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El año que los nazis invadieron Hungría George Soros lo recuerda como el más feliz de todos. Y eso que al ser judío su vida corría peligro, sin importar que fuera solo un niño. Si no lo enviaron a un campo de exterminio fue porque su padre le proveyó de documentación falsa y le dejó al cuidado de un funcionario que colaboraba con los nazis. ¿Dónde está la felicidad? Quizás en lo temprano de una convicción que le ha acompañado desde entonces: la de que el dinero mueve el mundo.

Para hacerlo rodar -el dinero- primero había que amasarlo. Y antes de eso, estudiar la manera de hacerlo. Por eso su paso, con notable aprovechamiento, por la London School of Economics. No tardaría en instalarse en Nueva York, en concreto, en Wall Street. Desde allí, haría su primer millón, especulando. Y también el segundo. Y el tercero. Y así varios centenares, en progresión creciente todavía hoy.

Cabe recordar que su objetivo vital no era solo hacerse inmensamente rico, que también, sino cambiar el mundo. Más aún: ser su conciencia vigilante. En el empeño Soros ha llegado a compararse con el Dios del Antiguo Testamento. Menos mal que se reconoce ateo, que si no…

El mundo según Soros ha de ser uno en el que ninguna sociedad sea superior a otra. Suena bien, ¿verdad? Hasta que documentalmente se prueba que su auténtico objetivo a batir es una de las más pacientes y laboriosas obras políticas de Occidente: el estado-nación. Es oír el concepto y llevarse Soros la mano a la chequera, para destruirlo.

Con lo que a lo mejor no contaba el hombre era con las sólidas resistencias a sus planes que van a terminar por convencerle a sus 90 años de que ni el dinero mueve el mundo ni él -Soros- es el Dios de Abraham y de Isaac y de Jacob.