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La película D’Artacán y los tres mosqueperros (Toni García, 2021) tiene un pecado original. Uno no debería, por tanto, tirar la primera piedra, porque pecado original es precisamente de lo que no nos libramos ninguno, como mínimo. Sin embargo, escribir crítica implica poner la justicia por encima de todas las demás virtudes, incluyendo la prudencia. Apuntaré, pues, que el pecado original de la animación española es una llamativa falta de originalidad y/o de ambición.

Claudio Biern Boyd
Fuente: Diario de Navarra

Las mejores producciones hacen un extraño seguimiento a la ficción o narrativa extranjera, como dubitativas de sus propias fuerzas. Las aventuras de Tadeo Jones, tan meritorias, no dejaban de ser una descarada secuela de Indiana Jones hasta en el sentido del humor. La extraordinaria Atrapa la bandera asumía con total naturalidad el patriotismo norteamericano y su épica de las galaxias. Estos mosqueperros beben de la fuente de Alejandro Dumas como la serie de Willie Fog de Julio Verne. Ya es significativo que al productor Claudio Biern Boyd se le apode «el Walt Disney» español.

Falta de creación propia

Seguramente uno de mis pecados originales sea la pretenciosidad, porque es cierto que muchas adaptaciones infantiles cumplen su papel presentando las grandes obras a los pequeños. Yo, sin ir más lejos, en mi lejana infancia disfruté muchísimo los cómics aquellos de novelas clásicas que alternaban viñetas con un texto adaptado. Simplemente lamento que sea norma lo que preferiría excepción, y que se desatienda tanto la creación propia y la inspiración en la historia y la literatura españolas. La serie Ruy, el pequeño Cid (1980) es un modelo de lo que me gustaría. Sus historias sorprenden más por menos consabidas y su heroísmo infantil emociona, porque resulta más auténtico y cercano. 

La película D’Artacán y los tres mosqueperros es un ejemplo de lo que echo en falta. Sigue demasiado de cerca la mil veces contada historia de Dumas, pero, como recurre a los consabidos personajes caninos, se produce un cierto distanciamiento. Eso no está del todo bien resuelto, porque D’Artacán es demasiado cachorro para resultar creíble en sus duelos a florete o en sus cabalgadas. A mis hijos y sobrinos les encantó la escena del duelo triple cuando el aspirante a mosqueperro llega a París y va tropezando torpemente con los tres otros héroes y emplazándolos a sendos duelos sucesivos. No me extraña porque es un arranque narrativo sublime, inolvidable, magistral; pero en la película, a pesar de seguir tan de cerca a la novela, pierde mucho con la comparación.

Heroísmo por omisión

Sí se abre paso la defensa del honor, de la lealtad familiar, de la camaradería y hasta de un monarquismo de buena ley. Hay que reconocerle a la película un heroísmo por omisión, teniendo en cuenta la que está cayendo. No hay grandes concesiones al discurso de valores dominantes. En el cuerpo de mosqueteros del rey no hay paridad, el papel de Julieta es de una exquisita feminidad, aunque suelta un mamporro —de categoría— cuando es necesario, y la violencia en defensa de los grandes valores no se cuestiona ni un segundo. Eso resulta tan natural que corremos el riesgo de que nos pase desapercibido el valor que conlleva sostenerlo. Hagamos, pues, nuestra primera gran reverencia al director, al guionista y a los productores por su valor, aunque en esta entrevista presuman de lo contrario en El País. Si Teresa Rodríguez ha arremetido contra la película La patrulla canina, debe de ser porque todavía no ha visto ésta, que tiene el mérito indudable de que le espantaría más.

Hay otro momento extraordinario. La rata que hace de escudero de D’Artacán sufre una fascinante transformación moral. Es, a la vez, lo más original de la película y también lo mejor. No es una coincidencia, sino un premio a la creatividad, que recibimos los espectadores. De ser un ladronzuelo y un traidor poco a poco va descubriendo la nobleza de espíritu por puro contagio de la que le sobra a su patrón. D’Artacán, que es generoso, valiente, ingenuo y comprensivo, en una palabra, quijotesco, se gana, a base de virtud, al pícaro de su servidor.

La redención

Eso produce el mejor momento de la película. Es cuando la rata descubre la mala conciencia que acabará —como acostumbra— ennobleciéndole. La descripción es lo más valioso: «Es un dolor de muelas… en el pecho». Me quito el sombrero. En los estadios más bajos del desarrollo moral, los individuos sólo perciben los dolores físicos. Descubrir un dolor del alma a través de una metáfora fisiológica es, por tanto, un paso necesario. En la evolución y la elección del tipo de dolor (las muelas) y su traslación al pecho la imagen resulta tan fina como reveladora.

Que esa evolución culmine en un sacrificio voluntario, seguido de una casi resurrección, debida a un acto previo de generosidad de D’Artacán, con cierto protagonismo precisamente de ese pecho del dolor de muelas, hace que la película alcance un momento de alta tensión literaria realmente memorable. A la salida, la nube de mis hijos y sobrinos (por ambos lados de la familia) se mostraba encantada de la película, curiosa por la novela original y dispuesta a desenvainar sus espadas a la llamada del honor. Yo también salía contento.