Con solo 19 años, Tom Kallene intentó la conquista de Nashville, capital mundial del country, armado únicamente de una guitarra, algunas canciones y muchas ganas de triunfar. Lo cierto es que logró que el ejecutivo de unos estudios le recibiera en su despacho.
El pez gordo creyó ver talento en aquel mocetón mitad cowboy mitad vikingo, si bien supeditó la firma del contrato que lo catapultaría a la fama al cumplimiento de una serie de condiciones: “Deja antes, muchacho, que la vida te trate mal”, le dijo el tipo. “No sé, monta un negocio y arruínate, asume que la mujer de tus sueños se vaya con tu mejor amigo, busca y no encuentres empleo, pierde tu casa, duerme en la calle, guarda turno en un comedor de la beneficencia, ten problemas con el alcohol y las drogas, haz que te detenga la policía… Y entonces, solo entonces, enciérrate en la habitación de un motel a escribir canciones, y luego ven a verme (a mí o a quien dentro de unos años ocupe esta silla) y, si eso, ya hablamos”. De entonces acá, no es que nuestro entrevistado haya tomado lo anterior como un programa de vida de los de cumplir a rajatabla, pero sí ha vivido a tope, en ocasiones peligrosamente. Una lástima, de todas formas, que nuestro entrevistado renunciara hace años a la conquista de Nashville, porque le hubieran sobrado voz y, sobre todo, historias para triunfar. Cualquiera, si quiere, puede escucharlas -puede escucharle- todas las mañanas en ‘Hoy por Hoy’, de la Cadena Ser, al lado de su inseparable Toni Garrido, con quien Kallene, más que un dúo, forma una banda, una banda de dos, de dos en la carretera, siempre onderou.
Por curiosidad, dígame una cosa: ¿cómo era la Suecia de antes de Björn Borg, de Abba, de Ikea…?
Todos esos son fenómenos posteriores a la II Guerra Mundial, paralelos a la construcción del Estado de Bienestar… Y paralelos también a una Suecia básica, dura y profunda, casi gótica, con muchas más sombras que luces.
¿Esa Suecia subsiste?
Si subsiste, queda muy poco de ella, y lo poco que queda no se reconoce al primer golpe de vista, ni al segundo, en todo caso al tercero. Fíjese si queda poco de esa Suecia, que los suecos de hoy no la reconocerían; la modernidad se la llevó por delante.
¿De qué estaba hecha?
De historia, nuestra historia, y de una particular relación con la naturaleza, con la que tan bien nos entendemos, a pesar los bruscos contrastes de temporada. De hecho, no son pocos los suecos que buscan hoy el paraíso perdido en un retorno a la naturaleza, de donde todos procedíamos hasta hace no mucho.
¿Usted también?
Aunque nací en Gotemburgo (ciudad a la que mi padre fue en busca de fortuna), me considero de una pequeña isla en la costa oeste de Suecia, donde pasábamos los veranos -y algo más que los veranos.
¿De qué están hechos sus recuerdos allí?
De mar, roca y cielo. Mar porque la habitaban pescadores de arenques, como lo habían sido mis antepasados. Roca porque eso era básicamente la isla, por más que ahora hayan plantado algún árbol; y cielo por aquellos veranos larguísimos, casi sin fin. Mar, roca y cielo, sí.
Un paraíso infantil, veo.
Me pasaba el día pescando cangrejos o tirándome de las rocas al mar, para divertirme.
A su madre la traería por la calle de la amargura.
¡Era ella la que me animaba! Como con los años me animaría, estoica y entusiasta, a seguir mi destino, lejos de casa, en otros países, viviendo una vida que ella nunca entendería.
Debió de ser una mujer peculiar.
Como peculiares eran sus gustos de lectura. No se perdía un número de ‘Kriminal Journalen’, una revista sobre crímenes reales, algo así como El Caso sueco. Pero como a ella le daba vergüenza, me mandaba a mí a comprarla. Fue así como Al Capone o John Dillinger se convirtieron en los héroes de mi infancia.
De haberse dedicado usted al hampa, habría podido descargarse de responsabilidad ante el juez culpando de todo a su madre.
O a mi abuela Tekla, la madre de mi madre, siempre con canciones del folclore sueco, en las que era normal que muriera alguien, ¡y de qué trágica manera!
Y sin embargo…
Ni la influencia de mi madre ni la de mi abuela fueron por ahí. Fueron -sobre todo en el caso de Tekla- por el lado de la curiosidad ante la vida; hasta el extremo de que desconozco qué cosa es el aburrimiento. ¡Hay tanto por hacer, tanto por aprender!
Luego estaba su padre.
Circunstancias de la vida, como haber nacido pobre o ser medio sordo, hicieron de él un hombre muy duro, y créame que no hacía nada por disimularlo. De pequeño tuve una relación muy turbulenta con él, aunque ya adultos nos hicimos buenos amigos. Supongo que tenía que pasar tiempo. Lo cierto es que tengo mucho de él como tengo mucho de Tekla, mi abuela, la madre de mi madre. De ahí la curiosa mezcla que tiene usted ante sí.
¿Curiosa por qué?
Porque Tekla, que era del interior, de la zona de los grandes bosques, era pragmática, pero también mística, sobre todo mística, muy mística. Mi padre, en cambio, solo era pragmático.
¿Y ese pragmatismo sumado a su dureza hacía de él un hombre inflexible?
-No siempre. En Gotemburgo, por ejemplo, él y mi madre me dejaban siempre ir al cine los sábados con otros chavales. “¡Pero no llegues tarde!”. Y eso que para los calvinistas -nosotros lo éramos- no estaba bien visto eso del cine; era un poco pecado.
¿Se acuerda de los títulos de las películas?
Tarzán en Nueva York, King Kong, Drácula, El Hombre Lobo, Dr. Mabuse, de Fritz Lang, por supuesto películas de indios y vaqueros…
Mucho blanco y negro, ¿no?
Pero es que mi infancia fue en blanco y negro. Aunque también había color, como los cómics de ‘El Hombre Enmascarado’ o los de ‘Madrake El Mago’. Fue, de cualquier manera, una infancia feliz, absolutamente feliz, si bien con una inquietud de fondo.
¿Cuál?
Ver mundo, para lo cual tenía que salir de la Suecia de los 60, un país tan gris como la Alemania del Este, solo que un pelín más amable. Mi hermano siempre dice que mis ganas de abandonar el hogar y viajar hicieron de mí un disidente ya desde niño.
¿De dónde le venía esa pulsión?
Pues de todas esas películas, y todos esos libros, y de mi madre y de mi abuela Tekla que, insisto, sembraron en mí la curiosidad por todo, y supongo que también de mi padre, que siempre quiso viajar, y, por supuesto, de los jóvenes marineros de la isla, que cuando regresaban a casa te hablaban de sitios como Shangai, o Cuba, o México… Todo ese exotismo me embriagó hasta embrujarme.
¿Su primer destino como trotamundos?
Inglaterra, con 16 años.
¿Fue solo?
No. Con mis padres y con mi hermano. Ya le digo que mi padre siempre quiso viajar. Estaba convencido de que en Inglaterra encontraría trabajo y de que, a pesar de su sordera, aprendería el idioma.
¿Lo logró?
Ni una cosa ni la otra. Pero como había hecho algo de dinero en Suecia vendiendo unos terrenos para la construcción de un aeropuerto, pudimos vivir un tiempo. A mi padre, por cierto, le fascinaba la cultura inglesa.
¿Y a usted?
Fueron años en los que algo estaba pasando; era notorio que algo estaba pasando.
¿Qué, exactamente?
Que lo antiguo y lo nuevo compartieron espacio y tiempo, provocando choques, no necesariamente violentos, por más que fuera una época de mucha tensión (las huelgas de los mineros, por ejemplo). Pero junto a la conflictividad se dio también una gran creatividad. Esas chispas entre lo tradicional y lo moderno provocaron corrientes culturales y callejeras muy interesantes, haciendo de Inglaterra un país fascinante.
Resúmamelo con un verbo.
Vibrar. Inglaterra vibraba. En aquellos años, vibraba.
¿Y hoy?
Aquella era una Inglaterra todavía reconocible como Inglaterra. La de hoy, sin embargo, ha cambiado tanto… ¡Ha perdido tanto! No digo que no pueda volver a vibrar, pero seguro que lo hace de manera mucho más desafinada y mucho menos agradable que entonces.
¿Y no será que se ha hecho usted mayor, y que las cosas no se miran igual con cincuenta y tantos que con 16?
Es verdad que en aquellos años -mis formative years, mis años de formación- se juntó todo: la edad, la violencia en el fútbol, el nacimiento del punk…
Vamos, si le parece, por partes: el fútbol.
En mi caso no fue el fútbol, fue algo mucho más importante, fue el Manchester United, algo tribal, hasta el punto de que aún hoy, a pesar de no seguir los resultados, si veo que ha perdido el Manchester City, el gran rival, me alegro.
¿De dónde le vino esa pasión?
De mi padre, quien, como tantos otros, se hizo fanático del equipo después de aquel accidente aéreo de 1958 en el que murieron varios jugadores y nació una leyenda: la leyenda del Manchester United.
Y usted, ¿cómo canalizó su amor por el club?
Yo quería ir a los partidos, y como vivíamos en Guildford, al sur de Inglaterra, me enrolé en la delegación del Ejército Rojo del Machester United más cercana a casa, la de Londres. Fue tremendo.
¿En qué sentido?
En el de que conocí a auténticos personajes -pero personajes- y, sobre todo, en el de que descubrí en mí una capacidad para el fanatismo que desconocía.
¿Le asustó?
No.
¿No?
No. Era lo más natural del mundo. Es verdad que la primera vez que ves violencia en el fútbol te impacta, es muy desagradable. Pero luego te vas adaptando.
¿Con la ayuda de qué?
De la adrenalina, del miedo, del formar parte de algo, de invadir otro territorio, de defender unos colores, de luchar por algo, de las ganas de triunfar…
Pero eso es la guerra.
Bueno, pero es que era una guerra en la calle y en los estadios, una guerra a pequeña escala.
¿A pequeña escala, seguro?
Es cierto que cuando el Manchester United jugaba fuera de casa, hasta 15.000 chavales podíamos recorrer el país de una punta a otra, en tren o en autobús, para seguir al equipo. ¡15.000 chavales que a la mínima montaban un lío!
Y qué líos, ¿no?
He visto ciudades enteras tomadas por nosotros, con nuestros pantalones remangados y nuestras botas Dr. Martens, y los vecinos encerrados en casa, y la policía cagada de miedo, pero cagada de miedo. ¡Wow! ¡Qué sensación!
¿Sensación de qué, de poderío?
Es que, ya le digo, éramos unos chavales. Yo tenía 16, pero había niños de 12. Y yo me pregunto ahora: ¿dónde estaban nuestros padres?
Enterándose de sus andanzas por la prensa, quizás.
Todavía recuerdo los titulares: «¡A la cárcel con ellos!». «¡Qué les den de latigazos!». Y el más usado de todos: «¡Escoria!». Y no voy a negar que algo de esto había.
¿Significa eso que se arrepiente?
No aconsejo a nadie mi experiencia en el Manchester United. Pero es mi experiencia y yo la valoro.
¿De qué manera?
Mire, nunca he sido miembro de una secta religiosa, ni he militado políticamente en ningún partido, ni he formado parte de una banda de delincuentes, ni he ido a la universidad, ni a la guerra (ni siquiera a la mili), pero algo de todo esto tuvo ser miembro del Ejército Rojo del Manchester United.
¿Quiere decir que incluso allí era posible la virtud?
Era posible, desde luego, la lealtad.
¿Lealtad para qué?
Lealtad para jugártela por sacar de apuros a un compañero al que rodean en la calle hinchas del equipo rival, sin importarte los golpes ni las patadas, ni siquiera que el otro fuera un perfecto desconocido; solo importaba que llevara una bufanda con los mismos colores que tú.
Los golpes, las patadas… ¿Y algún navajazo?
Por regla general, nadie llevaba navaja entonces, imperaba el juego limpio, lo que no significa que no hubiera violencia en los estadios; la había, y muchísimo más que ahora.
¿Se circunscribía solo al fútbol o estaba en el ambiente? La violencia, digo.
Estaba en todos partes. Bastaba con ir a un concierto de The Clash. ¡Qué peleas las del público! Rastafaris, teddy boys, mods, rockers, skin heads, punks…
Lo que con el tiempo se conocería como tribus urbanas.
Pero entonces eran solo bandas de los bajos fondos o, si se prefiere, una expresión de la clase obrera.
¿Qué queda de aquella clase obrera?
Nada. Entre Margaret Thatcher y Tony Blair acabaron con ella. Hoy ya solo hay consumismo a distintos niveles.
Por cierto, ¿se encuadró usted en alguno de esas tribus o bandas?
No. Lo que no significa que no me fascinaran. Me fascinaban. Sobre todo, los teddy boys.
¿Qué tenían ellos que no tuvieran los demás?
Eran obreros, como todos, pero vestían como caballeros eduardianos. Iban a los mejores sastres de Londres y se encargaban unos trajes que pagaban a plazos, mes a mes, con sus sueldos de miseria.
Sus modales, sin embargo, no eran los de un gentleman.
Allá donde iban provocaban peleas y disturbios. Eran la primera amenaza pública.
¿Por delante incluso de los punks?
Sí, porque los teddy boys llegaron antes. Por cierto, el nuevo fenómeno punk lo conocí en compañía de unos teddy boys.
A ver, a ver, cuente.
Fue una noche en The Nashville, en Fulham Palace Road, West Kensington, Londres, un pub donde las bandas de rock tocaban música en directo. Fui, como le digo, con unos teddy boys (pero yo no iba con traje eduardiano, sino, más bien, de hippie cowboy). Entramos, y en la barra, con una pinta asquerosa, como de no haberse duchado, estaban unos tipos rarísimos. Ellos nos miraban y nosotros les mirábamos. No hubo pelea, pero por poco.
¿Quiénes eran?
Me enteré meses después, viendo en la tele una entrevista que luego se haría famosa por lo escandalosa. Los tipos de la pantalla -igual de guarros, igual de borrachos que aquella noche en The Nashville– eran los Sex Pistols. Supe entonces que durante unos momentos, la primera amenaza pública, los teddy boys, había estado frente a frente con los que serían su relevo, los punk.
Sin embargo, los desperfectos causados por los punk nunca alcanzaron la cuenta de los teddy boys.
Porque lo punk duró un fin de semana largo, pues casi enseguida se hizo producto, se hizo ‘fashion’, dejando de ser un estilo de vida, una crítica a la sociedad de su época.
Y en tan breve espacio de tiempo, ¿salva usted algo del punk o era solo ruido y furia?
Salvo algo, sí: la rebeldía. Porque por más que nos empeñemos en ser conformistas, siempre estaremos necesitados de los rebeldes.
¿Cómo distinguir si estos son auténticos y no un producto de marketing?
Viendo de dónde proceden, si de arriba o de abajo. El punk, por ejemplo, venía de abajo, al menos al principio. Ahora bien…
Diga.
Que reconozca la importancia de la rebeldía, no significa que esté siempre de acuerdo con la forma en que se expresa. Usted ya sabe que soy muy tradicional o, si lo prefiere, tradicionalista.
Luego hablaremos, si le parece, de eso. Pero cerremos antes un capítulo: el de la violencia.
Ah, la violencia. Un tema interesante este. ¿Qué hacemos con ella, con la violencia? ¿La ignoramos?
Responda usted, que es el entrevistado.
No podemos ignorarla, porque forma parte de nosotros.
Habla, va quedando claro, con conocimiento de causa.
Pues sí, porque mi relación con la violencia es un poco herencia de mi padre. Solo que a diferencia de él, que no la veía como un problema, llegó un momento en que yo, después de haber estado en algunas peleas, pensé que todo aquello podría acabar mal, costarme la ruina.
Esas son palabras mayores.
Mire, a lo largo de mi vida he visto episodios de violencia que daban ganas de vomitar. Porque en la mayoría de ellos había una corriente de cobardía y miedo, bien porque eran por la espalda, bien porque uno era más fuerte que otro, bien porque eran los más contra los menos. Pero…
¿Pero?
Pero seamos realistas: vivimos en un mundo violento, por mucho que digamos lo contrario.
¿Entonces?
Una cosa es ser pacífico y otra, pacifista.
Habrá quien todavía le pregunte por la diferencia.
Ninguno de los dos, ni el pacífico ni el pacifista, inicia nunca la pelea. Pero el pacífico no necesariamente huye de ella, sino que, llegado el caso, le hace frente, al contrario que el pacifista. Y ese, el de respuesta, es un instinto, casi diría un derecho, que no podemos perder. Lo sano, por tanto, es canalizar la violencia, como hacen esos jóvenes que van al gimnasio y aprenden boxeo o artes marciales.
Esa capacidad de autodefensa a usted al menos le sirvió para andar seguro por el mundo. Porque sus afanes aventureros no se agotaron en la Inglaterra de los 70.
Viajé por muchos otros países, sí.
¿De qué vivía?
Tuve montones de trabajos: en el puerto, embarcado en un pesquero, en una fábrica, en la construcción, asfaltando carreteras, recogiendo fruta, de leñador…
No eran, no, trabajos fáciles.
Una cosa que me marcó de la isla era que en la vida había que trabajar duro. Mis antepasados, pescadores de arenques, lo hicieron. ¿Estaría yo a su altura? De ahí que eligiera trabajos así, difíciles, que exigían mucho de ti, al tiempo que te formaban. Unos iban a la universidad; yo, a la Gilhus Bruk.
¿La Gilhus Bruk?
Una serrería cerca de Oslo, donde trabajaba por temporadas, sobre todo en invierno.
En invierno, no me diga más.
Sí, con temperaturas de hasta 26 grados bajo cero, sacando troncos del río congelado.
¿Merecía la pena?
Muchísimo. Porque estaba muy bien pagado -¡nadie más quería hacerlo!- y eso me permitía trabajar seis meses y viajar otros seis, trabajar seis meses y viajar otros seis, y así durante un tiempo.
De esa forma vivían los héroes de las novelas de Jack London.
Y también el mismo Jack London, un autor que tanto me ha marcado.
¿Hasta qué punto?
Hasta el de tener pendiente escribir acerca de los personajes con los que me crucé aquellos años y sobre los que nunca nadie escribirá.
¿Por qué?
Porque ninguno de ellos era un benefactor de la humanidad, ni siquiera un triunfador, es más, muchos procedían de los bajos fondos, algunos eran directamente delincuentes, pero todos ellos fascinantes.
Hay quien viaja por el mundo y ni conoce a nadie ni le pasa nada. Usted en cambio…
Yo debo de tener un imán para personajes y situaciones extraños. O será que emito algún tipo de señal que hace que los que vivimos así nos encontremos en la niebla.
Por volver a Jack London, ¿aparte de él, qué otros autores?
Oh, muchos. En los descansos en la serrería leía también, por ejemplo, a Goethe, a Nietzsche, a Herman Hesse…
¿Y a Kerouac?
Con Kerouak me pasó lo contrario que a muchos jóvenes de mi generación.
¿Exactamente, qué?
Que no empecé a viajar después de leer On the road, sino que supe de ‘On the road’ en la carretera, dónde si no.
¿Cómo fue?
Recorría yo Estados Unidos al volante de un Chrysler New Yorker de 1966 que compré por 200 dólares en Nashville, una suerte de nave espacial enorme, algo hecha polvo, pero menuda máquina de viajar… Recorría Estados Unidos, digo, cuando paré en casa de unos hippies, en Santa Fe (Nuevo México), y uno de ellos me preguntó si yo, al igual que ellos y otros tantos como ellos, vivía como vivía por On the road, una novela de la que no había oído ni hablar.
O sea, que en cierto modo…
… me sentí legitimado por Kerouac y todos esos beatniks.
Ya que habla de los Estados Unidos de la época, ¿vibraban como vibraba la Inglaterra que usted conoció?
Entonces era un país muy dinámico y su cultura -su cultura popular- era cumbre. Hoy, sin embargo, me cuesta reconocer a estos Estados Unidos en aquellos Estados Unidos. Lo curioso es que siempre pensé que acabaría viviendo allí.
Sin embargo, su estación termini fue otra: España.
Sabía que había un lugar en el mundo donde, por muy diferente que yo fuera, todo me sería fácilmente reconocible, hasta el punto de sentirme parte de su vida, de sus gentes. Y ese país resultó España.
Contra todo pronóstico, a lo que parece.
O no tanto. Recuerde que yo siempre quise salir de Suecia, y no había entonces un país más distinto, al menos en Europa, que España.
¿Se lo sigue pareciendo?
España todavía es reconocible como España, algo que, como creo haber dicho, no se puede decir -yo, al menos, no puedo- ni de Inglaterra, ni de Estados Unidos, ni de Suecia.
¿Cree que será así por mucho tiempo?
El futuro, desde luego, no invita al optimismo. Pero el caso es que España todavía resiste, fiel a su manera de ser, y me alegro de que así sea. Porque no quiero vivir en un país que se llama España, pero que luego se parezca a Alemania. O a Suecia.
Pues los hay que darían lo que fuera porque así fuese, todo el día con la tabarra del modelo sueco.
Pero es que Suecia no es ningún modelo de país. Nunca lo ha sido. Ni siquiera para los propios suecos. Es más, es Suecia la que tendría que aprender de España, no al revés. ¿Los que pretenden lo contrario, saben acaso que los suecos trabajan duro todo el año para durante un par de semanas, un mes como mucho, vivir como españoles?
Dígame cuál es el modelo. Es que aquí se nos olvida algo.
¿Qué?
Que los extranjeros siguen enamorándose de España.
¿A usted le sucedió?
Lo mío con España fue un flechazo que dura hasta hoy. Casi tres décadas después, todavía me fascina este país.
¿A pesar de sus defectos?
A España hay que quererla con lo bueno y con lo malo, más si te has casado con ella, como es mi caso. Por otro lado, sus defectos son fácilmente disculpables, ya que forman parte de la condición humana, salvo uno o dos, como el cainismo.
Y a mí que me da que este es un buen momento para hablar de política…
En ningún país la política es algo bonito ni de demasiada calidad, pero es que aquí es lo peor, indudablemente. Podemos decir que España es un gran país traicionado por sus élites. La verdad, los españoles merecen algo mejor.
¿Incluimos entre las élites también a las periféricas?
Nada bueno puede salir de los nacionalismos, que son ideologías de masas.
Sin embargo, usted es firme partidario de la identidad de los pueblos.
Pero una cosa es que los pueblos se expresen a través de su folclore, sus mitos y sus leyendas, y otra muy distinta son esos individuos fácilmente manipulables que, con tal de no solucionar ellos sus propios problemas, están dispuestos a integrarse en una masa con vida propia que vocifera consignas y señala con el dedo al responsable imaginario de todos sus males, en este caso, España; qué quiere que le diga, me inquieta.
¿A usted, veterano del Ejército Rojo del Manchester United?
Oh, pero no es lo mismo. En primer lugar, nosotros éramos una minoría (una minoría, eso sí, temida, odiada y rechazada por la mayoría). Y en segundo lugar, éramos jóvenes.
Buena parte de los llamados ‘indepes’ también lo son.
Y a ellos los entiendo, porque cuando eres joven necesitas una causa y una bandera. A los que no entiendo son a los adultos, ni a los independentistas ni a los que ahora se pegan en el fútbol (le digo yo que eso antes no pasaba).
¿A qué adultos sí entiende?
A los que son soberanos de sí mismos, toman distancia de la política y no pierden el tiempo discutiendo gilipolleces.
¿Y a los que, tras una vida de acá para allá, finalmente deciden echar raíces? ¿A esos adultos también los entiende? Porque ese parece haber sido su caso.
Nada más llegar a España, supe que esta era la tierra prometida que había estado buscando, como si el marinero, por fin, hubiese llegado a puerto. De pronto, descubrí que, al menos aquí, era posible vivir sin moverse tanto, que la carretera en España, como la procesión, va por dentro.
O sea, que tenía razón Orson Welles cuando decía que en España la aventura estaba a la vuelta de cada esquina.
Pero cuidado con según qué esquinas, no sea que, en lugar de lo que decía Orson, te encuentres un Starbucks y, encima, un susto. Y sin embargo…
Sin embargo…
… vivir aquí, por lo menos para mí, sigue siendo una aventura, como estar siempre de viaje. En este sentido, España es el único país interesante que queda en Europa. Desde luego, yo no conozco otro donde el vitalismo y el calor humano se hagan notar tanto como aquí. ¿Y sabe además qué?
¿Qué?
Que después de tantos años me sigue pasando lo de estar en una situación de lo más normal y, de pronto, pararme a pensar en alto qué país tan increíble este y qué gentes tan maravillosas las suyas. No digo que me pase a diario, pero sí muy a menudo.
¿A qué lo atribuye?
A que, a pesar de todos los pesares, siempre me he sentido como en casa, por eso le estoy tan agradecido a este país y a los españoles.
¿Solo por eso, que ya sé que no es poco, o también por algo más?
Por tantas cosas más: mis amigos, mis familiares (estoy casado con una española, catalana para más señas), mi fe en Dios…
Ya que saca la cuestión de la fe, le aviso de que enseguida le voy a preguntar por eso, pero respóndame antes cómo salda esa deuda de gratitud de la que habla.
Dando lo mejor de mí. Pero no a mis familiares y amigos españoles, o no solo, sino, más bien, a aquellos españoles desconocidos con cuyas vidas la mía circunstancialmente se cruza en el día a día: el camarero que te pone el café por las mañanas, la taquillera que te vende un billete en el metro, el viandante que te pregunta por una dirección en la calle…
Y ahora ya sí, la fe.
Tiene una gran importancia para mí; tanta, que vivo anclado en ella.
¿Por qué?
Porque el problema de la vida moderna es que buscamos en el exterior aquello con lo que llenar nuestro interior, cuando debería ser al revés.
¿Es a lo que se refería antes cuando dijo que la carretera va por dentro?
Exactamente. Porque el gran reto de la vida es vivir con dignidad y libertad, y eso solo se consigue derrotando los demonios y dragones que todos llevamos dentro.
¿Usted el primero?
Hasta el extremo de que hay una maravillosa canción de Nick Lowe, ‘The beast in me’, que parece escrita para mí.
¿Y qué me dice de la vieja historia del Dr. Jekyll y Mr. Hyde?
Esa también parece escrita para mí. Bueno, para mí y para cualquiera. Porque es una reflexión sobre la condición humana que nos invita a reconocer que en todos nosotros hay un Jekyll y un Hyde; lo grave es cuando Hyde se come a Jekyll.
¿A usted le ha sucedido?
Hubo un momento -vivía ya aquí, en España- en que yo era Hyde a plena luz del día, Hyde escapado del laboratorio. Triste resultado de una vida de excesos.
¿Y no halló consuelo en esa frase de William Blake que tanto cita?
«El camino de los excesos conduce al palacio de la sabiduría».
¿Es verdad?
Son pocos los días en que puedo divisar en el horizonte ese palacio, casualmente aquellos en que no hay demasiada contaminación en Madrid. De manera que habrá que seguir en el camino, en la carretera. Aunque no se trata tanto de alcanzar la sabiduría, como de vivir en la fe.
La fe católica, apostólica y romana, cabe precisar, por más que habrá quien se sorprenda de un católico como usted, tan alejado de los estereotipos al uso.
Pero es que la fe es algo radical. O, al menos, debería serlo. Quiero decir que Cristo no murió en la cruz para que los burgueses pudieran estar cómodos en su sofá… Ni tampoco para que los chavales fueran con una camiseta del Che pensando que el salvador del mundo fue él.
¿Cómo decirles que no?
Explicándoles la diferencia entre fe y política: la fe exige de uno, mientras la política exige de los demás.
¿Y cuando la política invade los terrenos de la fe?
Entonces esta se convierte en algo entre ideologizado y humanitarista, sin lugar alguno para el misterio.
¿Tan importante es este?
Donde hay misterio, hay vida, y donde no lo hay, no la hay. Lo decía Charles Peguy: «Todo empieza en el misterio, todo acaba en la política«.
En política usted no está. ¿Dónde entonces?
Anclado en mi fe, ya le digo, buscando la intimidad con Dios, allá donde se respire belleza y misterio, la misa en latín, por ejemplo.
De acuerdo, y ahora cómo le explicamos al lector que el Tom Kallene que hoy oye misa en latín es el mismo que aquel que asistía a los conciertos de The Clash.
Diciéndole que uno y otro son el mismo, solo que en distintos tramos de la carretera. O mejor, con la letra de Truckin’, una canción de los Grateful Dead, letra que dice «What a long strange trip it’s been». Porque… ¡Qué viaje más extraño y largo ha sido este!