Sucedió hace unos años, con la publicación de un libro del Papa Ratzinger titulado La infancia de Jesús, libro según el cual uno de los tres Reyes Magos procedía de Andalucía… O eso inventó la prensa -cierta prensa- porque el Papa emérito nunca escribió tal cosa, ni siquiera la insinuó.
Lo que sí escribió fue que la tradición de la Iglesia siempre ha leído con naturalidad el relato de los Magos al trasluz del salmo 72 de la Biblia, ese que dibuja a unos reyes de Tarsis cargados de regalos, lo que puede entenderse como una prefiguración, una profecía si se quiere, de Melchor, Gaspar y Baltasar postrados ante el Niño Dios.
En cualquier caso, la polémica saltó -o, por ser más precisos, el belén se armó- cuando Ratzinger identificó la Tarsis del Antiguo Testamento con la Tartesos hace siglos desaparecida y que investigadores de todos los tiempos se han empeñado en buscar, sin éxito -de momento-, en Andalucía.
De Tartesos al subsuelo de Madrid
Por supuesto, Ratzinger conocía un dato que muchos indocumentados demostraron ignorar: que Tartesos quedó reducida a escombros por los cartagineses allá por el siglo VI… ¡Antes de Cristo! Con lo que difícilmente uno de los tres Magos pudo ser de por ahí abajo, para decepción del andalucismo político y cultural, siempre a la desesperada busca y captura de hechos diferenciales.
Nada de lo cual significa que no pueda salirse a la busca de Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente, y con la misma ilusión de un niño la mañana del 6 de enero. La pregunta es por dónde empezar a rastrear su pista. Y la respuesta, para pasmo de grandes y pequeños, es Madrid, los subsuelos de Madrid.
Y con lo del subsuelo no nos referimos a una excursión en metro por la línea 6 hasta Sainz de Baranda o Conde de Casal, las dos paradas más cercanas a la plaza de los Reyes Magos, en el barrio del Niño Jesús, claro. Los sótanos a los que nos referimos son otros, en concreto, los de la Biblioteca Nacional.
El Auto de los Reyes Magos
Allí se conserva una de las principales obras de la dramaturgia europea medieval y la primera pieza teatral escrita en lengua romance: el Auto de los Reyes Magos. Eso sin descartar la posibilidad de encontrar, rebuscando entre legajos, un viejo y raro manuscrito -cubierto del polvo del desierto, en lugar del de los archivos- que arroje luz sobre el misterio de los Reyes, como aquel que encontró el anticuario, medievalista y cazafantasmas inglés Montague Rhodes en el Museo Británico.
Pero estamos en la Biblioteca Nacional. Desplacémonos, desde allí, hasta el Museo Arqueológico, y sin necesidad de pisar la calle, pues al ocupar los dos edificios la misma manzana de Madrid, uno y otro están comunicados.
Decimos Museo Arqueológico Nacional, y precisamos todavía más: sección España visigoda. Ahí puede uno contemplar una pieza encontrada en un tesoro, el tesoro de la Granja del Turuñuelo, en Medellín (Badajoz, Extremadura). Se trata de una fíbula áurea redonda, una especie de hebilla o broche de oro con una adoración de los Magos grabada en miniatura y el ruego incorporado a María de proteger al portador del objeto.
Patronos del buen viaje
Porque que nos acordemos únicamente de los Reyes Magos la noche del 5 de enero y la mañana del 6 no quiere decir que durante siglos la gente no se encomendara a ellos, por ejemplo, antes de emprender un viaje. Pero no solo eso.
Una fórmula medieval con los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar se repetía para detener los caballos desbocados y en una biblioteca de París, la de Santa Genoveva, se conserva un manuscrito del siglo XIII con una oración a los Magos para sanar la epilepsia. Pero centrémonos en los Reyes como patrones del buen viaje. Porque lo que hemos venido a proponer hoy aquí es eso, un viaje.
Antes de proseguir, toca, sin embargo, hacerse una pregunta: ¿existieron los Reyes Magos? O preguntado de otra manera: ¿el pasaje que relata Mateo en su Evangelio es real o es solo una historia que se cuenta a los niños la noche del 5 al 6 de enero? Planteamos esto para cuestionar una idea muy extendida, la de que la historia de la salvación que recorre del primer versículo del Génesis al último del Apocalipsis es una historia que se verifica al margen de la historia de los hombres; la idea, en fin, de que la Biblia es un cuento.
Kepler y la conjunción de planetas
No solo hay evidencias arqueológicas que prueben que los fenómenos que cuenta Mateo en su Evangelio sucedieron tal cual, también historiográficas y, por si fuera poco, astronómicas. Y aquí hay que recordar lo que preguntaron los Magos al entrar en Jerusalén: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle».
Para obtener respuesta, uno puede hacer dos cosas: viajar hasta Castelgandolfo, a las afueras de Roma, donde el Vaticano, aparte de una residencia de verano, tiene un observatorio astronómico, y preguntar allí, o apuntarse a la tesis más difundida al respecto, la del astrónomo del siglo XVII Johanes Kepler.
Kepler calculó que, al tiempo de nacer Cristo, tuvo lugar una conjunción de los planetas Júpiter y Saturno. Y aquí hay que tener en cuenta que Júpiter era la estrella de la más alta divinidad de Babilonia y Saturno el representante cósmico del pueblo judío. ¿Qué pudieron deducir de esto los astrónomos de la época? Que tal encuentro de planetas podía significar el tan anunciado nacimiento en Judea del auténtico señor del mundo. Cómo es posible que esta profecía circulase fuera del judaísmo, eso quizás lo explique una de las notas que ha caracterizado al pueblo elegido a lo largo de la historia: la nota del éxodo, la nota de la diáspora, la nota que puso a los judíos en relación con otros pueblos, entre ellos, el babilonio.
Ni chino ni vikingo
Aunque Babilonia había sido el centro de la astronomía en épocas remotas, ya no lo era cuando Cristo nació, por más que aún resistiera un reducido número de sabios, a cuya autoría cabe atribuir unas tablas de terracota en caracteres cuneiformes con cálculos que apuntan a una conjunción de Júpiter y Saturno. Entra en juego aquí la arqueología, y no solo aquí, sino también en el hallazgo de unas tablas cronológicas chinas que dejan constancia por las mismas fechas de la aparición en el cielo de una estrella luminosa.
Querer deducir de este último hallazgo que uno de los tres Reyes Magos era chino es tan sugerente como empeñarse en hacerles proceder de Tartesos o esperar verles llegar la mañana del 6 de enero a bordo de un barco vikingo, como en alguna ocasión ha fantaseado Tom Kallene.
Todo esto resulta, insistimos, sugerente, pero nos hace llevar el relato por los derroteros de la fantasía, desvirtuándolo. Se impone, por tanto, encarrilarlo de nuevo por los caminos de la historia, y qué mejor que echar mano de las crónicas de Tácito y de Suetonio, en las cuales se lee que al tiempo de nacer Cristo bullían en el ambiente expectativas del surgimiento en el país de Judá de un mesías redentor del mundo. Aclarado esto, centrémonos de nuevo en la cuestión del viaje.
La ruta europea
Porque, insistimos, la historia de los Reyes Magos es, entre otras cosas, la historia de un viaje, y de incalculables proporciones. Sabemos por Mateo que los Magos vinieron de Oriente y que, una vez adorado al Niño, a Oriente regresaron, apresuradamente, huyendo de Herodes, advertidos por un ángel y por un camino distinto del que habían venido.
Lo que no sabemos es el lugar exacto de Oriente (¿Persia?, ¿Mesopotamia?, ¿Arabia?…) y tampoco la ruta que siguieron ni a la ida ni a la vuelta. La tradición señala la ruta del incienso, y no solo porque uno de los regalos al Niño fuera el incienso, sino por tratarse de una ruta comercial muy transitada entonces. Hoy, sin embargo, quien se aventure por ella se arriesga a un más que probable secuestro seguido de degollina, con posterior vídeo subido a Youtube por el Isis. Conque lo mejor es proponer una ruta europea de búsqueda de los Reyes Magos, por más que uno no se sienta ya seguro ni en casa.
El trayecto propuesto, en cualquier caso, es el mismo que a comienzos del siglo XII recorrió la comitiva que, por orden directa de Federico I Barbarroja, trasladó los restos de los Reyes Magos desde la basílica de San Eustorgio, en Milán, hasta la catedral de Colonia. Hoy, el asunto de las reliquias puede sonarnos a superstición de beata de misa de 11, pero entonces, en el Medievo, era un elemento político de primera magnitud, hasta el extremo de provocar incidentes diplomáticos, como último recurso a la declaración de guerra.
De Milán a Colonia por orden del Emperador
De hecho, en el traslado de las reliquias de los Magos -la célebre translatio– hay quien ve, subyacente, el deseo de Federico I Barbarroja de premiar a la leal Colonia y castigar a la rebelde Milán. Y más todavía: la intención de legitimar el Sacro Imperio Romano Germánico, incorporando, supeditándola, la tradición religiosa -en este caso, la de los Reyes Magos- al discurso político del momento.
Todo esto, que a muchos detractores de la Edad Media puede escandalizar, es exactamente lo que hace la izquierda hoy con las caravanas la noche del 5 de enero, cuando sustituye a los Reyes Magos por Reinas Magas, y todo para legitimar una ideología como la de género; con la diferencia, además, de que Federico I Barbarroja construyó Europa y las Adas Colaus, las Manuelas Carmenas y los Kichis de turno parecen empeñados en acabar con lo mucho o lo poco -más bien lo poco- que queda de todo aquello. Pero lo peor no es esto, sino el poco estilo con el que desbaratan una herencia de siglos.
Ya podían aprender de Grao Vasco, pintor portugués de comienzos del siglo XVI, que alarmado con que el descubrimiento de América pudiera dar al traste con la tradición de que cada uno de los tres Reyes Magos representaba una parte del mundo conocido (con lo que eso podía significar de cuestionamiento del relato evangélico), se apresuró a pintar una adoración a la que incorporó un cuarto Rey Mago, representante del nuevo continente, con sus plumas, sus tatuajes, sus pinturas, su azagaya, y un cofrecito de madera, quien sabe si con semillas de cacao, en adición del oro, incienso y mirra. El cuadro, por cierto, puede visitarse en el Museo Nacional Grao Vasco, en Viseu, Portugal.
Un folio mecanografiado ante un sepulcro vacío
En la basílica milanesa de San Eustorgio, en su ángulo más oscuro, lo que puede visitarse es una capillita a los Reyes Magos, con un fresco de la Adoración, un tríptico en mármol con idéntico motivo, un sepulcro vacío en el que durante siglos reposaron Sus Majestades y, escrita a máquina en un folio amarilleado por el tiempo y encuadrado en un marco como de mercadillo, una propuesta de itinerario, el mismo que completaron las reliquias peregrinas hace ya 10 siglos, 13 etapas que arrancan en el norte de Italia, atraviesan Suiza y terminan en Colonia, Alemania.
Ojo, que a diferencia de otras peregrinaciones, como la Ruta Jacobea o la Vía Francígena, el trayecto de Milán a Colonia no está señalizado, en el sentido de que no veremos las figuras de los tres Reyes Magos como camino a Santiago vemos flechas amarillas o entre Canterbury y Roma el dibujito de un peregrino. Y es bueno que así sea, porque al no estar explotado el trayecto por las cámaras de comercio, las concejalías de cultura y las oficinas de turismo, quien lo recorra por su cuenta y riesgo tendrá la sensación de ser el primero que lo hace en siglos, y eso nos hará sentir como lo que de verdad somos: únicos e irrepetibles. Además, de esta manera disfrutaremos más y mejor los pequeños descubrimientos que hagamos a lo largo de las etapas, porque el camino entre Milán y Colonia está lleno de pistas.
Así, en la propia Milán, aparte del sepulcro vacío en la basílica de San Eustorgio, encontraremos una autoescuela llamada Tres Reyes, y una pizzería con idéntico nombre, y también una escuela de natación (esta última, ironías del callejero, en la vía Karl Marx).
Sanctorum Pause
Y a 20 millas al norte de Milán, asomado al lago Como, un hotelito de tres estrellas -como tres coronas- llamado Tres Reyes, con una recepcionista que te cuenta que, cerca de allí, en Grandate, un pueblito entre montañas en la frontera con Suiza, hay una callecita y un letrero en el que pone San Pos, corrupción de Sancti Pause, corrupción, a su vez, de Sanctorum Pause, esto es, Santa Pausa, por ser el primer alto que hicieron aquellas reliquias peregrinas casi 10 siglos atrás.
Y en Bamberg, en la ciudad alemana de Bamberg, en la catedral de Bamberg, la estatua ecuestre del célebre caballero de Bamberg, en el que la tradición ha querido ver desde tiempo inmemorial o casi a uno de los tres Reyes Magos.
Y por toda Alemania, en los dinteles de madera y piedra de muchas casas y comercios, escritas a tiza unas curiosas inscripciones: 20*C+M+B+18, donde 20 hace referencia al siglo, * a la estrella de Oriente, C a Caspar, M a Melchor, B a Baltasar y 18 al año que entra; una antigua fórmula medieval, en fin, para dar la bienvenida al año nuevo y a los Reyes Magos.
Y, ya al final, la última etapa del camino, Colonia, donde nos esperan, desde hace siglos, los Reyes Magos, tan contentos con nuestra visita, que nos concederán todo lo que les pidamos, sin importarles lo bien -o mal- que nos hayamos portado o que sea o no 6 de enero.
La descubridora de la Veracruz
Hemos contado cómo fueron trasladadas las reliquias de los Reyes Magos de Milán a Colonia, pero no cómo llegaron de Constantinopla a Milán, ni de Oriente a Constantinopla, ni, más importante aún, quién halló tales reliquias allá por el siglo IV. Fue la emperatriz Helena, madre de Constantino, y descubridora también de la Veracruz, la Cruz en la que Cristo murió. No es plan, sin embargo, de plantear aquí y ahora la cuestión de la autenticidad de la Veracruz o de las reliquias de los Reyes Magos, pero sí de hablar del componente de religiosidad popular que tienen las reliquias en general, y la importancia que ello conlleva.
Porque hay casuística de sobra en apoyo de la tesis de que, en tiempos de tribulación, no pocas veces ha sido el pueblo llano y fiel el que ha dado la cara. Ahí tenemos los intentos de la Convención Nacional en 1795, en la Francia de la Revolución, de borrar el recuerdo de los Reyes Magos mediante la sustitución de la corona o roscón de Reyes por la corona o el roscón de la Igualdad, lo que supuso la airada reacción del pueblo y la consiguiente marcha atrás de los revolucionarios en su decisión. Una respuesta así sería hoy inimaginable en la ciudad alemana de Hildesheim, donde hoy apenas se guarda memoria de Melchor, Gaspar y Baltasar, cosa impensable tiempo atrás.
Hildesheim es, después de Colonia, la ciudad alemana con un vínculo mayor con los Reyes Magos, hasta el punto de que una pequeña parte de aquellas reliquias peregrinas -en concreto, los dedos de Sus Majestades- reposa en su catedral desde el siglo XII. O eso dice la tradición, porque quien viaje a Hildesheim, no encontrará ni mención de las mismas. Como mucho, uno de esos folletos turísticos traducidos al español con idéntico manejo de la sintaxis con que están redactados los manuales de instrucciones de las lavadoras; redacción, sin embargo, que permite entender que en la catedral hay una cámara del tesoro, por más que no se precise si las reliquias de los Reyes se custodian en la misma o no.
Una historia telegráfica
Lo que desde luego no se precisa es que tales reliquias habían recalado siglos atrás a Hildesheim por ser esta la patria chica de Reinaldo de Dassel, el canciller del Sacro Imperio Romano Germánico que en el siglo XII organizó el traslado de los restos de los Reyes Magos desde Milán a Colonia; y patria chica también de Juan de Hildesheim, un monje carmelita del siglo XIV, hombre leído y viajado, y ciertamente clave en la idea que hoy tenemos de Melchor, Gaspar y Baltasar.
La primera noticia acerca de los Reyes Magos la encontramos en el Evangelio de Mateo, donde, sin embargo, no se precisa ni cuántos eran, ni cómo se llamaban, ni el lugar exacto de Oriente de donde procedían, como si de cuyo nombre el evangelista no quisiera ni acordarse. Y, sin embargo, lo telegráfico del relato ha excitado durante siglos la imaginación de los eruditos, y de los poetas, y de los artistas, y de los viajeros, y de los exploradores, y de los creativos publicitarios, y de los propietarios de grandes almacenes, y, por supuesto, de los niños, hasta el punto de verse todos ellos en la necesidad de rellenar los huecos en la historia. De ahí la ingente cantidad de leyendas a lo largo de los siglos y aquí el mérito de Juan de Hildesheim, quien refundió todas las conocidas en su época en un único librito, configurando así una imagen de los Reyes Magos que dura hasta hoy.
Aparte de Melchor, Gaspar y Baltasar, son muchos los personajes que desfilan por las deliciosas páginas de Hildesheim, si bien vamos a detenernos únicamente en uno, un personaje que transita entre la historia y la leyenda, un personaje en el que muchos autores -Juan de Hildesheim, entre ellos- han querido ver a un descendiente directo de los Reyes Magos: el Preste Juan.
Una maniobra propagandística
Es a finales del siglo XII cuando comienzan a circular por Europa diferentes versiones de una misma carta, la carta del Preste Juan, mitad rey, mitad sacerdote, dueño y señor en Oriente de un inmenso y fabuloso reino. La carta, en sus distintas versiones, hace una detallada relación de las riquezas y dominaciones del personaje, aunque para no hacerla interminable, es el mismo Preste quien zanja la cuestión diciendo que llevaría un año hablar de todas las maravillas de su reino y que las estrellas del cielo y la arena del desierto eran una buena medida para el cálculo de su poder.
La historia nos dice que, de las mil y una expediciones que se armaron en busca del reino del Preste Juan, ninguna llegó a su destino, lo que dota de verosimilitud la tesis de que la célebre carta fue una maniobra propagandística para imbuir en los europeos la idea de Cruzada, pues a qué caballero iban a flaquearle las piernas y el ánimo ante el Islam, sabiendo que en Oriente contaba un poderoso aliado -el Preste Juan- cuyos jinetes no iban a lomos de caballos, sino de elefantes y de dragones.
Que el fantasmagórico Preste Juan estaba dispuesto por Cristo a todas las violencias lo demuestra su intención declarada de marchar a Jerusalén, de la misma manera que siglos atrás lo habían hecho tres antepasados suyos, Melchor, Gaspar y Baltasar, solo que, a diferencia de estos, él no lo haría en son de paz, sino de guerra, y todo para arrancar los Santos Lugares de manos del infiel.
Tomás, el bautista de los Reyes Magos
No es esta, por cierto, la única referencia a los Reyes Magos en la carta del Preste. Así, cuando este habla de las extensiones de su reino dice que limita longitudinalmente al este con la tumba del apóstol Tomás, quien, según la tradición, y en su papel de evangelizador de las Indias, bautizó y confirmó a unos envejecidos y achacosos Reyes Magos en la fe en aquel Niño al que habían ido a adorar años atrás. La tumba del apóstol Tomás, que no se nos olvide, se venera desde hace siglos en Mylapore (Kerala, India); otro destino, por tanto, a añadir en nuestro viaje.
Lamentamos el mareo de haber hecho viajar al lector, siquiera con la imaginación, y en tan corto espacio de tiempo, a lugares tan alejados en el espacio como Alemania, Roma, Palestina y la India. Pues imagínese este mismo recorrido en una sola noche, añadiendo por si fuera poco un destino más, Etiopía, hipotética patria del Rey negrito. Habrá quien diga que ni siquiera todos los adelantos del transporte que ofrece el mundo de hoy permiten un viaje así en una sola noche; incredulidad que se verá redoblada cuando se diga que tal viaje lo hizo -en una sola noche, insistimos- una monja alemana del siglo XIX, beatificada en 2004 por Juan Pablo II: Ana Catalina de Emmerick.
Lo curioso es que la noche en que tuvo lugar tan prodigioso viaje -8 de diciembre de 1820-, Ana Catalina de Emmerick estaba en cama, donde llevaba postrada varios años a causa de múltiples dolencias. Puede, por tanto, explicarse el viaje como resultado de las altas fiebres o, en un acto de fe, puede explicarse a partir del don de la bilocación, la capacidad para estar en cuerpo y alma en dos sitios distintos al mismo tiempo. No fue este, a propósito, el único don sobrenatural con que fue bendecida Ana Catalina, sino también, y entre otros muchos, el de ser testigo directo y en todos sus detalles de episodios de la Historia, bien de la sagrada, bien de la profana.
Mensor, Sair y Zeokeno
Las más célebres de estas visiones fueron las de la Pasión de Cristo, las cuales, por cierto, inspirarían la muy taquillera película de Mel Gibson. Pero no fueron estas las únicas. Están las que tuvieron por protagonistas a tres hombres del desierto llamados Mensor, Sair y Zeokeno, tres reyes sabios, dueño y señor cada uno de una tribu de pastores, al tiempo que máximos intérpretes y depositarios de un antiquísimo culto de adoración de las estrellas.
Los reinos de Mensor, Sair y Zeokeno -o, si se prefiere, de Melchor, Gaspar y Baltasar- lindaban los unos con los otros, lo que justificaría la existencia en mitad de los tres de una torre en forma piramidal, con unos alargados tubos con los que observar las estrellas, tarea en la que los Reyes Magos y sus antepasados llevaban siglos turnándose, y de una manera virtuosa y teologal, esto es, “creyendo, esperando y amando”, como dice Emmerick.
Todo esto explicaría el alborozo de Mensor, Sair y Zeokeno -o, insistimos, Melchor, Gaspar y Baltasar- cuando avistaron en el cielo la señal tan largamente anunciada. Y aquí Emmerick procede a detallar los preparativos de la caravana, y su travesía por el desierto, y su llegada triunfal a Belén. Hablamos de una comitiva de más de 200 personas y un cuarto de legua de largo, con sus preceptivos dromedarios y pajes cargados de regalos, buena parte de los cuales fueron repartidos entre los pobres del camino, testigos gozosos de la primera caravana de Reyes de la historia.
Entre la resurrección de Lázaro y la Pasión
Es muy hermoso el papel que Ana Catalina reserva en sus visiones a los Reyes Magos, como todopoderosos señores atentos con los extraños pero también con su propio pueblo, al que conducen de noche por el desierto entonando bonitos himnos, de los que la monja registra la letra, mas no la música. Y es también muy hermosa la llegada de los Reyes a Belén, y las palabras que le dirigen al Niño («conmovedoras e infantiles», en opinión de Emmerick), en cualquier caso alejadas de la retórica de los grandes discursos para las grandes ocasiones.
No son las anteriores, por cierto, las únicas visiones de Emmerick con los Reyes Magos como protagonistas. Hay otras más acalambrantes que estas, si cabe, y que la beata no sitúa en el nacimiento de Cristo, sino casi al final de sus días en la tierra, entre la resurrección de Lázaro y la Pasión. Según Emmerick, es en este periodo de tiempo que Cristo emprende un viaje con dirección a Oriente, acompañado por tres jóvenes discípulos, hijos de miembros de aquella comitiva real y mágica llegada a Belén 33 años atrás, y que en lugar de regresar a su país, decidieron establecerse allí y formar familias con pastorcitas del lugar. No se trata, ahora bien, el de Cristo a Oriente de un viaje iniciático, sino de despedida… De despedida de los Reyes Magos.
Lo más reseñable de esta segunda visión es la llegada no anunciada de Cristo al país de los Reyes Magos. La descripción que hace Emmerick del reino satisfaría con creces la curiosidad de cualquier niño que se preguntase cómo era el palacio de Melchor, Gaspar y Baltasar, tales eran sus maravillas y riquezas. Pero lo que queremos contar aquí es la crónica de un reencuentro.
El primer Rey Mago al que Cristo va a ver, que es el Rey Mago de más edad, siente en su interior que aquel visitante inesperado es el mismo Niño al que él fue a adorar 33 años atrás, lo que le lleva impulsivamente a hincar la rodilla, quitarse la corona y ponerla en tierra, y ofrecerle un presente, exactamente como hizo entonces. Es este Rey quien conduce a Cristo hasta las dependencias del segundo, tan achacoso que no es capaz de levantarse de su trono, hasta que oye la que luego sería célebre fórmula “levántate y anda”. Y son estos dos Reyes los que llevan a Cristo a ver al tercero, quien descansa no en un aposento real, sino en una tumba.
Y lloraron como niños
Sería bonito decir que con una sola palabra suya Cristo resucitó de la muerte al tercer Rey Mago, como poco tiempo atrás había hecho con su amigo Lázaro. Pero hay que estar a la literalidad de las visiones, que nada dicen de esto, aunque sí consignan un detalle conmovedor: que ante la tumba del Rey muerto los otros dos lloraron como niños, que es como lloran los hombres la muerte de los amigos con los que han querido tanto y vivido incontables aventuras. La visita de Cristo al país de los Magos, en fin, termina con la promesa de estos de conformar sus enseñanzas a las de Él y el regreso de este a Palestina.
Cabe señalar que las visiones de Ana Catalina no son verdad revelada, como sí lo son los Evangelios. Quiere esto decir que lo que el creyente lee en las Escrituras que dijo o hizo Jesús ha de tomarlo por cierto. Lo que no significa, ahora bien, que lo allí consignado fuera lo único que dijo o hizo Jesús. Y esto no lo decimos nosotros, lo dice San Juan en el último versículo de su Evangelio: “Y hay también muchas otras cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aún en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir”.
¿Insinuamos con esto que las visiones de Emmerick sean ciertas? No. Pero tampoco afirmamos lo contrario. Cómo íbamos a hacerlo después de uno de los descubrimientos arqueológicos más asombrosos del que se tiene noticia: el hallazgo en 1891, en la ciudad de Éfeso, de la casa en la que la Virgen María pasó sus últimos días en la tierra. Los autores fueron dos sacerdotes franceses armados únicamente de una brújula y el texto de las visiones que, al respecto, había tenido Emmerick más de 70 años atrás, sin haber estado nunca en Éfeso ni, más increíble aún, haber salido jamás de los límites de Westfalia.
La tenacidad de Schliemann
El caso de los dos sacerdotes exploradores recuerda al del arqueólogo Heinrich Schliemann, descubridor de la ciudad de Troya, y cuyo interés por la arqueología comenzó cuando, de niño, su padre le leyó la Ilíada, sin decaer siquiera cuando ese mismo padre le dijo que se trataba de una leyenda. Es más, el pequeño Heinrich se dijo a sí mismo, poniendo por testigo a Minna Meincke, su noviecita entonces, que algún día encontraría la ciudad de Troya, como finalmente sucedió casi medio siglo después, ayudado Schliemann de una brújula, una cuadrilla de obreros y los poemas de Homero por mapa, en una epopeya que asombró al mundo.
Es una lástima que, en lugar de Príamo, Heinrich Schliemann no hubiera vivido subyugado por las figuras de Melchor, Gaspar y Baltasar, pues, dada su determinada determinación, es casi seguro que hubiera terminado encontrando su reino perdido en el desierto. Y, sin embargo, Schliemann representa mejor que nadie eso que solo un cursi llamaría el espíritu de los Reyes Magos, y no porque naciera el 6 de enero de 1822, sino porque nunca abandonó las ensoñaciones de la niñez.
Con esto no decimos que haya que armar una expedición tras la polvorienta pista de Sus Majestades, ni siquiera volver a los días felices de los cuartos de juegos, los libros con ilustraciones, las excursiones en bicicleta y las casas en el árbol, más que nada porque una y otra operación están destinadas no ya al fracaso, sino al ridículo, ese lugar del que jamás se regresa. Lo que sí decimos es que se impone un cierto retorno a la inocencia, más en estos tiempos en los que hasta los niños -o eso pretenden algunos- están de vuelta de todo. Porque una civilización no puede ser reconstruida de sus cenizas con las mismas armas con las que fue demolida, básicamente, las armas de los resabiados y los descreídos.
Se trata, en fin, de volver a creer. De volver a creer en los Reyes Magos. Porque, hora es ya de que se sepa, y más en estos días, los Reyes Magos existen.