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Es difícil confiar en alguien que desprecia la Navidad. Más allá de lo central, lo importante, el hecho del nacimiento de Dios, todo en estas fechas está tapizado de una gracia divina que hace que ocurran cosas grandes en medio de las tradiciones más pequeñas. Quien no es capaz de conservar las diminutas tradiciones navideñas propias que un día nos legaron nuestros mayores, no podrá nunca asumir la defensa de una causa mayor.

Desempolvar las cajas del belén. Prender las luces del árbol. Hacer estrellas de purpurina con los niños. Escribir la carta a los Reyes Magos. Amontonar los abrigos de los invitados en Nochebuena. Planchar otro año más el mantel rojo. Rezar una oración en familia. Repartir panderetas a los críos. Inventarse mesas auxiliares para sentar a todos los comensales. Llegar a tiempo a la Misa del Gallo. Trocear los turrones y colocarlos con gracia en las bandejas. Escuchar las historias del abuelo que nos sabemos de memoria. Abrazar sin prisa. Sonreír sin temor. Reencontrarse con el corazón de los que tenemos siempre al lado.

Reconocer el aroma de la comida de Navidad desde el descansillo. Adelantar cada día un poco a los Reyes Magos en el Nacimiento. Sentarse a oscuras a ver Qué bello es vivir. Brindar con los amigos poco antes de la cena. Dormir una siesta larguísima. Contar las uvas varias veces. Levantar a un bebé sobre las cabezas al paso de la carroza del Rey Gaspar. Repasar los números de la lotería. Hacer la lista de promesas para el año nuevo. Besar con cuidado el pie del Niño Dios.

Entonar unos villancicos en familia. Picar en la fuente de los orejones de madrugada. Vestirse de fiesta y estrenar bufanda. Despertarse con confeti en el pijama. Colocar las postales de Navidad en el salón. Llamar a la familia lejana justo después de las uvas. Pedirle al buen Dios un milagro. Emocionarse con las fotos de familia de ayer. Reír con los mensajes que nos llegan a la hora de la cena. Comprender el sentido de la Navidad. Defender como patria cada pequeño ritual de nuestros días navideños.

Eso es todo. Podrían parecer detalles menores, cosas de familia, pequeñas tradiciones o rutinas, algunas más razonables que otras. Algunas más importantes que otras. En estos días en que se desprecia el rito, es más necesario que nunca salvaguardar todo lo que un día fue establecido por la costumbre en nuestro hogar, todo lo que identifica y fortalece la peculiaridad de cada familia, todo lo que nos ofrece un sentido de pertenencia: los padres, los hijos, los hermanos, los amigos, los vecinos, el hogar, nuestra calle, nuestros bares, nuestra forma de cocinar, nuestra particular forma de cantar los villancicos, y nuestras fuentes de aperitivos.

“Los ritos son acciones simbólicas”, escribe el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, “transmiten y representan aquellos valores y órdenes que mantienen cohesionada una comunidad. Generan una comunidad sin comunicación, mientras que lo que predomina hoy es una comunicación sin comunidad”. Cada pequeño ritual navideño es una conquista emocional para los mayores, un baluarte de estabilidad familiar, y una lección de vida para los más pequeños, que mañana cargarán sobre su espalda la responsabilidad de hacer ver a los suyos que el rito más pequeño tiene un valor incalculable. “Al ser una forma de reconocimiento”, añade el autor de La desaparición de los rituales, “la percepción simbólica percibe lo duradero. De este modo el mundo es liberado de la contingencia y se le otorga una permanencia. El mundo sufre hoy una fuerte carestía de lo simbólico”.

Todo hoy está amenazado por la anarquía uniforme de la posmodernidad. “Cuando el respeto a la tradición perece”, nos advirtió Gómez Dávila, “la sociedad, en su incesante afán de renovarse, se consume frenéticamente a sí misma”. De modo que en nada hay que ceder, salvo a esos momentos en que la vida nos sitúa ante la obligación de institucionalizar lo que en adelante será también nuestro: el nuevo hogar, los hijos, convertirse en abuelos, quedarse solos esta Navidad, o hacer mano a mano con los nietos nuestro primer Belén, moldeando cada figura, llenos de barro los delantales de los niños.

“Nuestros corazones se vuelven tiernos con los recuerdos de la infancia y el amor de los parientes”, escribió Laura Ingalls, “y somos mejores a lo largo del año porque, en espíritu, volvemos a ser niños en la Navidad”. Por eso, no dejes nunca de enviar la carta a los Reyes. Nunca renuncies al pequeño Belén, incluso aunque solo tú y el Niño Dios vayáis a verlo. No dejes que amanezca el 6 de enero sin un paquete sorpresa. No olvides entonar el Adeste fideles en Nochebuena. No olvides desear Feliz Navidad al vecino que nunca saluda. No olvides llevar algo a la parroquia para los pobres. Ni por asomo saques tu cinismo navideño a pasear delante de los ojos brillantes de un niño.

No desprecies por pagano a quien cree en la magia de la Navidad, tal vez Dios llamará mágicamente a su puerta esta noche. Sobre los excesos en las representaciones y tradiciones navideñas alejadas del relato bíblico ha escrito en más de una ocasión Niall Gooch, que considera que conforman algo así como “la memoria residual de la fe” incluso en las sociedades más descristianizadas, y “eso es mejor que nada; y es un fundamento útil sobre el cual construir”. “El mundo está lleno de significado. Símbolos, metáforas y alusiones se suman a la riqueza de la fe. Los poemas, las canciones y las obras de teatro involucran a las personas en la fe con toda su imaginación, con todo su corazón y alma, si lo prefieren, así como con su mente. No todo el mundo puede ser teólogo. Todo el mundo puede entrar en una gran historia”, concluye Gooch.

Las costumbres cristianas conviven con otras que emanan de ellas, del ambiente festivo y familiar de estos últimos días del año, sin restarle sentido a la Navidad, enriqueciéndola. De modo que no dejes de reír con el humor televisivo de cada año. No prescindas de escuchar viejos vinilos en Nochevieja. No te vayas a dormir temprano en Nochebuena. No dejes de contar en la mesa las historias de los que ya no están, por más que a veces parezca que nadie quiere escucharlas. No olvides las postales, la lotería, o las botellas de vino que solías enviar en estas fechas. No permitas que la frivolidad te impida ser niño en cada Navidad. Recuerda que cada pequeño rito familiar navideño es una forma más de adorar al Niño Dios.

Y, en resumen, nunca olvides las palabras de aquel asustado y arrepentido Scrooge: “Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré guardarla todo el año”.