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Jurassic World: Dominion, la última película de la segunda parte de la saga nacida en 1993, se ha estrenado en cines este mes. Aunque es probablemente la más floja de todas las entregas, el viejo truco sigue funcionando: es imposible no mirar a los dinosaurios en la pantalla con una mezcla de miedo y fascinación. El lanzamiento es una buena excusa para reflexionar sobre la película original y sobre la novela que estuvo detrás. ¿Una simple diversión fantasiosa o una reflexión más profunda sobre el hombre y la ciencia?

Si usted no es demasiado viejo ni demasiado joven, es posible que recuerde el mágico verano en que se estrenó Parque Jurásico. Era 1993, yo tenía 6 años y mi generación se vio invadida por una súbita dinomanía. Ni superhéroes ni futbolistas: las conversaciones en la piscina se poblaron de repente de velocirraptores y triceratops. Los cromos de saurios circulaban casi como papel moneda, el tiranosaurio rex se convirtió en uno de los regalos estrella para quienes cumplían años y todos aprendimos de repente qué demonios era el ámbar.

Pocos estrenos tuvieron tal impacto en su tiempo, y la repercusión se ha mantenido con los años, a lo largo de las entregas que siguieron a la original: El mundo perdido (1997), Parque Jurásico III (2001), Jurassic World (2015), Jurassic World: El reino caído (2018); y Jurassic World: Dominion, la más reciente y, probablemente, la menos atractiva.

El éxito inicial confirmó que, como había escrito años antes Ray Bradbury, hay tres materiales literarios tan fascinantes que es casi imposible aburrir a nadie al tratarlos: el antiguo Egipto, la vida en marte y los dinosaurios. Pero, además, la razón obvia del triunfo de la película de Steven Spielberg en las estadísticas de audiencia es que es un colosal producto de entretenimiento. La trama, los impactantes efectos especiales -basados principalmente en la robótica, no en la  creación digital- y la banda sonora de John Williams la convirtieron en una de las mejores películas de los 90.

Michael Chrichton en Isla Nublar

Pero antes de la película vino la novela de Michael Chrichton (1942-2008), un best-seller de éxito atronador que, como suele ocurrir, se ha visto opacado por la versión cinematográfica. Médico de formación, Chrichton miraba el mundo, desde su más de dos metros de altura, con un divertido escepticismo. Hacia la política, e incluso hacia la propia ciencia, que representó una parte importante de su obra literaria. O más bien hacia quienes convierten la ciencia en dogma.

No en vano, en sus últimos años invirtió muchas energías en una batalla que recuerda un poco a la pesadilla de Isla Nublar. Aunque era un apasionado ecologista, cuestionaba el Apocalipsis climático y denunciaba el uso de la ciencia para respaldar premisas políticas. En materia de clima, escribió, “se ha suprimido la discusión abierta y franca sobre los datos” con el fin de defender una agenda política y económica concreta. En su novela Estado de miedo (2004), unos científicos falsean los datos de un estudio para extender en la sociedad el terror al calentamiento global. ¿Les suena familiar?

Chrichton no negaba la existencia del cambio climático, pero sí apuntaba el riesgo de tomar acciones dañinas y precipitadas, sin respaldo científico sólido, que podrían ser muchos peores que los efectos reales de la amenaza. Es curioso que muchas personas interpreten hoy Parque Jurásico como una llamada de acción ante la urgencia del clima, cuando la lectura política del autor -aunque mucho menos evidente que Estado de miedo– sería más bien la contraria: cuidado con quienes quieren salvar el mundo sin medir bien las consecuencias de sus actos. Esta postura le costó en los últimos años el rechazo del Partido Demócrata, con el que siempre se identificó y al que realizó generosas donaciones en los 90.

“No hemos reparado en gastos”

Pero volvamos al cine y elevemos el foco. El universo jurásico nos plantea, ante todo, varias preguntas fascinantes sobre los límites del hombre y de la ciencia. ¿Podemos de verdad crear dinosaurios? En caso de que podamos, ¿son realmente dinosaurios o son otra cosa? Y lo más importante: ¿debemos hacerlo?

En la primera entrega, el debate ético se concentra en un personaje: John Hammond, el fundador de InGen, uno de los grandes aciertos del guion. El millonario interpretado por Richard Attenborough es lo suficientemente complejo y atractivo como para que las conclusiones sobre su proyecto no sean obvias. En lugar de trazar la figura de un villano, la película nos presenta a un abuelo entrañable con la voluntad firme de divertir al mundo y dejar huella, sin, ejem, reparar en gastos. “En este lugar”, dice en la novela, “quería enseñar algo que no fuera una ilusión, algo que fuese real… Algo que pudieran ver y tocar, una idea llena de mérito”. No es particularmente malvado, pero su idea, como pronto sabremos, tiene pésimas consecuencias para la humanidad. Algo, me temo, que sucede con no pocos filántropos.

En un artículo en The American Conservative, John Ehrett alaba Jurassic World: The Fallen Kingdom por su defensa del Derecho natural. “No se trata solo de que cierto experimento científico tenga consecuencias no deseadas, sino que es intrínsecamente perverso que los humanos diseñen nuevos seres vivos con el único propósito de explotarlos”, dice. “En una secuencia repulsiva, los traficantes de armas pujan en una subasta por dinosaurios enjaulados para convertirlos en armas biológicas. Eso no es simplemente tonto, nos dice The Fallen Kingdom: es malvado”. La última película incide también, aunque de forma menos marcada, en esta línea de discurso.

El temblor del agua en un vaso de plástico

Cuando dos paleontólogos, un matemático, un abogado y dos niños, nietos de Hammond, atravesaron las puertas de Jurassic Park, estaban dando inicio, sin saberlo, a una nueva etapa, porque las novelas y las películas modelan nuestra forma de ver el mundo. Entrábamos en la Era Jurásica. Desde entonces, los sueños y pesadillas de mi generación han estado marcados por lo que sucedió en Isla Nublar, y asociamos de forma inconsciente la historia a muchos debates serios.

Se ha escrito mucho sobre las muchas vocaciones de paleontólogo que nacieron viendo la película, pero no tanto sobre el impulso que dio a la bioética en el debate público. Quizás no lo hizo de forma especialmente sutil, pero, ahora que el XXI amenaza con ser el siglo del transhumanismo, deberíamos agradecer a la película que popularizara en la conciencia colectiva los riesgos de la creación científica sin límites morales.

Seguiremos viviendo en la Era Jurásica mientras sigamos soñando con dinosaurios. Para divertirnos, para asustarnos, para hacernos preguntas. Ojalá sea por mucho tiempo. Por vuestra culpa, Chrichton y Spielberg, nunca volveremos a mirar igual el temblor rítmico del agua en un vaso de plástico.