No se ha de confiar en los primeros recuerdos porque suelen venir de cualquier parte salvo de la experiencia. Con todo, Antonio insiste: si echa la vista atrás, su primera imagen es un paso de Semana Santa.
Está en brazos de su madre y curiosea por los huecos de los respiraderos. Escucha un murmullo de hombres y reconoce una sombra. «Aquí está, Manolo», dice su madre al paso y de los faldones emerge una mano familiar que estrecha la suya. Antonio quiere asomarse, pero el llamador golpea tres veces. El paso entero cruje como si tomara aire. «¡Que voy a llamar!», grita el capataz. Una voz desde el interior responde: «¡Pues llama ya!». «¡A ésta es! ¡Al cielo con Él!». Y apenas cae el llamador, todo el paso se eleva de repente por los aires y baja y suena como si un gran pulmón se vaciara de golpe. Las patas no vuelven a los adoquines porque aparecen un sinnúmero de zapatos negros que las sostienen. El paso se mece a izquierda y derecha, suena la banda y, «ahí va tu padre», echa a andar.
«Ya sabía yo que quería ser costalero», aunque aún le quedaba a Antonio un largo camino. Lo primero: penitente. Así, cuando cumplió siete años, le metieron el dobladillo a la túnica de su primo y agrandaron los agujeros de los ojos porque no había manera de centrarle el antifaz de forma que viera. Cuando su madre fue a despertarlo en la madrugada del Viernes Santo, lo encontró vestido y expectante. En realidad, apenas había dormido. No había empezado a clarear cuando llegaron a la iglesia. Esperó su turno y orgulloso recibió su cirio. Antes de que se formara la penitencia, lo llevaron a saludar a su padre, quien en el patio se fajaba y preparaba con el resto de la cuadrilla. Le hicieron mucha fiesta cuando lo vieron aparecer con una túnica que le sobraba por todos lados. Tras besarlo, su padre le advirtió que aquello era duro, que había que aguantar a toda costa y que, como se le ocurriera salirse de la fila o levantarse el antifaz antes de que acabara el recorrido, se saldría del paso, lo buscaría, lo encontraría y le rompería el cirio en la cabeza.
Tres años después tampoco se convirtió en costalero, pero casi, porque por primera vez entonces se hizo unas almohadillas y las anudó a unas trabajaderas; aunque fueran las trabajaderas de una Cruz de Mayo. En ese mes, aún con la efervescencia de la Semana Santa, los chavales sacan pequeños pasos a las calles con una radio a pilas y pidiendo donativos para costear las maderas, telas, flores… Se tiran meses dando martillazos y pidiendo favores de costura y carpintería. Por lo común, las Cruces llevan de dos a cuatro costaleros, poca cosa, apenas una caja de zapatos que se bambolea torpemente por las aceras en el mes de María. Sin embargo, en el caso de Antonio y sus amigos, la cosa tomó otro empaque.
La primera ‘levantá’, una Cruz de Mayo para 12 costaleros
A principios de abril, su abuelo le puso una manaza sobre el hombro y le pidió que lo acompañara a la cochera. Allí estaba: el armazón de una Cruz de Mayo para 12 costaleros. Jamás en el pueblo se había hecho una de esas dimensiones. Parecía un barco. No había pasado media hora cuando había allí una docena larga de niños clavando, lijando, barnizando. Dos semanas después tenían casi todo finiquitado a falta de las flores que cubrirían el monte. Fueron a una floristería, preguntaron cuánto costaban 10 docenas de claveles y, acto seguido, preguntaron otra vez porque creyeron haber escuchado mal. Al recibir por segunda ocasión la misma cifra, salieron escopeteados de allí. «Por eso les gustan tanto las flores a las mujeres –aventuró uno de los contrapateros–, porque son muy caras». «Sí –dijo Antonio–. Lo que no sé es para qué quieren flores si ellas no montan pasos». Con esa incógnita salieron del pueblo, cruzaron las vías del tren y cada uno llenó un saco de amapolas, espigas, jaramagos y ramas de olivo.
El uno de mayo, 15 niños (12 costaleros, un capataz, uno que llevaba la radio y otro con una canastilla para los donativos) se presentaron en la cochera del abuelo de Antonio para, primero con el pie izquierdo, pisar la calle con su esplendorosa procesión. Antes de la primera levantá se pusieron sentimentales: «Vamos a acordarnos de los que no están aquí y nos miran desde el cielo». Tras unos segundos de melancólica meditación, el capataz empezó a dilapidar la voz: «¡Vamos mis valientes –se desgañitó imitando a un famoso capataz de Sevilla–, que os quiero ver volar! ¡A ésta es!». Aunque la salida de la cochera era ancha y cabían de sobra, el capataz quiso pasar a un pelo del techo para hacerlo más emocionante. También fue emocionante cruzar las primeras calles del pueblo. Silencio blanco sonaba en el radiocasete.
No duró mucho la primera salida sin embargo. Entrando en la calle San Pedro y atosigados por un coche que no podía pasar y llevaba un rato bufando en primera, tuvieron que echar el paso a la derecha y arrimarlo a un todoterreno que allí estaba aparcado. Calcularon mal. «¡Que nos hemos chocado!», aullaban los costaleros. «Esperad, no os alarméis», ordenó el capataz asomándose para ver los desperfectos en el coche.»¡Señores –dijo una vez visto el rayón que cruzaba el todoterreno de punta a cabo–, vámonos como si diluviara!». Y en un abrir y cerrar de ojos, con la grácil agilidad de una corza, se esfumó por una callejuela la Cruz de Mayo más grande que jamás se había visto en aquel pueblo.
Hace falta el veneno
«Todos esos niños tenían el gusanillo –explica Antonio–, pero no todos el veneno», porque hace falta estar envenenado para perseverar tantos años hasta que llegas, algunos con 30 años bien cumplidos, a ser costalero de tu hermandad. Esto sucede sobre todo en las de mucha devoción donde la lista de espera es larga. Median muchos ensayos de aguador, mucho vender papeletas y lotería, mucho figurar aquí y allá. Pero si tienes el veneno –insiste– y el veneno te puede venir por estirpe, afición o devoción, acabas llegando y cogiendo los 40 kilos que te corresponden. En el caso de Antonio era un poco todo: quería ser costalero como su padre, y además le encantaba, y además rezaba al Nazareno que estaba llamado a llevar sobre sus hombros.
A menudo se discute sobre la impiedad de algunos costaleros. Quizás tuviera más sentido antes, cuando, salvo en las cofradías de mucha devoción, los costaleros eran hombres rudos, y generalmente bebidos, que cobraban por ello. Y aunque en la actualidad todos son voluntarios, se sigue cuestionando la fe de muchas cuadrillas. «¿Qué quieres que te diga? A un costalero se le pide lo que se le pide. De nada sirve que lleve un rosario en la mano si después su pata va tocando el suelo». Así, la primera vez que Antonio iba a salir de costalero, mientras se despertaba de madrugada y se ajustaba la faja, rezó. No pidió la fe ni el perdón de sus pecados, sino que le ayudara a cumplir su deber sin doblarse en todo el recorrido. «Soy un costalero, no un monje».
Y con ese ruego en la boca, ocupó temblando su sitio bajo el paso por primera vez. «Tranquilo, eh, Antoñito –le dijo el veterano de su derecha palmeándole la espalda–. Lleva lo que te caiga sin hacer el burro, que como te hagas el valiente, duras dos calles«. Por supuesto Antonio no estaba tranquilo y aún lo estuvo menos cuando sonó el llamador. Levantó el paso y sintió el peso de lo que le esperaba y correspondía. Avanzó con el resto racheando, rechinando sobre el mármol de la iglesia. Escuchó los gigantescos goznes y, aunque no veía nada, sintió la respiración de la muchedumbre que en la calle anhelaba que esos 30 hombres le acercaran a su Señor.
«Poquito a poco, que nos vamos». «¡No botad!», ordenó el capataz mientras de cuclillas intentaban pasar por la puerta del templo. Las señoras chillaban histéricas cada vez que los respiraderos se acercaban a las jambas o la punta de la cruz al enorme dintel. Antonio estaba ansioso por pasar el trance cuando escuchó los primeros acordes de Perdona a tu pueblo. A través de los respiraderos, sintió el aire frío de la mañana e hinchó los pulmones a más no poder. «La cosa más grande –confiesa–, no te lo puedo explicar. Y como dice nuestro capataz: el que no pueda o no lo entienda, que se salga».