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Me he enterado hace unos días de que en Oviedo han abierto una pulpería —creo— en el que fue el local del histórico Café Dólar de la ciudad. Quizá ustedes no hayan estado nunca en Oviedo, pero yo les explico que el Dólar es algo así como el Gijón en Madrid, o el Novelty en Salamanca. Vamos, que ese extinto café de Oviedo, en la plaza de Porlier, es la historia de todos los lugares del mundo que merecieron la pena y que han dejado de existir. La historia de todos esos Cafés —con mayúscula— que ya no existen, o mal existen, y que son seña, recuerdo o símbolo de eso que en esta gaceta gustamos llamar Tiempos más civilizados.

Ahora que me entero de eso —y aunque el pulpo me gusta mucho y pienso que es muestra de civilización— no puedo evitar la inmensa tristeza. Recuerdo ese pasaje que escribe Pedro G. Cuartango para su Elogio de la quietud, editado por Círculo de Tiza, que reza algo así como que «España está dejando de ser un país de cafés para convertirse en un país de bares». Don Pedro sentencia que esta patología tiene su origen en que «el bar encaja en la cultura de la prisa en la que estamos instalados: es el paraíso de lo instantáneo. En cambio, a los cafés sólo se va cuando nos sobra el tiempo. Por eso están tan frecuentados por estudiantes y viejos». Estudiantes, viejos y nostálgicos. Ya no ponen ni futbolines para perder el tiempo.

El Madrid de cafés

Es una verdadera lástima que en un país donde, por hache o por be, desde los tiempos de Larra, creador de una tertulia llamada El Parnasillo, no se podría escribir una historia sin glosar las conspiraciones que se han fraguado en estos lugares de intriga y encuentro, ahora estemos tan escasos de ellos. Sólo en Madrid, que es donde había que triunfar, uno se pudo encontrar con el Lyón, en Alcalá 59, donde tuvo tertulia don Melchor Fernández Almagro y luego don José María de Cossío; con el Pombo, en la calle de Carretas 4, donde Ramón Gómez de la Serna inauguró una tertulia denominada La sagrada cripta del Pombo, que reunió entonces la vanguardia. Exiliado Ramón, finita la tertulia, finito el Pombo. Con el Comercial, que como decía Umbral era «más literario que comercial a pesar del nombre» nos podemos seguir topando. La editorial Muddy Waters Books ha publicado hace unos meses un libro historia a propósito de lo que fue este Café. El Comercial sale mucho en novelas de Ignacio Aldecoa y de Cela, para ubicarnos un poco y, para ubicarnos un poco más, está en la Glorieta de Bilbao.

El rey de los Cafés fue el Gijón, ahora no lo sé. Y fue el rey porque es por donde ha pasado toda la historia de la literatura, de la política y de la sociedad española contemporánea. Si alguien quiere conocer el Gijón, porque aún no lo conoce, que lea a Paco en su La noche que llegué al café Gijón o, mejor, a Ruano en su Diario Íntimo —uno de mis pleonasmos favoritos—, en lugar de ir a visitarlo. Ahora queda como museo y recuerdo de lo que fue, y como casa de platos combinados. Pero en lo que hay escrito sobre él, en lo de Ruano, por ejemplo, se ve ese día a día del Café, de nuevo con mayúscula. «Bajé al Gijón a las diez y media. Escribí un rato. A la noche tertulia muy animada hasta las dos y cuarto. Se habló nada menos que del amor y del concepto amoroso de los pueblos». «Bajo al Gijón y antes me afeito unas barbas que tienen ya diez días». «Voy al Gijón, donde en todas las mesas se habla ya del premio que ha de fallarse esta noche», y todo así. Por cierto, el premio del que habla don César es el Premio Café Gijón, que sigue existiendo, pero vivió tiempos mejores. Ruano frecuentaba el Teide, en Recoletos 27, que era como una sucursal del Gijón, que está en el 21. Aunque el Teide ya no existe, Mapfre adquirió el edificio en el que estaba y creó el Premio González Ruano de periodismo, por el que han desfilado, entre 1975 y 2014, un elenco de renombres ganadores. Otra cosa buena, por cierto, que ya no existe. Al menos nos queda el Mariano de Cavia.

Una taza de esperanza

No quisiera, la verdad, que ustedes se piensen que he traspasado esa línea de conceptuar estos artículos a modo de píldoras de nostalgia controladas y que ahora son reflejo de una añoranza agorera desmedida y fuera de todo orden. No. Yo creo firmemente que hay luz al final del túnel, que no todo desaparece, y lo veo día a día. Existen, cada vez más fuertes, grupos de resistencia y trinchera protectores de las cosas bonitas, creadas con ideas, pensamiento y valores, de las cosas que, en el fondo, son las que valen la pena. Es por eso que pretendo, in fine, respondernos a Cuartango y a mí mismo, que éramos un poco derrotistas en aquellos pensamientos, él con sus bares y yo con mis pulperías:

Lo que pasa, querido Pedro, querido Iñako, es que ahora esas grandes tertulias se encuentran refugiadas en las quedadas desvirtualizadoras —desvirtualicémonos, dicen entre personas que uno encuentra, frecuentemente, organizadas en grupúsculos tuiteros que tanto tienen que decir. Las ideas inspiradoras se desprenden de los artículos de una retahíla de editorialistas y columnistas con mucho que aportar, a quienes lees imaginándote en conversación con ellos, porque son como familia o amigos. Y los pequeños-grandes premios ya no los promueven los Cafés o las aseguradoras, sino pequeñas-grandes editoriales coordinadas con diarios independientes sin favores pendientes. Quizá dentro de algún tiempo sea eso lo que echemos de menos, quizá dentro de algún tiempo sean esos los tiempos más civilizados. Tan caprichosa es la nostalgia. Quién sabe.