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Se ha cumplido un año de los debates entre dos pesos pesados del conservadurismo en Estados Unidos: Sohrab Ahmari y David French. Mientras que el segundo, abogado, tiene 51 años, es blanco, protestante, se ha curtido en decenas de pleitos defendiendo la libertad religiosa, es veterano de guerra, famoso propagandista en la nada sospechosa National Review y de biografía intachable, el primero es joven, nacido en 1985; inmigrante, iraní, para más señas; de familia progre, ex corresponsal del Wall Street Journal en Londres, ex ferviente marxista y otrora pregonero del más despreocupado y decadente liberalismo. Ah, y por supuesto, ex ateo practicante. Es católico desde 2016. Como les será previsible, los combates, que versaban sobre la respuesta conservadora a la izquierda post-liberal, los ganó Ahmari, o como poco, brilló en cada asalto.

Frente al buenismo un tanto ingenuo de los liberales, Ahmari está convencido de que todos los cristianos no tenemos por qué ser mártires, sino sólo aquéllos que estén llamados a tan nobilísima vocación. Dicho de otro modo: cada vez es más difícil para los bautizados ejercer como tales. De acuerdo, quizá parezca exagerado. Ya no hay leones hambrientos en los coliseos que nos devoren mientras suplicamos misericordia al Padre por quienes nos persiguen. Pero sí que hay persecución. Nos explicamos.

Las instituciones sí han tomado partido por unos valores

Para Ahmari, los liberales creen en una cierta neutralidad estatal, según la cual cada uno puede vivir como mejor le parezca sin que nadie le recrimine seriamente por ello. Sin embargo, nuestro autor persa sostiene que esa feliz neutralidad o ha desaparecido o nunca llegó a existir. Sea como fuere, el caso es que las instituciones han tomado partido por unos valores. Y no son precisamente los cristianos ni los conservadores. De ahí que unos y otros sean mártires incruentos. Ahmari comenzó a centrar sus críticas en el liberalismo, del que considera a French su mejor representante en su versión conservadora, cuando, en la primavera del 2019, le llegó el anuncio de una actividad de  cuentacuentos infantil… a cargo de una drag queen en una biblioteca pública de Sacramento.

Imagen de un debate entre Sohrab Ahmari (dcha) y David French (izda)

Aquel anuncio despertó su ira, dice literalmente. Por entonces, Ahmari ya era padre y, a la par que se indignaba imaginando a su primogénito como pupilo del travesti, engordaba dicha rabia pensando en cómo reaccionaría un liberal-conservador, un David French, ante tal noticia: con suavidad, buenas formas, exquisita politesse y llamadas al entendimiento, al consenso, a buscar el punto medio donde todos (drag queen, padre y librero) quedaran contentos. Y así la ira de Ahmari creció. Y se lanzó a escribir contra tal postura buenista. Porque está convencido de que, en cuestiones de valores, de creencias, ya no hay opciones intermedias. Que se ha terminado la neutralidad estatal. Que los conservadores no se harán respetar si no enfrentan los ataques de la izquierda con firmeza e iniciativa. Que dejarán de ser libres para vivir como creen que deben si no toman las armas en la guerra cultural, vaya. Una cosa llevó a la otra, y tanto él como French terminaron viéndose las caras en dos debates que, por ahora, permanecen accesibles en los anales de YouTube.

Para nuestro amigo persa, el liberalismo y el marxismo cultural se llevan tan bien que se funden en un abrazo del que nace precisamente una suerte de dictadura. En nombre de la autonomía, de no imponer convicciones, del loable respeto a todas las opciones de vida, se ha llegado a una situación cuanto menos curiosa: si no estás de acuerdo con las minorías, si no se te hacen simpáticas, si no apoyas su causa, no eres digno de respeto en esta sociedad “abierta y tolerante”. Una suerte de lucha de clases reinventada.

Ahmari, ¿un catastrofista?

Su oponente, French, le acusa de catastrofista. Ese martirio que acusa no es para tanto. Piensa que las ideas de Ahmari son peligrosas porque la solución que propone, que el Estado proteja las instituciones naturales históricas, banderas conservadoras como son la familia, la vida o el trabajo digno, es un arma de doble filo: siguiendo esa lógica, un presidente del Gobierno que crea en otras banderas podría imponerlas en su país. Si un Consejo de Ministros castiga, digamos, el aborto, el que llegue dentro de cuatro años al poder lo podrá premiar. Si prohibimos que travestis hagan de cuentacuentos en las bibliotecas, un ateo puede pedir lo propio con los cuentacuentos católicos. Si imponen clases de ideología de género en las escuelas y usted no está de acuerdo, denúncielo y los tribunales, al menos, ampararán su objeción de conciencia. Pero ante todo, no impongamos.

Sohrab Ahmari durante una entrevista

El iraní responde, polemista, que en estos casos, sólo pueden desenvainar la espada de la Justicia quienes tienen tres cosas: tiempo, dinero y ganas. Un triplete que de la clase media hacia abajo escasea. Es decir, que French y seguidores relegan la batalla cultural a quienes pueden permitírselo, a los que poseen recursos, a las élites. Algo que a Ahmari le repugna. Y que resuelve reclamando un futuro político post liberal, en el que los Estados recuperen las motivaciones que tradicionalmente han sustentado la civilización occidental. Este pensamiento se explica, en parte, con las lecturas de Ahmari: no en vano debe su conversión al catolicismo a los escritos de, entre otros, san Agustín y Benedicto XVI, ambos amigos íntimos de la verdad y enemigos acérrimos del relativismo. Pero eso es otra historia.

Merece la pena seguir la pista a este joven y cada vez más influyente autor. Le encontrarán en el New York Post, del que es editor, defendiendo a capa y espada la candidatura de Trump. Encontrarán su nombre en las listas de Reocons (reactionary conservatives), la última etiqueta para el ala dura del conservadurismo gringo. Pueden leer la historia de su conversión, Fuego y agua, y dentro de pocas semanas, su último libro, que se titula The unbroken thread: Discovering the wisdom of tradition in an age of chaos (El hilo ininterrumpido: descubriendo la sabiduría de la tradición en una época de caos). Toda una declaración de intenciones. O de guerra cultural.