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Hace algunas semanas se suscitó una especie de debate en las líneas tuiteras, o al menos yo quise percibir cierta controversia, a propósito de un comentario en el que quien escribe manifestaba que las prendas heredadas, de segunda e incluso tercera mano, aunque presenten heridas de uso, son mucho más entrañables que las que se han comprado nuevas.

Dicha controversia surgía motivada por una prenda por la que, como bien sabe el lector de estos Tiempos más civilizados, siento verdadera devoción: el Barbour. Una devoción que se hace aún mayor cuando la prenda en cuestión tiene más apariencia de colador que de abrigo y que, además, presumo compartida por muchos de ustedes.

VESTIRSE ATEMPORAL

El Príncipe Carlos luciendo un Barbour | Tim Graham, 1978

No sé cuál es el motivo por el que ocurre, pero, de un tiempo a esta parte, si uno se pasea atento por la calle se encontrará con Barbours por doquier. Supongo que esta omnipresencia tiene mucho que ver con la moda que nos ha traído The Crown, en auge tras el fallecimiento de la Reina Isabel II hace unos meses y el ascenso al trono del eterno Príncipe de Gales, ahora rey Carlos III, cuyas aprobaciones visten las etiquetas de la marca británica.

«By appointment to H.R.M. the Duke of Edimburgh, Her Majesty the Queen y H.R.M. the Prince of Wales», rezan los regios beneplácitos en las etiquetas de la marca y que, ahora, han tenido que cambiar. Un rey que confirmó ser muy de los nuestros cuando en aquella conversación con el director de British Vogue, Edward Enninful, se reafirmó en aquello del «compra una vez y compra bien», lema al que otro de los muy nuestros, Cary Grant, era también asiduo. Sólo hay que recordar esa ley no escrita, y tan elegante, que dice que uno tiene que vestirse de manera que cuando vea una foto suya no sea capaz de atribuirle una fecha.

En cualquier caso, yo pensaba en la cantidad de Barbour que se ven ahora por ahí y en lo impolutos, inmaculados y bien engrasados que lucen. Luego me puse a pensar en los míos, más bien trapos viejos y con más calle que una farola, y me di cuenta de que a pesar de ello, o mejor dicho, gracias a ello, llevan un cariño impregnado que ya les gustaría a otros.

Y es eso lo que quería recordarles muy por encima. Recordarles ese cariño que se tiene, primero, hacia las prendas que nos llevan acompañando desde que nuestras madres y abuelas se encargaron de ponérnoslas el primer día de colegio y que, con el tiempo y sin darnos cuenta, han ido conformando nuestra forma de vestir, nuestra educación sentimental y nuestro carácter, si me apuran. Una forma de vestir que tuvieron a bien dejarnos por costumbre nuestras familias que, para algunos, fueron los verdaderos influencers en lo referente al buen vestir y a dar valor y cariño a las prendas. Unas familias que nos enseñaron—¡qué mejor herencia que unos valores! —que la filosofía no era utilizar un jersey o unos zapatos hasta que se rompan, que una vez rotos, siempre podían remendarse o llevarse a un zapatero, que la idea no era poner y tirar, sino poner y cuidar.

HERENCIA INTANGIBLE

Por otra parte, quiero recordarles ese otro cariño del que me di cuenta mirando mi propio armario, el de una prenda heredada. Ese que empapa aquellas las cosas que hemos heredado de personas que nos importan. Un cariño que es la pura esencia de estos Tiempos más civilizados, que nos mueve a tener cierta debilidad por algunas marcas y que nos empuja, de nuevo, a cuidar las cosas, porque las cosas hay que cuidarlas.

Convendrán conmigo, como punto de partida, que lo mejor que se puede dejar en herencia es una costumbre, un hábito, una manía, un recuerdo, una historia que contar, una enseñanza, en fin, un ejemplo, unos valores, como decía. Además de una considerable biblioteca, claro está; pero, sobre todo, un intangible. Y convendrán conmigo, también, que ese intangible transmitido puede venir muchas veces envuelto en una apariencia material. Puede que tenga la forma de una prenda de ropa, de un objeto cotidiano, de un algo. Puede que adopte la forma de un abrigo, de una bufanda, de un viejo jersey, de una estilográfica, de un portaminas, de un reloj. Quizá se aparezca como un libro o como un deshojado cuaderno de recetas caseras.

La forma es lo de menos, la cosa es que ese algo heredado, siempre, transmita el intangible: que cuando uno lo utilice, cuando uno se lo ponga, cuando uno tire de alguna de esas recetas, sienta el calor, el olor, la forma de hacer del propietario original del algo que puede que incluso, por desgracia, ya no esté con nosotros. Siente, en definitiva, presencia en la ausencia. Y es que creo que hay algo que queda empapado en las cosas que fueron inseparables de uno; un cariño, de los más cálidos y tiernos, que incluso hace que cuando nos utilizamos ese algo, tendamos a comportarnos como aquel de quien viene. Porque la cosa deja un poco de ser cosa, lo material se desmaterializa y se vuelve enseñanza y recuerdo. Se convierte, sobre todo, en un ejemplo.

Pienso ahora, mientras termino esto, en lo mucho que me gustaría que llegue ese día en que mi sobrina, o quizá mi hija si Dios quiere, saque del armario uno de mis viejos Barbour, y ese olor, ese tacto le recuerde lo mucho que la quise, los otoños paseando por el Rastro o alguna costumbre que su viejo tío haya tenido la suerte de dejarle en herencia. Herencia que, además, por ahora, no tributa en Sucesiones. Y es que en este mundo donde todo es base imponible para algún impuesto, tenemos que pararnos a pensar más en lo heredado porque, ya lo dijo el refranero español, lo que se hereda no se compra. Y menos mal.