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Tiempos más civilizados es una colección de artículos que sin número prefijado irá recogiendo algunas de esas cosas que hemos dejado atrás. Que si lo de abrir la puerta al prójimo, que si levantarse cuando alguien nuevo llega a la mesa, que si el diseño y la elegancia de los objetos, que si los modales que hacen al hombre, que si los escritores, los copazos y el tabaco en televisión. Todas esas cosas por las que ahora te llamarían cualquier cosa menos guapo, que te harían quedar de rancio, como mínimo. Pues bien, esta serie de artículos ha de oler un poco a droguería, tienda de ultramarinos, casa de verano con los abuelos y libros de segunda o tercera mano, preconstitucionales, como dicen algunos. Para quienes no busquen después el calificativo, para esos están dedicados.

Hace algunos meses recibí por uno de esos grupos familiares de WhatsApp —todos tenemos— una fotografía de mi pueblo hacia los años sesenta. En ella se veía todo muy diferente a cómo está ahora, todo ha cambiado mucho, y la verdad es que las cosas están bastante más feas, así de claro. Lo que más llamó mi atención es que esa pequeña villa donde nací, ese poco más que un pueblo donde crecí y que dejé hace ya algunos años por la ciudad, en esa foto y por esos años sesenta, cuando mis abuelos eran jóvenes, parecía el decorado de una película. Y no me refiero a una españolada —que también—, sino a una de esas películas de tresillo, repleta de buen gusto, de  modales, de alguna intriga internacional, de copas, de taxis y de elegancia. Aquella foto de un cruce de calles de mi pueblo podría ser, perfectamente, el fotograma de una película de Alfred Hitchcock, de Blake Edwards o de Stanley Donen. Quiero decir que C.G. —ya saben a quién me refiero— no habría desencajado, para nada, en ese decorado. Bueno, quizá lo de Cary Grant sea exageración, pero seguro que algún otro habría encajado bien entre aquellos letreros de bancos, relojerías y casas de ropa. Podría haberse rodado una buena película.

La fragilidad de los objetos

Y esa fotografía me hizo ponerme a pensar, porque uno a veces piensa por encima de sus posibilidades y de su tiempo, en todo lo que se ha quedado atrás. En todas esas cosas que hemos ido perdiendo y que, ahora, a mí, ante esa fotografía me llamaban tanto la atención. Y precisamente con esa pensamiento me puse a leer a Mauricio Wiesenthal, que de pasados mejores sabe bastante más que el común de los mortales. Fue así como llegué a la idea que Mauricio —le he leído mucho y casi es familia ya— plantea en su El derecho a disentir, editado impecablemente por Acantilado. En algunos párrafos de su primera “disensión”, Sirenas al amanecer, habla sobre los oficios manuales, esos oficios que, pienso, están estrictamente relacionados con el cuidado y el amor a las cosas. Wiesenthal dice que la frase «No toques eso, que se rompe» es una frase que marcó su infancia: «mi madre y las personas que se ocupaban de educarme la repetían a menudo. No había repuesto para casi nada, y todo había que conservarlo o repararlo con cuidado. Reparar era una palabra sagrada, y las mujeres y hombres que se dedicaban a esos pequeños oficios y trabajos fueron nuestros héroes, porque parecían hacer milagros. En aquel tiempo los niños no soñábamos con ser presidentes ni directores de nada, sino que queríamos ser como esos operarios y artesanos, capaces de enlucir o enfoscar una pared, cambiar la cuerda rota de una guitarra, atar el sedal a un anzuelo, manejar el timón de un barco, pintar un zócalo sin perder la línea o ponerle un parche al neumático de una bicicleta». Reparar, cuidar, mimar, arreglar. Esa es un poco la idea, no sé si me voy explicando.

La costumbre del mimo

A principios del pasado invierno se sorprendía un buen amigo de mi costumbre —hay que ser animales de costumbres— de limpiar y encerar los Barbour religiosamente cada puente de la Inmaculada. Ese fin de semana, que también suele ponerse el árbol de Navidad, saco mis Barbour, pongo la cera al baño María, algunos viejos periódicos para que la cosa no se ensucie demasiado, una playlist con villancicos de Bing Crosby y dedico el día a cuidar mis demasiado sufridas chaquetas. Y yo siempre pienso que cuidando mis cosas, dándoles importancia, haciendo que me duren todos los años posibles, me estoy mimando a mí. Y luego, cuando me cruzo por las calles de Oviedo a otros con sus Barbour recién salidos de tienda yo voy con los míos que tienen más años que un bosque, alguno incluso heredado —tendremos que hablar de lo de heredar prendas—, más contento que unas castañuelas. Le decía Camilo José Cela en el programa A fondo a Joaquín Soler Serrano que «hay que tener amor a las cosas». Lo decía mientras enseñaba un viejo cuaderno de notas en el que escribió su «Viaje a la Alcarria». El gallego había encuadernado este bloc junto con el que era el manuscrito original y en el que había ido guardando flores que se encontraba en el camino entre sus páginas, que ahora ya estaban, cincuenta años después, pueden imaginarse, más que secas. Miguel Milá escribiría muchos años después eso de que «la moda pasa de moda» y que hay que tener «sentido del humor y sentido del amor». Y yo creo que, precisamente, la vida hay que vivirla prestando mucha atención a esas dos ideas y a esos dos sentidos.

No sé, y creo que no puede saberse, qué es lo que hacía que durante aquellos años existiese cuanto menos una intención, una generosidad, un cuidado que ahora es, como poco, extraordinario, en su primera acepción del DRAE. Supongo —aunque yo de estas cosas no sé casi nada— que tiene algo de relación con la educación, con la buena educación, quiero decir, con los modales. Ahora, en la época del compra-tira, te llamarían clasista o derivados. En fin, que cuando pienso en esos buenos hábitos me vuelve a la cabeza una frase de película. La dijo sir Alec Guinness, haciendo de Obi Wan Kenobi en La Guerra de las Galaxiasque era La Guerra de las Galaxias y no el Star Wars de Disney- cuando le entregaba a un jovencísimo Luke Skywalker su primer sable de luz: «An elegant weapon for a more civilized age». Frase que en España tuvo como traducción y doblaje algo así como: «Un arma noble para tiempos más civilizados». Pues eso mismo, parece que con los años se nos ha quedado como olvidado, como algo del ayer, como la vieja religión jedi, cosa del pasado, eso de cuidar las cosas. Supongo que aquellos serían los tiempos más civilizados. Por eso en esta serie de artículos hablaremos de esas cosas, aunque sólo sea por nostalgia o sentimentalismo. Qué pena me da.