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Con 17 años, pronosticó que Inglaterra sería invadida y que él estaría al mando de su defensa, y al acabar la II Guerra Mundial predijo que el comunismo caería en la década de los 80. Lo que sir Winston Churchill no profetizó -¡quién habría sido capaz!- fue que cincuenta y cinco años después de su muerte algunos le responsabilizarían de la de un ciudadano negro en Minneapolis.

Los que protestan a los pies de la estatua de Churchill, igual que los que lo hacen ante la de otros titanes de la historia, no lo hacen por las estatuas en sí, sino por sus pedestales, pues dan la medida de la grandeza de aquellos que lograron elevarse por encima del resto. Lo que los ofendiditos buscan de verdad es bajar a Churchill de las alturas para hacerle hincar la rodilla en tierra, inclinándolo ante su pequeñez. Pero no nació nuestro héroe para humillarse, sino para ambicionar el honor y la gloria; alcanzaría uno y otra, con creces.

A una edad en la que muchos de sus odiadores siguen viviendo con sus padres, Churchill ya había participado en cinco guerras en tres continentes, siendo a la vez soldado y cronista. Poco después, brillaría en la tribuna de oradores. El resto de su carrera, ciertamente larga, lo empleó en sobreponerse a su fama de joven promesa, recuperarse de mil y un batacazos políticos, convivir con el perro negro de la melancolía, ser voz que clama en el desierto, resultar vencedor de una guerra mundial y ganar el Premio Nobel de Literatura.   

Eso, el éxito, es lo que en el fondo no perdonan aquellos que, aprovechando cualquier pretexto, pretenden borrar las vidas de los grandes hombres, arrancar las más brillantes páginas de nuestra historia. A ellos les decimos, invocando a sir Winston, que no permitiremos que nos arrebaten el ejemplo de nuestros mejores, que resistiremos donde sea preciso, que no nos rendiremos jamás.