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Ya han pasado veinte años desde que escuchamos y vimos por primera vez en la gran pantalla los cañonazos de aquella humildísima fragata, la HMS Surprise, navegando a la caza y captura de buques franceses por los grandes océanos del mundo. Buscando, una vez más, la derrota de Napoleón o, lo que es lo mismo, la victoria de la no tan pérfida Albión. Ya han pasado veinte años desde que, gracias al cine y a Peter Weir, personajes como el capitán Jack Aubrey, el afortunado, y el cirujano y naturalista Stephen Maturin, pasasen a formar parte de eso tan íntimo que es la educación sentimental y se convirtiesen en nuestros héroes y, sobre todo, en nuestros amigos.

Ya han pasado veinte años del estreno de Master and Commander y estos veinte años no han sido suficientes para exprimir todo lo que esta obra maestra del cine y la saga marinera de Capitán de Guerra y Mar, escrita por Patrick O’Brian y en la que se basa la película, tienen que darnos.

Master and Commander es un Tiempos más civilizados de manual, algo que hoy día no podría grabarse —¡sólo sale una mujer en el reparto y ni un ápice de inclusión!—. Un poco como lo son todas esas superproducciones que narraron las grandes epopeyas de la historia. Siempre pienso, permítanme la digresión, que entre ella y Troya, que cumple sus veinte años el año que viene, dieron por finalizado este género tan añorado y querido de grandes aventuras rodadas. Díganme si no, ¿no ven un poco en los brillantes ojos de Jack Aubrey, encarnados por los de Russell Crowe, el azul, honorable y valiente, de los de Charlton Heston, alias Judá Ben-Hur, en la película del 59? ¿No perciben en el turbado rostro del Príamo de Troya, interpretado por un envejecido Peter O’Toole, la locura de aquel T.E. Lawrence que encarnó cuando joven en Lawrence de Arabia?En fin, quiero decir con esto que ese mundo en el que el cine era cine y entretenimiento parece haberse acabado, aunque la esperanza es lo último que se pierde. Pero por el momento parece que todo lo grabado tiene que buscar la transformación social, la política y el cambio hacia sitios a los que no estoy tan seguro de querer ir. Un cine que ahora busca sin encontrar cuando era aquel cine el que encontraba sin siquiera buscar. ¿O me van a decir que no les enseñó más el gran Richard Harris en su papel como Marco Aurelio -hablo ahora del Gladiator de Scott- que toda la pretenciosidad de los actuales protagonistas cinematográficos, llenos de tragedias impostadas? La enseñanza tiene que hacerse siempre desde la humildad y desde el amor. Sólo de estas forma las palabras y valores del personaje quedarán impregnados en quienes los recibimos. Y por eso veinte, treinta, cincuenta, doscientos o mil años no son nada para esas historias, para esos personajes, para esos héroes y villanos, que son —como no puede ser de otra manera— eternos, civilizados y civilizadores. No necesariamente en ese orden.

Veinte años de Master and Commander, y unas cuantas veces más vista, han dejado en mí un listado demasiado extenso de recuerdos y emociones que, de enumerarlos, superaría los límites del folio que me acota y de la paciencia que les agradezco. Para esos menesteres mejor me remito a otras cosas ya escritas, como aquellos recuerdos en Sujeta a las exigencias del servicio, publicado en La Iberia, o a las sugerencias de Una moderna: Master and Commander, en La Gaceta. Hoy prefiero centrar la pincelada en lo que a mi modo de ver tienen en común todas esas historias grabadas o escritas que bien podrían denominarse superproducciones, en el buen sentido de la palabra. Y es que en ellas se destaca, por encima de todo, la amistad. Esa amistad que para C.S. Lewis era el tercero de sus cuatro amores y del que hacía notar, muy acertadamente, que «a los antiguos […] les parecía el más feliz y más plenamente humano de todos los amores: coronación de la vida y escuela de virtudes». Una amistad que «surge fuera del mero compañerismo cuando dos o más compañeros descubren que tienen en común algunas ideas o intereses o simplemente algunos gustos que los demás no comparten y que hasta ese momento cada uno pensaba que era su propio y único tesoro, o su cruz». Una amistad cuya típica expresión de inicio podía ser: «¿Cómo, tú también?», dice el irlandés.

Photo by Stephen Vaughan/20th Century Fox/Universal/Miramax/Kobal/REX/Shutterstock

Y esa amistad es la que prolifera en estas grandes epopeyas. El entonces teniente Jack Aubrey y el doctor Stephen Maturin se conocen —esto se sabe en los libros de O’Brian— en un recital musical, donde aquel destacaba por sus rudas maneras marineras y este por su delicadeza cirujana. Uno estrepitoso y ruidoso, el otro preciso y grácil, destinados a una relación de lo menos natural, pero casi eterna. Un poco como esa amistad que une al viejo lobo de mar, Archibald Haddock y al inteligente reportero Tintín o al astuto Astérix y el cándido Obélix; un poco como esa relación entre Lawrence de Arabia y el príncipe Faisal; un poco, como esa historia entre Judá Ben Hur y su luego padre adoptivo, el comandante y cónsul Quinto Arrio, cuya mirada era la de Jack Hawkins. Amistades, en fin, que son nuestros hogares, como aquella pequeña fragata lo era de los marineros que la navegaban a la batalla del enemigo, viviendo las aventuras que nosotros hemos vivido también a través de ellos y que nos han hecho, en definitiva, felices, que es lo más importante.

Este noviembre han pasado ya veinte años de aquellos cañonazos y aquellas amistades de Master and Commander, pero qué cerca suenan de nuevo, cómo vuelve a sentirse ese olor a salitre y la humedad en el cuerpo, y qué inolvidables momentos regresan. Qué necesario es, a veces, disparar aquellos y vivir estas. Más en los tiempos que corren, devolviendo civilización.