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Hemos superado el mayor ataque biológico de la historia del comunismo chino y lo hemos logrado a pesar de nuestros políticos. Las tasas de mortalidad por cáncer están descendiendo a gran velocidad. Podemos fotografiar toda la belleza que se levanta de improvisto ante nuestros ojos. Los coches aún no vuelan, no hay chips de nacimiento en nuestro cerebro, y seguimos leyendo libros en papel. Ningún amasijo de cables y plástico ha podido igualar aún el calor de un beso enamorado. Todavía nos queda la poesía, la música, y el cine clásico.

Las redes sociales no han logrado dinamitar todos los tipos posibles de amistad. Tenemos las mejores comunicaciones por carretera de la historia. Cualquier rincón del mundo está a nuestra disposición a golpe de clic. Las grandes guerras con barcos repletos de ataúdes de vuelta a casa ya no están de moda. Y sigue habiendo religiosos limpiando en silencio bacinillas cada mañana, y poniendo amor en los lugares donde hay más olvido. Que la desesperanza propia del siglo que vivimos no nos impida considerar que hay un montón de cosas que están bien a nuestro alrededor.

El bien no se detiene

A la hora en que lees este artículo, en todos los rincones del mundo hay millones de personas haciendo el bien. Hay un padre velando de madrugada la fiebre de su hijo. Hay una chica escribiendo a su novio que lo quiere. Hay un profesor dejándose la vida por instruir a sus alumnos. Hay un soldado dando de beber al enemigo que acaba de capturar. Hay un chaval llevando las bolsas de la compra a una anciana del edificio. Hay un hombre arriesgándolo todo por decir la verdad. Hay un patriota tratando de unir su nación. Hay un yonki cruzando con su petate el umbral de un centro de rehabilitación. Hay un empresario donando aparatos carísimos a un hospital infantil. Y hay un grupo grabando el disco que llenará el pecho de fuerza a quien no las tiene.

En algún lugar hay ahora un joven arrojándose a la piscina a salvar a un bebé. Hay un político intentando conservar la tradición. Hay un campo estallando en flores bellísimas. Una pastilla que aliviará el mayor dolor. Y un campesino que recogerá su mejor cosecha. Hay una mujer coraje negándose a abortar. Hay un abuelo construyendo una caseta para que jueguen sus nietos. Hay un radiólogo confirmando que ha desaparecido el tumor. Hay un tímido superando su miedo escénico. Y hay un voluntario construyendo una escuela en un país pobre.

En alguna lejana latitud hay un programador inventando algo que nos hará la vida más sencilla. Hay un montón de religiosas de clausura rezando por ti. Hay un joven de corazón frío llorando de emoción. Y hay un hombre equivocado pidiendo perdón. Hay una mujer hermosa dando una oportunidad a un pretendiente bueno. Hay un gentleman guiñando un ojo a una mujer que lo necesita. Hay un futbolista regalando su camiseta a la afición rival. Hay un niño saliendo por fin de la UCI. Hay un sacerdote confesando a un ladrón converso. Y hay un policía protegiendo con su cuerpo al objetivo de un tiroteo.

No está todo mal y nada bueno ocurre por nuestra repetición diaria del rosario de desgracias. Que las hay, por supuesto. Pero qué rápido olvidamos que, al paso de la pandemia, el mundo seguía ahí, esperándonos, con toda la belleza de la Creación abierta de par en par por primavera, extrañada de que faltara en sus rincones el habitante más preciado. La fealdad no ha logrado extinguir la belleza. Ni siquiera la ruina ha podido con la felicidad de algunas familias. Hay comercios, oficios, ilusiones, casi desaparecidas, que ahora vuelven a estar en auge. Europa ha empezado a despertar de su letargo globalista. La amistad sigue siendo la sal de todas las amarguras. Y el odio sigue sin tener la última palabra contra el amor; Juan Pablo II: «el amor vence siempre».

Amordazar un rato al cínico

Puede que estés esperando que una ráfaga de golondrinas cruce ahora la pantalla, y alguien arroje narcisos desde el cielo, o que lluevan pastelitos de merengue por las calles y suene música romántica. Puede, en fin, que te tomes a cachondeo la belleza, el honor, la lealtad, la prudencia, la sinceridad, el amor, la valentía, la generosidad, la fortaleza, y todo aquello que sigue vigente y que siembra al mundo de bien en medio de esta ciénaga mediática, pero lo cierto es que si las luces siguen encendidas en la selva de la amoralidad y la fealdad del siglo XXI es gracias a que hay muchos, muchísimos, que se niegan a soltar la antorcha, que anteponen el bien común a su egoísmo, que aún saben mirar a los ojos de las cosas bellas y buenas que ocurren a cada instante en la tierra.

«Un cínico es un hombre que, cuando huele flores, busca un ataúd alrededor», dejó escrito H. L. Mencken, y quizá sea hora de dejar de voltear la cabeza, si quiera durante un rato, en busca de la comitiva fúnebre. Hacer callar al cínico que comenta con grosería todo lo que pasa ante nuestros ojos, que nos advierte que todo saldrá mal, que nos previene contra la amistad, contra la confianza en otro, contra las posibilidades de cambiar las cosas con un voto, contra la esperanza en que un amor funcione, contra las opciones de lograr un reto personal, contra las buenas noticias; que nos sugiere por lo bajo, como un viejo avinagrado: «algo malo viene detrás».

Quizá nadie en la música española glosó y experimentó la tristeza como Enrique Urquijo y ya sabes cuál fue su último gran éxito, con el que descolocó a propios y extraños en el 95: «he muerto y he resucitado / con mis cenizas un árbol he plantado / su fruto ha dado / y desde hoy algo ha empezado». Hay que hacerlo. De vez en cuando hay que hacerlo.

Hace fortuna la estética del fatalismo. Y porta una mala fama injusta el optimismo. Las predicciones horribles, las críticas al mundo que vivimos, visten mejor que un silencio, que una sonrisa leve, y un discreto y sereno «no todo está tan mal». La histeria climática parece situarte en el lado bueno de la historia, solo porque te da una disculpa para no tener culpa de nada, cuando todo lo malo está en frente y puedes ponerle nombres. La desafección total con el mundo que nos rodea parece distinguirte, la nostalgia eterna –sé que me disparo en el pie- parece elevarte a un olimpo de sabiduría y distinción. La crítica a los jóvenes, a los mayores, a los que lo intentan desde la política o el periodismo, a los que no salen a incendiar las calles y no reaccionan, y también a los que lo hacen. Todo es susceptible de ser un asco. Me pregunto qué oscuro placer nos casa a veces con la mala ventura. Tal vez es aquello que cantó Gabinete Caligari hace años: «Querida tristeza / de ti me he enamorado / y ya he dejado de ser / un pobre desgraciado / a tu lado, a tu lado».

No estaba tan mal

El mundo no ha reventado de sobrepoblación, como decían ayer. No estaba la vida humana tan mal diseñada como para que fuera necesario prohibir la descendencia. No solo era inmoral, sino que era innecesario el aborto. Hoy Occidente se rasga las vestiduras pensando que los malthusianos estaban equivocados, y busca en las entretelas de la política la manera de solucionar el invierno demográfico que parece no tener final.

En los primeros 15 años del presente siglo, el número de personas que pasan hambre en el mundo disminuyó en más de 100 millones, y en más de 200 millones desde 1990. Es una gran noticia. ¿Cooperación? ¿Solidaridad? Quizá. Pero es más que probable que el desarrollo tenga algo que ver en todo esto.

Durante décadas Occidente se ha enfrentado al hambre del Tercer Mundo como si fuera una desdicha que ha caído de la nada sobre millones de personas, solo por haber nacido en un país y no en otro. Eso y el juego habitual: hacer sentir mal al que tiene comida, porque otros no la tienen, como si eso solucionase algo. Ocurre que el problema del hambre es más complejo que todo eso; para ser precisos, es más complejo que la verborrea simplista progresista de los últimos sesenta años. «La hambruna africana no es una mala jugada del destino», escribió P. J. O’Rourke en los 90, «es en gran parte provocada por el hombre, y los hombres que la provocaron son en su mayoría africanos». ¿Puede haber algo más cierto y más cancelable hoy?

Si identificas mal el problema, elegirás mal la solución. Son los pasitos hacia el desarrollo, las nuevas oportunidades, la apertura hacia la libertad, el comercio internacional, la educación y la formación, y el fin de las tiranías lo que trae prosperidad a las naciones del Tercer Mundo. No todo se está haciendo mal ahí.

El avance de la ciencia y la medicina está mejorando la vida de todos. Si exceptuamos la satánica adicción de los progresistas a las culturas de la muerte, la medicina está sirviendo una época gloriosa a los hombres, regalándonos la mejor calidad y esperanza de vida de la historia de la Humanidad. ¿Hay ahí alguna razón para el pesimismo? Más años para disfrutar, más años para servir, más años para ganarnos el cielo, que falta nos van a hacer.

Y luego está la evolución tecnológica y sus mil peligros. Sin duda, ha traído una pila de problemas nuevos que todos recitamos a diario de carrerilla: el acoso en redes sociales, el odio, los robos cibernéticos, la exposición de menores a pornografía, la inseguridad, y todo lo demás. Pero a menudo pasamos por alto lo bueno de la digitalización. Hemos ganado en libertad y autonomía, en comunicación, en cercanía afectiva con los que estás lejos, en rapidez en los trámites cotidianos, en posibilidades de formación e información, en alternativas de ocio y cultura, en productividad, en gestión económica, en cooperación y organización para fines buenos, en conocimiento de otras culturas, en posibilidades laborales sin fronteras, y en muchas otras cosas.

La mayoría de las profecías aterradoras sobre el mundo digital no se han cumplido. Y después de todo, lo que nos ha tenido ocupados este año en el universo de internet no ha sido nada nuevo traído por e wifi, sino un viejo conflicto humano: la censura y la cancelación.

El móvil es buen ejemplo. Destrozaría matrimonios, comería la cabeza a los adolescentes, y se convertiría en una especie de televisión poseyendo a cada instante el alma de los humanos. ¿Se ha cumplido? Claro, en parte. Pero hay más: ahora puedes llamar cuando tienes un accidente de tráfico y tal vez salvar tu vida; ahora puedes enviar un mensaje resolutivo sin tener que cogerle el teléfono a un idiota, y tu hija puede volver a casa sola porque va contigo al teléfono si es necesario. Cuéntale esto a los padres de los adolescentes de los 80 y verás cómo les da vuelta la cabeza.

Lo que objetivamente está mal

No quiero que pienses que estoy rompiendo una lanza por lo happy, que acabo de enchufarme un canuto, o que he renunciado al malditismo connatural a la bohemia y las letras. Nada más lejos. Hay muchas cosas que van mal, además del Gobierno, y hay un montón de problemas que resolver, además de extirpar la gangrena comunista de las administraciones y sustituirla por libertades y principios que nos hagan mejores. Hay demasiado culto a la fealdad, la violencia se palpa mucho más en las calles que antes de la pandemia, hay una plaga oculta de enfermedades psiquiátricas, y sigue habiendo hambre, sufrimiento, terrorismo, odio, robos, y pobreza en el mundo. Y, si quieres, un montón de basura en los bosques y los océanos, incluyendo los amasijos de hierro con los que ambientalistas y expertos en pelotazos están sustituyendo árboles para, supuestamente, salvar la naturaleza.

Sí, también hay problemas nuevos y la mayoría de ellos nos están llegando de la mano del globalismo. Pero no hay lugar para la desesperanza. Porque allá donde hay un cenizo intentando implantar un modo de vida aberrante para Occidente, allá donde hay un listillo intentando hacer negocio con las cosas ecológicas del comer, allá donde hay un vendido destruyendo la soberanía de las naciones, allá donde hay un psicópata defendiendo la mutilación de los órganos sexuales de los niños, hay una legión cada vez más grande de ciudadanos trabajando para impedirlo, para proponer una alternativa mejor, para preservar al mundo de su locura, su ignominia, y sus demonios.

Tal vez solo debamos mirar alrededor y leer más a Chesterton: «Lo más extraordinario del mundo son un hombre corriente y una mujer corriente con unos hijos corrientes». Sigue habiendo millones así, millones de razones para no caer en la desesperación. Hace ya décadas que Los Limones cantaron una canción que echaba por tierra todas las profecías apocalípticas presentas, pasadas y futuras. Quizá, entre página y página de Chesterton, nos haría bien volver a ella, porque «toda la vida estuvimos igual / ¿es que nos vamos a poder vivir en paz».