Hay algo de tiempos más civilizados en dotar a nuestras vidas de hábitos y costumbres. Siempre he pensado que al ir dando forma a ese cómo organizamos nuestro tiempo lo que poco a poco vamos conformando es una manera de ser, una personalidad que, inherente a nosotros, en el momento de faltar, permanecerá en el recuerdo que dejamos a los que aquí se queden.
Define el diccionario de la Real Academia Española el término «pasión» como un «apetito o afición vehemente a algo», y yo creo que, precisamente, cuando aquellos hábitos y costumbres son apasionados, es decir, tienen su origen en la satisfacción de un apetito voraz hacia algo, se convierten, en parte de nosotros.
Y un poco de eso hay en la bibliofilia, la libreriadeviejofilia y la rastrofilia (perdón por la invención cursi) que tantos compartimos, pues su ejercicio continuo, público y pacífico, como dirían los juristas, conforma, más allá de una afición, un carácter, una manera de ver las cosas y una forma de vivir, hasta el punto de conceptuar una semana como eso que pasa entre Rastro y Rastro. Por ejemplo.
SITIOS CON TESOROS
Tienen algo cinematográfico o de novela negra. Creo que era en El halcón maltés, de John Huston, donde la investigación que encargan a Humphrey Bogart, encarnando al detective Sam Spade, comenzaba en una vieja librería. En estos lugares nadie hace demasiadas preguntas, ni de dónde vienen las cosas, ni para qué las quiere quien las compra, ni cuánto ha pagado por ellas, ni, si acaso, se ha pagado algo por ellas. Son sitios donde uno puede reunirse con otro cuando no quiere ser visto, camuflándose entre la multitud o en la soledad de un viejo librero sabio, al más puro estilo Mendel el de los Libros, con local en una calleja poco transitada de la ciudad. Son lugares de inesperadas transacciones a viva voz en los que aún se paga en efectivo, qué viejo está quedando eso, aunque ya he comenzado a ver carteles que anuncian la llegada tecnológica con un «se acepta Bizum». Quizá debamos negarnos a ello. El regateo tiene que hacerse con dinero contante y sonante, que si piden diez, que si tengo siete, que si te lo dejo en ocho. No tiene encanto sugerirle al buhonero o vendedor de turno un descuento en el precio porque nos queda poco dinero en la cuenta. Esos lugares, donde comienzan las vidas de los objetos que parecían agotadas, de los finales que son principios, tiene que evitar esos progresos indeseados.
Y, a pesar de mis ánimos a incorporar las visitas a estos lugares como hábitos saludables de vida, no quiero ocultar mi convencimiento de que el disfrute de los mismos no está al alcance cualquiera, por lo menos así de primeras. Me explico. Uno tiene que ir haciéndose a ellos con el tiempo, con las visitas. Son sitios a los que uno no está acostumbrado, generalmente desordenados y caóticos, para los que ha de pasarse un proceso de aclimatación, connaturalización, que dicen, como cuando se escala una montaña o preparamos un papel en el teatro. Y ese camino es largo. Al principio compraremos con cierta indiscriminación y creeremos haber encontrado tesoros por todas partes. Esto pasa y, visita tras visita, nos iremos haciendo selectivos, gourmets de la segunda mano. Comenzaremos alguna colección, haremos una lista e iremos tachando, como muescas en la culata de un rifle, los que vayan cayendo en combate. Investigaremos sobre las cosas, leeremos sobre libros (género de lo más agradecido) e iremos a lo que nos interesa, al grano. Y es que las visitas a estos lugares uno tiene que llevárselas preparadas de casa. Pues, como dice Andrés Trapiello en su El Rastro: Historia, teoría y práctica, «cuanto más llevemos visto al Rastro, más veremos».
COMPLICIDAD Y FIDELIDAD
En mi vida he visto pocos lugares tan agradecidos como estos que van devolviendo, poco a poco y con creces, lo que se les da y dando, del mismo modo, lo que se les pide. A uno puede tratarle de usted y por su nombre el camarero del bar en el que desayuna cada mañana, puede conocer su gusto por el café solo o corto de café y su inclinación por el pincho de pollo sin mayonesa, pero la verdadera complicidad está en que a uno le guarden los nuevos viejos volúmenes de no se qué colección de comics que le han llegado esa semana al tendero de confianza; la complicidad está en que a ti te deje a mejor precio las cosas y que otros potenciales compradores tengan que pagar ese arancel al novel. Estos lugares te dan las gracias por tu fidelidad cuando un día, de esos de lluvia y frío en los que no apetece salir ni a por el pan, te ponen sobre el taburete que hace las veces de expositor ese libro y la demostración de que, efectivamente y por muy manida que esté la frase, los tesoros vienen cuando no se les busca. Aunque la realidad sea que los tesoros los encuentra uno antes de ir, y con suerte, al llegar al Rastro, a la librería, se le aparecen.
Pero el verdadero tesoro es el propio lugar, la costumbre, la pasión, la costumbre apasionada. Y es que la recompensa de tener por hábito la visita, tenaz y disciplinada (especialmente en invierno), de estos sitios, con libros de por medio, es encontrarnos con la felicidad de lo que permanece. Pues, como dijo una vez Ramón Gómez de la Serna, que de esto sabía mucho, «cuando nos duelen desapariciones, bueno es bajar al Rastro, que es lo que no desaparece nunca. Es el gran consuelo».