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Ansiedad, incertidumbre y melancolía. Todas hermanas. Se atribuye al alemán Jean Paul haber acuñado en 1810 el término weltschmerz, empleado para definir la sensación que experimentamos al comprender que el mundo real nunca podrá parecerse al mundo que soñamos.

«¡Qué solos están todos en la inmensa tumba del universo!», escribió, quizá para subrayar que entrar en el misterio de la vida es un viaje hacia la soledad y el miedo. No es que sea peligroso hacer planes sobre el futuro, al contrario, lo pernicioso es creer que eso que ya proyectamos en nuestra cabeza es el único medio posible para dormir en paz.

No te quieres casar hasta que tengas un buen trabajo, no quieres tener hijos hasta que tengas una buena pareja, no quieres comprometerte con una buena pareja hasta que algo te garantice que es la mejor y que es para siempre, y así vas enlazando condicionantes y falsas seguridades hasta que llegas a la cuarentena, el mundo comienza a agrietarse bajo tus zapatos, el camino trazado en tu cabeza es un desfiladero siniestro y vertiginoso, nada ha salido exactamente como lo habías soñado, y entretanto te has olvidado de vivir y, quizá, de ser feliz.

Sin embargo, el caos, la incertidumbre, es el estado natural de las cosas en el mundo. Se ha ganado muy mala fama y mucho han tenido que ver en eso nuestro actual modo de vida y la prosperidad de nuestras naciones, que junto a un montón de avances sobresalientes nos ha dejado también desprovistos de armas para luchar contra los monstruos de la razón.

La falsa sensación de tener todo controlado

Desde el hallazgo del weltschemerz y la desesperanza de los románticos, la intrusión racionalista y la ilustrada proscripción de la fe en fuerzas divinas, la tendencia es intentar tenerlo todo atado y bien atado, quizá porque eso proporciona una sensación de calma, de que todo está en nuestra mano, de que somos los pequeños dioses de nuestra ruta. No hace falta aclarar que la obsesión por la certidumbre es una forma de soberbia, una de las más ridículas, por cierto, a los ojos de Dios.

«Como los cambios están ocurriendo tan rápido y ya nadie se siente capaz de adaptarse, las personas primero tienen la sensación de que se están quedando atrás y luego que se quedan fuera», escribe la filósofa Joke J. Hermsn, que dedicó muchas páginas a la relación entre melancolía e incertidumbre. «Es precisamente este ser humano conducido por el tiempo», prosigue, «el que se presenta como un ser humano atemporal, es decir, como un ser humano que ya no puede soportar el tiempo. Porque queremos parar, encontrar la paz, reducir el consumo y frenar, pero parece que no podemos. Con eso, la experiencia de que tenemos tiempo para nosotros mismos desaparece. Con todo, nos hemos alejado bastante de la idea filosófica clásica de que el descanso y la ociosidad son los cimientos de una civilización». «Sólo en un estado de reposo», concluye, «en el intervalo entre dos acciones, podemos llegar a la contemplación y la reflexión».

Sin duda, el ritmo vertiginoso que nos hemos impuesto no favorece el contacto con la realidad, ni la comprensión de que no todo puede salir tal cual lo hemos planeado; a menudo nada lo hace. No obstante, cuanto más convulsos se vuelven los tiempos, más empeño pone el hombre tecnológico en intentar adaptarlo todo a su pequeño mando a distancia, como si tuviéramos una varita mágica para detener y condicionar el mundo a nuestro alrededor.

Todos lo hemos visto en otros, y quizá también lo hemos experimentado en carne propia. A quienes lo dan todo para tener su vida bajo control, a quienes necesitan planear de diez en diez los años, a quienes no dan un paso si no hay tres redes por debajo, el tiempo suele pincharles la burbuja de la manera más cruel, más pronto que tarde. Eso les hará madurar a destiempo, y probablemente arrepentirse de haberlo apostado todo a una jugada imposible, como es la seguridad total. Una apuesta que, además, es aburridísima.

Excitante incertidumbre

Compáralo con la incertidumbre. Sin el miedo como condicionante perpetuo de nuestra vida, daremos algunos palos de ciego, sin duda atesoraremos fracasos, tendremos también algunos éxitos tan sonados como inesperados, aprenderemos más, y nos divertiremos más. Habremos vivido en armonía con el mundo que nos rodea, donde la mayoría de las cosas no pueden predecirse con total probabilidad. Hay al menos algo más excitante que la perfección infalible de la rutina detrás de eso.

Uno de los pensadores que más se aproximado al contorno de la epidemia moderna de aversión a la inseguridad es el polaco Kolakowski, al analizar la sensación de fragilidad que invade al hombre cuando contempla frente a frente la incertidumbre que sugiere la totalidad del universo. El horror metafísico al que dedicó una de sus obras emerge precisamente en ese instante, al comprender que el hombre posterior a la Ilustración, el que ha tumbado mito y religión, no dispone de medios para resolver ninguna de las grandes preguntas de la vida. «El pecado original de la filosofía (o de la Ilustración)», escribió, «consistió en renunciar a este orden para construir otro, arraigado únicamente en la Razón; ello equivale a tratar de usurpar los derechos divinos, o a levantar una torre que alcance el cielo».

Este brillante filósofo posmarxista encuentra entonces el origen del temor, lo que llama «la indiferencia del mundo»: «Tras los éxitos del ejercicio del poder sobre las cosas permanece visible… el desasosiego. La cultura tecnológica nos permite apoderarnos del mundo a la manera de un botín, pero no suprime verdaderamente su indiferencia; el sometimiento de las cosas es sólo aparente, el sentimiento del encuentro con la naturaleza en intercambio mutuo es tan ilusorio como el amor de un necrófilo. La naturaleza obedece sólo al hombre en su indiferencia, no en reciprocidad. El mundo, que está tan completamente lleno por las huellas de nuestras intervenciones tecnológicas, este mundo aparentemente humanizado, marcado en todos sus ángulos por la intensidad de nuestras intervenciones, comienza a aparecernos de nuevo como una pesadilla».

La omnipotencia de la tecnología, así como nuestros modernos Estados del Bienestar donde ni un pelo de nuestras cabezas parece moverse si no lo permite el Gobierno son solo espejismos, falacias burocráticas, trampas científicas. No hay bienestar que pueda garantizarse, del mismo modo que no hay futuro que pueda predecirse sin errores ni azares. La crisis sanitaria de 2019 nos ha enseñado, entre muchas, dos importantes lecciones: que la certidumbre no existe, y que hay millones de personas que no están psicológicamente preparadas para vivir en el caos, que es el estado habitual de la mayoría de las cosas.

Sin embargo, la consciencia de la inevitabilidad de la incertidumbre nos hace más plenos, más humanos, más maduros. Ante tal comprensión, habrá quién se abrace a la histeria del carpe diem y habrá quien rebusque en los bajos de su interior algún brillo de la fe confiada que aprendió de niño, esa que aún lograba encontrar la verdadera paz en saberse hijos predilectos de un Dios todopoderoso. Sea como sea, asumir que no todo estará siempre en nuestras manos es un extraordinario punto de partida para aprender a vivir, que tal vez en el temor de lo que no sabemos si ocurrirá pueda encontrarse la respuesta que más ansiamos.

Por lo demás, de Dostoievski aprendimos a vivir con ganas, sea cuál sea nuestro universo personal, y por muy lejanas que parezcan nuestras ansias de ser felices: «sólo se vive una vez, y yo no quiero esperar esa felicidad universal. Ante todo, quiero vivir». De Santa Teresa, a rebajar nuestras expectativas: «la vida es una mala noche en una mala posada». Y de Mark Twain a no perder la sonrisa por el camino: «El arte de vivir consiste en conseguir que hasta los sepultureros lamenten tu muerte».