardarlos a buen recaudo de la neocensura wokepuritana.

En cualquiera de ellos podremos regresar al mundo de P. G. Wodehouse, que tiene, además, algunas peculiaridades que lo hacen a la par tan detestable para lo woke como deseable para lector de espíritu limpio e inteligencia despierta. En su obra brilla la bondad intrínseca de los personajes. Ratcliffe, editor de su correspondencia, considera que era esa raíz moral la que daba como fruto su humor. El escritor la compartía: «La mención de las penalidades era, para él, lo peor en mala educación. En tiempos de crisis, la alegría era una virtud vital, incluso patriótica». El poeta Auden observó que las historias de P. G. Wodehouse parecen suceder en un mundo ajeno al pecado original. Yo no diría tanto, pero sí que leerle tiene un efecto redentor. El testimonio del actor Hugh Laurie estremece, pero muchos lectores de P. G. Wodehouse confiesan una influencia vital igual de importante y de inesperada (aunque seguramente no tan extrema como la de Laurie).

Así las cosas, no extraña que los mejores escritores y críticos lo hayan tenido siempre en la más alta estima. Lo han puesto por las nubes, entre otros, Stephen Spender, Orson Welles, Hilaire Belloc, el nobel T. S. Eliot y Ewelyn Waugh, que lo conocía con el epíteto homérico de «el maestro».  El gran filósofo Rémi Brague ha dicho de Wodehouse que es «uno de los pensadores más profundos del siglo XX». ¿Lo dice en broma? Por supuesto, pero completamente en serio.