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Nuestro rey Felipe VI, que Dios guarde, no ha concedido ningún título nobiliario en los años de su reinado. El rey emérito empezó muy bien, pero luego se fue aburriendo. Y esto, que apresuradamente alguien podrá ver como un signo de modernización —otro más— de la Casa Real, es —si me permiten el atrevimiento— una lástima.

Me envanecería, por supuesto, que alguien dijese de mí lo que el canciller Bismarck soltó de Joseph von Radowitz, al que calificó como «el diestro guardián de las fantasías medievales del rey»; pero no se trata de fantasías y mucho menos de medievalizar nada. Conceder títulos con cierta mano abierta sería una intrépida acción de realpolitik que respondería de frente a problemas rabiosamente actuales.

Daré siete razones:

I. Autoridad real

Un problema latente que socava la monarquía constitucional es el creciente desplazamiento hasta lo ornamental vergonzante (valga la paradoja) de su papel público. Con un Gobierno colaborador, el problema se diluye, porque el respeto mutuo es exquisito y, como dos caballeros ante una puerta abierta, se ceden mutuamente el paso. Cuando hay un Gobierno taimadamente republicano el asunto se complica hasta llegar a la envidia mimética, al atropello, al ninguneo y a la exposición contraproducente del monarca. Esto ha de bandearse con mucha mano izquierda, pero es bueno que la mano derecha haga lo suyo en el compartimento estanco de discrecionalidad real. La concesión de títulos nobiliarios entraría de lleno en este campo de absoluta libertad soberana del soberano. Como a primera vista parece algo marginal, no extrañaría mucho a los avariciosos del poder contante y sonante. Pero no es poca cosa: reivindica, frente a la potestad, el ejercicio de la autoridad.

Alguien dijo que en el siglo XXI sólo quedarían cinco monarquías en el mundo: los cuatro reyes de la baraja y el de Inglaterra. La profecía no lleva camino de cumplirse del todo, pero no está de más recordar que, en el Reino Unido, el sistema de ennoblecimiento funciona, con sus abusos lamentables y errores, claro, a toda máquina. Y que es una fábrica de lealtades y monarquismos, además de una institución social aceptada y querida por el pueblo. Permite que la sociedad en su conjunto celebre a sus damas y caballeros más preclaros con un toque de fantasía.

II. Reconocimiento de la excelencia

El escudo de Sir Roger Scruton

La obsesión con el igualitarismo de nuestras sociedades está llegando al paroxismo de ver una amenaza pública en cualquier atisbo de excelencia. Nos quieren extremadamente iguales, especialmente los políticos abonados a la demagogia de ser ellos, por supuesto, los más iguales, como en la novela de Orwell. Esto nos rebaja a todos.

Nuestras sociedades necesitan compensar su querencia por el igualitarismo con el reconocimiento de la excelencia. O ambas fuerzas —igualdad y mérito— van juntas o cada una se desquicia por su lado. Hoy por hoy, es tanta la presión del igualitarismo que habría que hacer un esfuerzo suplementario por el otro cabo. En nuestra tradición histórica, no hay reconocimiento más propio que un título, que, además, como no tiene efectos civiles ni privilegios fiscales añadidos, por desgracia, no socava los principios de una igualdad universal imprescindible.

Las sociedades sanas necesitan élites de todo tipo —intelectuales, religiosas, económicas, sociales, profesionales…— que tiren del carro. No se dijo como adorno retórico que los mayores entre nosotros serían nuestros servidores. Es una ley. Sin mayores, nadie sirve a nadie, porque nadie sirve de nada. La concesión de títulos nobiliarios tendría que tener un papel de quijotesca y gallarda resistencia al igualitarismo rampante. (Sutilmente, reconocer la excelencia ajena es dar a conocer la propia.)

III. Sostenimiento moral

Excelencias hay muchas, como son innumerables los campos diversos donde pueden exhibirse. La concesión de títulos tendría que hacerse con una visión amplia, sin desdeñar las actividades tradicionales (el ejercicio de las armas, el uso benéfico de los bienes de fortuna, la prudencia política), pero admitiendo nuevas aportaciones en la ciencia, la cultura, el deporte, la prensa y la caridad. Las víctimas del terrorismo, por ejemplo, hubiesen merecido y aún merecen la concesión de un título póstumo por servicios de sangre a la nación, por ejemplo. El ducado de Nadal a nuestro tenista ya está tardando, sin duda, pero un condado a Ortega Lara sería un reconocimiento a la altura de su sacrificio. Si la Casa Real otorgase títulos, tendría un instrumento en sus manos para elevar el nivel moral de la completa sociedad y subrayar nuestras mejores líneas de fuerza.

Esto permitiría cierta holgura para compensar (un sistema de checks and balances, diríamos) los premios oficiales que, con más o menos disimulo, conceden directamente los políticos. Vale que el patronato del Princesa de Asturias lauree a Marina Abramović o el del Cervantes a Peri Rossi. Están en su derecho y en sus estatutos; pero la Casa Real podría mantener una autonomía del honor, un inteligente contraste y una interesante ironía. Sería deseable, por tanto, que no se limitase a ennoblecer a aquellos que el mundo ha premiado antes, como al ganador de un premio Nobel o al campeón del Mundial de fútbol, sino también a quienes lo merezcan, aunque no hayan ganado unos oropeles previos. Hay que tener el valor de reconocer la valía, para lo que se necesita previamente la valía de reconocer el valor.

IV. Equilibrar la balanza del poder con sus ciudadanos

Decía Solón de Atenas, uno de sus siete sabios y el más reputado, que el buen gobierno tenía que sostenerse a partes iguales en los premios y en los castigos. Tanto si premiaba demasiado como si castigaba sin mesura, su andadura sería cojitranca.

En las sociedades occidentales abundan las multas, las sanciones, los impuestos y las cancelaciones. Un ciudadano ejemplar no puede aspirar más que a no recibir demasiadas multas mientras paga los sucesivos y solapados impuestos. Premios y reconocimientos se guardan celosa y endogámicamente o para las personas célebres o para los propios compañeros (políticos y académicos) de los miembros de los jurados y patronatos. Debería ser una prioridad de los poderes públicos cambiar ese gesto desabrido del Estado. ¿No se abre aquí, mientras tanto, una ventana de oportunidad para la monarquía?

V. Defensa de la familia y la herencia

Lo más bonito de los títulos es que son hereditarios dentro de la familia. A la Casa Real le conviene muchísimo defender ambas instituciones, porque le va la permanencia en ello. Si se queda como la única instancia que hereda algo y la única que lo hace dentro de la familia, resultaría demasiada expuesta. Le interesa ser primus inter pares.

Don Álvaro d’Ors ya destacó que la salud de la monarquía era directamente proporcional al papel social y al prestigio de la institución familiar en su conjunto y, en concreto, al prestigio del padre. Miren ustedes alrededor y saquen las consecuencias. Para los más susceptibles, la herencia del título, además, no es patrimonial, sino moral. Consiste en «heredar el mérito», según el estupendo lema que ha sostenido gallardamente el marqués de Salvatierra. No estamos frivolizando: en La escalada del erotismo, Del Noce nos recuerda que «existe una secuencia coherente entre familia, tradición y orden objetivo de valores y fines». Es para tomárselo en serio.

VI. Renovación necesaria

Emblema de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla

Los nuevos títulos favorecerían, como vemos, al papel político de la monarquía, a su permanencia, a una sociedad necesitada de modelos morales y a un Estado que se escora a la reprimenda pública y la obsesión impositiva como una señorita Rottenmeier. También contribuiría a la revitalización de los títulos nobiliarios vetustos. Añadiría vigor al cuerpo de la nobleza, como un suplemento vitamínico. Algunos viejos títulos son celosos de las nuevas concesiones, olvidando tal vez el origen de lo suyo, que fue concedido en su momento a un mérito reciente. Si no hay nuevos títulos, los reconcentrados aristócratas corren el riesgo de olvidar que estamos ante un sistema de reconocimiento del valor y no ante un sistema claustrofóbicos de perpetuación de prestigios estancos.

El marqués de Tamarón en su espléndida novela El rompimiento de gloria deja claro que la importancia estriba en la transmisión de los viejos saberes y los principios eternos, que son los que han de sobrevivir: «Elena y Miguel [conde de Fonseca] tenían el pasado y el presente, pero necesitaban tener alguna esperanza en el futuro. No esperanza personal de ellos, claro, pues ya cuando tú los conociste barruntaban que el tiempo se les acababa. Pero pensaban que muchas cosas —viejos saberes no escritos, tenues rastros del pasado, intuiciones paganas, osadías de su casta, cautelas del pueblo— podían y debían transmitirse a alguien que a su vez fuese más tarde capaz de entregarlas a otros. Eso es la traditio, la aura catena. Y al poco de conocerte y de que les gustaras debieron de caer en la cuenta de que tú eras un eslabón de oro. […] No, tú todavía no eres poeta ni príncipe, eres griego de a pie. Pero algún día…». Tamarón está hablando de algo que está mucho más allá de los títulos; pero a lo que éstos ayudan.

VII. Beauty & fun

El escudo del Marqués de Bradomín

La belleza salvará al mundo, nos animó Dostoievski, pero, si uno mira alrededor, cae en la cuenta de que lo llevamos crudo. Sin la solemnidad eslava, lo dijo Hilaire Belloc: «We hobble through this difficult world with the aid of two crutches: fun & beauty», esto es, «Renqueamos a través de este mundo embarrullado con la ayuda de dos muletas: la diversión y la belleza». La cromática heráldica y los altisonantes títulos, a poco que no perdamos el sentido del humor y de la autoironía, cumplen perfectamente ambos requisitos. Recuerdan la dulzura de vivir de los tiempos prerrevolucionarios.

En esta línea imaginativa, aprovecho para vindicar los nombres sonoros y ufanos, mejor que los títulos formados con el apellido del titular y a correr. Cierta floritura volátil está o debería estar en la naturaleza de estas pompas sutiles, ingrávidas y gentiles. Un ejemplo a seguir, el marquesado de Bradomín para Valle-Inclán. A Vargas Llosa habría que haberle dado el de Casa Verde y a Vicente del Bosque el marquesado del Doble Pivote.

Chesterton dijo que «el mayor y más obvio mérito de la aristocracia inglesa es que nadie podría, de ninguna manera, tomársela en serio». La razón profunda de esa risa estriba en un hecho que Edmund Burke constató: «El rey puede hacer a un noble, pero sólo Dios puede hacer a un caballero». Eugenio d’Ors, en Aprendizaje y heroísmo, remachó: «Porque el Rey o el Papa pueden llamar al primero que pase por la calle y hacerle Marqués y, en muchas ocasiones, este marquesado no resultará demasiado mal. Pero hacer del primero que pase por la calle un ceramista, dígote empresa mucho más difícil».

Esta relatividad hay que tenerla en cuenta para desactivar el auténtico pecado original de los títulos nobiliarios: reconocer sólo el triunfo, ese azar un tanto ordinario. El mérito, en cambio, bien puede brillar en la derrota y el fracaso, allí donde sólo lo ve Dios. Lo nuestro es el esfuerzo por ser caballeros y, además, excelentes ceramistas de lo nuestro. Sin dejar de reconocer lo divertido y lo hermoso que puede un título y el bien que hace a quien lo otorga, a la sociedad dentro de la cual recae y a la que ennoblece en su conjunto y, en menor medida, a quien lo recibe y a quienes lo heredarán. A ver si cunden.