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Reportaje gráfico del Cerro de los Ángeles: FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA.

Desde la soledad de su celda, la joven novicia no dejaba de darle vueltas a una inquietud. Podría pensarse que era la nostalgia de su vida anterior. Perteneciente a una familia aristocrática madrileña el día a día en aquel convento del Escorial en nada le recordaba a la comodidad de su hogar. Pero no se trataba de eso. Su preocupación distaba unos 70 kilómetros de allí, en una localidad de Madrid llamada Getafe, que pocos meses atrás había sido noticia.

Allí, en Getafe, había un cerro -El Cerro de los Ángeles- elegido por Su Majestad el Rey Alfonso XIII para erigir un monumento, cuya inauguración se hizo coincidir con la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús. De hecho, la estatua estaba dedicada al Sagrado Corazón. Corría el 30 de mayo de 1919, hace justo cien años. La elección del sitio fue cualquier cosa menos casual, pues El Cerro de los Ángeles es el centro geográfico de la península. En cuanto a la fecha, el 30 de mayo es el día que la Iglesia conmemora a san Fernando.

Si quisiéramos establecer un paralelismo entre el hijo de Alfonso IX y Doña Berenguela, pocos monarcas aguantarían peor la comparación que Alfonso XIII. Si Fernando III fue un rey adorado por su pueblo, al que legó una herencia mucho mayor de la que recibió, al hijo de Alfonso XII y de María Cristina por poco lo sacan a gorrazos del Palacio de Oriente, teniendo que tomar las del exilio y dejando un país al borde del abismo. Eso por no hablar de los dispares criterios con que uno y otro interpretaban el concepto de fidelidad conyugal. Pues bien, entre las luces de uno -Fernando- y las sombras de otro -Alfonso- hay un punto en común: su catolicismo sincero.

Maravillas de Jesús

En el día del juicio a Alfonso XIII podrán reprochársele muchas cosas, mas no la de haber renegado públicamente de Cristo. Como prueba, la abundante documentación -gráfica y escrita- de aquella ceremonia en El Cerro de los Ángeles y los títulos que el monarca le dedicó a Jesús: «Redentor del mundo», «Rey de reyes», «Fundamento de todas las leyes justas»… Toda una declaración pública de intenciones en una España donde el odio feroz a la fe ya enseñaba la patita.

Era precisamente esta la preocupación que embargaba a la joven novicia del comienzo de esta historia, Maravillas Pidal y Chico de Guzmán, nombre que dejaría a las puertas del convento en 1919 para adoptar el de Maravillas de Jesús, el mismo con el que sería canonizada por Juan Pablo II el 4 de mayo de 2003. A Maravillas lo que le preocupaba era que el Cerro de los Ángeles estaba lo suficientemente a desmano para disuadir a las gentes de orden a subir allí a echar un rezo, mientras por la misma razón suponía un aliciente para cualquiera que quisiese profanar el monumento.

Y fue así que empezó a madurar en su corazón la determinada determinación -no en vano era hija de santa Teresa de Jesús- de fundar un carmelo en El Cerro de los Ángeles, a los pies del Sagrado Corazón. El 19 de mayo de 1924, capitaneadas por la ya madre Maravillas, cuatro carmelitas salían del convento del Escorial con dirección al Cerro de los Ángeles, a los pies de cuyo monumento se postraron en adoración. Aún habría de pasar algo más de dos años hasta la fundación del convento del Sagrado Corazón de Jesús y Nuestra Señora de los Ángeles el 31 de octubre de 1926.

De pie, de cara al Sagrado Corazón y al grito de «¡viva Cristo Rey!»

Los primeros tiempos transcurrieron en paz… en una precaria paz. La proclamación de la II República el 14 de abril de 1931 desataría el odium fidei que alcanzaría su apoteosis con el estallido de la Guerra Civil española el 18 de julio de 1936. Así, el primero de mayo de ese mismo año un grupo de hombres intentó asaltar las tapias del convento, y no con las más piadosas intenciones. Lo impidió el alcalde de Getafe, apodado ‘El Ruso’, un anarquista que, a pesar de su afiliación política, gustaba de subir al carmelo a charlar con la priora en francés, idioma que había aprendido en el exilio de París. No sería la última vez que El Ruso salvaría la vida a la madre Maravillas y a sus monjas.

Cuatro días después de iniciadas las hostilidades, El Ruso envío varios camiones de la Guardia de Asalto al Cerro de los Ángeles en auxilio de las monjas, cuyas vidas peligraban. Antes de montar en los vehículos, las hermanas se postraron ante el monumento, ofreciéndose como víctimas. Estas no habrían de faltar en un conflicto que se saldó con las vidas de 13 obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 religiosos y 283 religiosas.

Por no hablar de los incontables laicos asesinados, entre ellos, los cinco adoradores nocturnos de entre 19 y 40 años que el mismo día que estalló la guerra subieron a misa al Cerro de los Ángeles y, en lugar de regresar a Madrid al término de la misma, montaron guardia para proteger al Sagrado Corazón. Cinco días después, el 23 de julio, acudieron a una taberna de las inmediaciones, en Perales del Río, para aprovisionarse, con la mala suerte de que fueron reconocidos, apresados, vejados, juzgados y fusilados en tiempo récord. Puede decirse que murieron como vivieron: de pie, de cara al Sagrado Corazón y al grito de «¡viva Cristo Rey!».

«Ha caído el Corazón de Jesús entre enormes blasfemias»

¿Oyeron la madre Maravillas y sus hijas las detonaciones? Esas no sabemos pero sí las que tuvieron como blanco el Sagrado Corazón. Tras abrir fuego un pelotón, una carga explosiva hizo saltar por los aires el monumento. La confirmación de la noticia la dio la telefonista de Getafe el 7 de agosto, casi en directo: «Ha caído el Corazón de Jesús entre enormes blasfemias». La madre Maravillas, retenida en un convento de ursulinas de Getafe con sus monjas, ordenó a estas que levantaran un trono cada una en sus corazones al Señor depuesto y rezasen por sus verdugos; años después les llegaría la noticia de que dos de ellos, arrepentidos de su acción, pidieron confesión en el lecho de muerte.

Siete días después de la profanación, el 14 de agosto, y por indicación del Ruso, el ácrata ángel de la guarda de la madre y las hermanas, estas huyeron de Getafe, pasando por tres ciudades donde ser monja era casi sinónimo de mártir: Madrid, Valencia y Barcelona. Pero su destino no era ninguna de esas ciudades, sino Lourdes. De allí emprenderían la marcha al monasterio del Desierto de San José de las Batuecas, entre Salamanca y Cáceres, adonde llegaron en septiembre de 1937.

Cómo debía de extrañar la madre Maravillas de Jesús El Cerro de Los Ángeles que, encomendándose a Dios pero no al diablo, en la primavera del 38 se aventuró hasta Getafe, en viaje no exento de peligros, para comprobar sobre el terreno el ruinoso estado del convento. Volvemos a encontrarla allí el 29 de marzo de 1939, incapaz de esperar al final oficial de la contienda, decretado solo dos días después. Una semana más tarde, ya estaban instaladas allí ella, sus monjas y las muchas novicias que habían encontrado su vocación en los duros años de la guerra.

La santa reliquia

El 30 de mayo de 1942 se terminarían las obras de reparación del nuevo convento y el 25 de julio de 1965 la construcción del nuevo monumento. Antes, en el otoño de 1940, mientras daba un paseo por la explanada, donde unos obreros removían escombros, un sacerdote jesuita tuvo una corazonada -nunca mejor dicho- al ver un enorme pedrusco. Al pedirle a uno de los hombres que le diera la vuelta, vio que era el Sagrado Corazón, con impactos de bala alrededor, pero intacto. La santa reliquia, la bautizó la madre Maravillas.

Por lo que aquí se cuenta podría pensarse que el convento del Sagrado Corazón y de Nuestra Señora de los Ángeles fue un proyecto personal de santa Maravilla de Jesús. Pero no. En 1944 recibió la orden de abandonarlo para fundar el carmelo de Mancera, en Ávila. Hija obediente de la orden, no puso la más mínima resistencia: «Ya ven, hijas, todo pasa. Lo único importante es agradar al Señor», dijo a sus monjas al despedirse. Eso sí, andado el tiempo, y en premio por tantos desvelos, volvería a Getafe. No al primer convento que fundó, pero sí al de La Aldehuela, en Perales del Río, desde donde cada tarde contemplaba El Cerro de los Ángeles o, como lo llamaba ella, el «cerro bendito», su «cerrico».