Hay un libro de Pierre Bayard, editado por Anagrama, que se titula Cómo hablar de los libros que no se han leído, no sé si lo conocen. Pienso en él porque, quizá, este mordisco sexto mío a los Tiempos más civilizados debería titularse algo así, algo como «Cómo hablar de los Óscar que no se han visto», parafraseando en cierto modo al autor francés. Digo esto porque los pequeños extractos que traigo hacen un poco eso: hablan de esas galas de los Óscar que nunca vi —en directo, quiero decir— por una cuestión de edad. No como las de ahora, que no las he visto por cuestión de principios. Entiéndame.
Y con el pequeño recopilatorio de momentos que sigue pretendo animarle, querido lector, a ser un poco como yo —dicho esto con toda humildad posible— y participar de aquellas viejas galas, aunque sea en diferido por nacimiento tardío, pero nunca de estas. Alentarle a disfrutar de los viejos Óscar, de los de antes, de los de aquellos años en que todos eran estrellas. Y desalentarle en la participación de este show business falsamente reivindicativo en el que se han convertido unos premios que podrían haber quedado en algo bien bonito y elegante, adalides de la civilización. Pero a la vista está que no, que la cosa se ha torcido y que, como en caso todas las cosas, aquellos viejos tiempos que eran, no sé si mejores, pero sí más civilizados. De eso va todo esto. Hubo otros tiempos, y en los Óscar también.
En 1953 John Wayne acepta el Óscar a Gary Cooper por la mejor actuación masculino por Solo ante el peligro. Un John Wayne que tiempo después criticó, junto con Howard Hawks, el tipo de sheriff que Cooper representó en la película de Fred Zinnemann. Wayne recoge la estatuilla diciendo «Gary Cooper y yo empezamos en este mundillo juntos. […] Ahora voy a hablar con mi agente para averiguar porque no me consiguieron a mí el papel en Solo ante el peligro en lugar de Cooper»
Creo que los momentos más elegantes de toda la historia de la ceremonia son la estatuilla a Audrey Hepburn, en 1954, ganadora de la mejor actuación por su princesa Anna en las Vacaciones en Roma, de William Wyler, y el de Gregory Peck, en 1963, por su Atticus Finch, en Matar a un ruiseñor, de Robert Mulligan. La ceremonia de Hepburn la presentó Gary Cooper, junto con Donald O’Connor, solo que el primero lo hizo desde el rodaje de «Solo ante el peligro» y quedó sofisticada y westernrizada. En la 35ª gala de los premios, la de Peck, quien lo entrega es Sinatra y Sophia Loren y quien recoge el galardón es el propio Atticus, como no puede ser de otra forma.
Alfred Hitchcock recogió en 1967 el premio en memoria de Irving Thalberg —considerado a todos los efectos un Óscar honorífico— y da el discurso más corto y, a mi modo de ver, más perfecto en todas las galas de los premios hasta día de hoy. Entra con su musiquilla de cabecera, pausado, recoge el pequeño busto de Irving Thalberg, se acerca al micrófono y dice «gracias». Suficiente, perfecto y brillante. Como todo lo suyo, supongo.
El empate en 1969 entre Katherine Hepburn y Barbra Streisand, nominadas a mejor actuación femenina por El león en invierno y Funny Girl, respectivamente. Miss Hepburn no estuvo presente en la ceremonia, pero Barbra, tras recoger la estatuilla y lanzarle un «Hola, precioso» recuerda emocionada en su discurso cómo ella sólo tenía once años cuando se escribió el primer guion de la película que años después le ha permitido esa excepcional actuación que la ha reconocido entre las mejores. ¡Ah! Y se lo entrega Ingrid Bergman, no debemos perderlo de vista.
En 1974 Jack Lemmon se llevó su merecidísimo trozo del pastel como mejor actuación masculina por Salvad al tigre, de John G. Avidsen. Y emociona ver a Lemmon, quien tanto nos ha hecho sonreír, emocionado mientras bromea, «Tenía un discurso preparado para 1959 pero ya se me ha olvidado», recordando cómo no lo ganó aquel año de Con faldas y a lo loco, de Billy Wilder, pero en fin, «nadie es perfecto».
Hace apenas unos días se cumplían cuarenta años del Óscar de Garci. Desde 1983 hasta hoy, el maestro Garci, pata de la que cojeamos muchos, ha seguido demostrándonos que cuarenta años no son nada para hablar de cine. «Toda mi vida, desde que era un crío, he soñado con este momento. Bueno, los sueños se hacen realidad, algunas veces. Y esa es la cuestión».
En 1985, Maurice Jarre se alzó con el Óscar a la mejor banda sonora original para por Pasaje a la India. Un año en el que competía con nombres y partituras como Randy Newman, por El mejor, y John Williams, doblemente nominado por Indiana Jones y el templo maldito y Cuando el río crece. Un año en que arrasó la película Amadeus, de Milos Forman. Y precisamente a eso voy, porque Jarre expresa su éxito a la no elegibilidad de las notas del austríaco en la categoría. «He tenido suerte de que Mozart no fuese elegible este año», bromeaba. Y a mí me gusta mucho.
Memorias de África alcanzó siete estatuillas en la 58ª ceremonia de entrega, en 1986. Para entregar la ganadora como mejor película la Academia reunió a Billy Wilder, Akira Kurosawa y John Huston en el escenario. No sé qué me gusta más, si la voz de John Huston, si la cara de Billy Wilder, si el acento de Kurosawa o si ver a Sydney Pollack, a quien quiero, y espero que también ustedes, con locura.
Si antes decía que los momentos más elegantes en la historia de la ceremonia de entrega eran los de Gregory Peck y Audrey Hepburn, no hemos de olvidar aquel 1988 en que los reunieron para hacer entrega al Óscar a mejor guion original y adaptado de la 60ª ceremonia. Los premios se los llevaron John Patrick Shanley por Hechizo de luna, de Norma Jewison, y Mark Peploe y Bernardo Bertolucci por El último emperador, dirigida por este, respectivamente. Audrey Hepburn, en su presentación dice eso tan emocionante de «Sin escritores no habría palabras, sin palabras no habría películas y sin películas no habría sesenta gloriosos años de historia de la Academia».
Roberto Begnini por encima del patio de butacas en 1999 tras haber ganado su Óscar por La vida es bella no tiene palabras, sólo imágenes. Es ganas de vivir, es alegría, es «¡Buongiorno Principessa!», es Guido Orefice.
En 2003 se hizo una cosa bien bonita para conmemorar el 75º aniversario de la Academia y la ceremonia. Olivia de Havilland, acompañada del tema de Lo que el viento se llevó, presenta un viaje por cincuenta y ocho ganadores de las estatuillas de los años anteriores. Un paseo por el, entonces, viejo y el, entonces, nuevo Hollywood. Y ver todas esas caras amigas y familiares hoy en día emociona más cuando te das cuenta de que lo, entonces, viejo hoy se llama clásico y lo, entonces, nuevo se ha convertido en ese viejo Hollywood.
Y last but not least queda decir que, como sabemos, los mejores Óscar son los honorarios, especialmente si quien se lo lleva no ha sido nunca reconocido con una de las estatuillas en alguna de las categorías canónicas. Y de entre ellos los mejores —para quien escribe, claro— son el de Cary Grant en 1970, el de sir Laurence Olivier en 1979, el de James Stewart en 1985, el de Deborah Kerr en 1994 y el de Blake Edwards en 2004. Cada uno por razones que, en otra ocasión, quizá cuente. Por ahora, véanlos.