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Una de las ideas más extendidas consecuencia del galopante relativismo en el que vivimos es la noción de que la belleza es fundamentalmente subjetiva. El famoso “para gustos, los colores”. Claro que todo el mundo tiene su gusto particular, pero aquí se trata de afirmar de la manera más vehemente que de los gustos puede decirse lo mismo que de las opiniones: todos son respetables pero que no todos valen lo mismo. Se tenía que decir y se dijo.

Esta tesis puede empezar a justificarse acudiendo al argumento de autoridad, tan denostado. Pero digo yo que, caray, depende de quién sea esa autoridad. Así, Platón, Aristóteles, Boecio o Santo Tomás coincidieron en relacionar el ser con la belleza, en el marco de la doctrina de los trascendentales. Y, si la belleza es un reflejo del ser y, además, está emparentada con la verdad, difícilmente puede ser subjetiva. Por eso podemos parafrasear a Machado y decir: “Tu belleza no, la Belleza; y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdatela”.

Asimismo, cabe añadir que no debemos caer en ese engaño del cientifismo que limita el reino de la objetividad a lo que puede cuantificarse. No hay una unidad de medida para calcular la belleza de un lienzo. Ni falta que hace para perderse en la serenidad del Cristo crucificado de Velázquez, en la mirada de la Condesa de Vilches que pintó Madrazo o en cualquier paisaje de Friedrich. Más bien, el termómetro de la belleza es una suerte de intuición fruto de una educación trabajada. Una sensibilidad que se adquiere también por la vía negativa, es decir, contemplando la fealdad. Basta pasearse por casi cualquier galería de ¿arte? contemporáneo.

Este concepto de la intuición me sirve para abandonar la argumentación lógica con la que hasta ahora he tratado de defender la objetividad de la belleza. Y es que realmente esta es superior al intelecto. Lo glosa de forma preclara Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray: “La belleza está incluso por encima del genio, puesto que no necesita explicación. Es uno de los grandes hechos del mundo, como la luz del sol o la primavera o el reflejo en las aguas oscuras de esa concha de plata que llamamos luna. No puede ser cuestionada”.

Y, con todo, lo expuesto hasta ahora no es óbice para admitir que, en el reconocimiento de la belleza, pueden existir preferencias. Ahí sí existe un cierto espacio para la subjetividad. Hablemos, por ejemplo, de la belleza femenina. Podemos consensuar el atractivo de Grace Kelly y de Katharine Hepburn. Sin embargo, puestos a elegir, habrá quien se quede con las facciones de la primera, que bien podría haber esculpido Bernini en mármol de Carrara. Otros se decantarán por la personalidad arrolladora y el fuego de la segunda. Personalmente, dejando claro que la protagonista de La fiera de mi niña es probablemente la mejor actriz de todos los tiempos, me limitaré a reproducir la respuesta atribuida a Hitchcock cuando le preguntaron por la boda de Grace Kelly con Raniero de Mónaco: “Va a interpretar el único papel que de verdad le hace justicia, el de princesa”.

Pero, tras haber citado a la realeza monegasca, tal vez sea preciso aclarar que la belleza no es necesariamente delicada, tierna o esponjosa: basta con escuchar la aparición de ultratumba del Comendador al final del Don Giovanni de Mozart o contemplar ese retrato de la desolación de Juana la Loca ante el cadáver de su esposo. Esas escenas podrán ser terribles o amargas, pero no por ello son menos bellas. Lo expone mucho mejor que yo Roger Scruton, que algo sabía de esto: “La belleza puede ser consoladora, perturbadora, sagrada, profana; puede ser estimulante, atractiva, inspiradora, calmante. Puede afectarnos en una ilimitada variedad de formas. Y, sin embargo, nunca es vista con indiferencia”.

La belleza nos mueve, por eso es preciso ponernos a tiro y dejarnos herir por ella. Es, además, una realidad más necesaria de lo que esta sociedad posmoderna se atreve a reconocer. Porque, no por manidas dejan de ser reveladoras aquellas palabras de Dostoyevski: “La belleza salvará al mundo”.