Pasa con la Monarquía, tan transida de tiempo, lo que de éste decía San Agustín: «¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé».
Por eso, las tradiciones, las analogías, los símbolos y los escalofríos ayudan tanto. Es lo que ocurre, exactamente, con las caceroladas contra la Monarquía, que son la traducción perfecta al lenguaje de nuestro tiempo de lo que reza en la Constitución: el Rey es símbolo de la permanencia y la unidad del Estado (art. 56). La clave de la Operación Cacerola es que la montan quienes quieren desmembrar España y/o revolucionar los restos para los restos. Entonces, cuando alguien comenta, muy sopesadamente, que no es monárquico, pero que, viendo quiénes y cómo y cuándo y por qué atacan al rey, no le queda más remedio que defenderlo; hay que decirle, con cierta pedantería teórica, que eso, justamente, es ser monárquico. La Monarquía —además de las profundas teorías teológicas de los grandes teóricos clásicos, del esplendor y la pompa, del peso de la historia y del recuerdo de nuestras abuelas— es la defensa de los principios que, con el infalible instinto del odio, atacan en la institución que los encarna. Y que sostenemos.