Finales de los 90. El primer calor del verano, cansancio bajo el uniforme, y el vértigo de la llegada arrolladora de una vida nueva. Entre el temor y la euforia. Era el último día de COU, la promoción del 98, la despedida del colegio, valiente cosecha de sinvergüenzas con buen corazón. A muchos no los volvimos a ver desde entonces, cuando extendimos la mano a lo lejos, perdiéndonos por la cuesta abajo hacia el autobús.
Es extraño dejar atrás a quienes has tenido al lado todos los días durante doce o trece años. A los 18 todo es un tanto insólito, y cada día es una nueva inauguración. Hace un par de semanas, un viejo amigo de los días de escuela, creó un grupo de WhatsApp para reunir a mi promoción del Colegio Peñarredonda y el pasado sábado fue el reencuentro. No ha habido víctimas mortales, ni desacato a la autoridad, y logramos no prenderle fuego a ningún bar, o al menos no ha quedado reflejado en el acta, lo que constituye todo un éxito de organización. Veinte años sin vernos, como un bofetón del presente hacia el pasado.
De vuelta de todo
Querría hablar de la nostalgia y la emoción, pero fue antes la risa. Si hay algo que puede unirte a los amigos que un día fueron es la complicidad del humor porque, a fin de cuentas, ya estamos en condiciones de reírnos de todo. Hemos engordado y adelgazado, hemos viajado o nos hemos establecido, hemos tenido hijos guapísimos o hemos olvidado ya el recuento de exnovias, hemos cambiado de trabajo o hemos batido el record de la regularidad, hemos reinventado aficiones o hemos seguido enchufando goles en compañía de otros amigos igual de barrigudos, hemos despedido con lágrimas a los nuestros y han venido otros a ocupar su propio lugar, hemos perdido pelo o —cabrones—lo habéis conservado intacto, hemos llorado bastante y hemos echado de menos el tiempo en que la vida aún no enseñaba los dientes, hemos llegado muy lejos o tal vez hemos caído mucho más cerca de lo que soñábamos. Hemos aprendido lecciones que entonces no quisimos aprender. Y hemos cumplido más años ya sin vernos de los que en su día pasamos juntos, en el jolgorio de los pupitres y los maestros.
Volver a verse
Comimos como en una boda de pueblo, acabamos con toda la ginebra de la comarca, y seguimos, porque cenamos, y hasta aullamos en los bares golpeándonos el pecho como cuándo no teníamos que madrugar al día siguiente. Nos hemos reído al evocar aquellas cosas que nos decíamos en la escuela sobre lo amigos que seríamos para toda la vida, y esa exaltación de la amistad tan propia de las diez cañas de cualquier madrugada del último suspiro del siglo pasado.
Volver a verse fue como regresar durante unas horas desde una guerra, la del presente, la de cada uno. Que te sientas a la mesa sin un brazo y con tierra enredada en el pelo y te crees muy maleado por el enemigo hasta que miras alrededor, y ves que otro lleva muletas, alguno perdió un ojo, otro lleva el traje hecho jirones, y al otro hay que descubrirlo detrás de las heridas. Sentarse de nuevo durante más de diez horas. Diez horas en el recreo. Lejos de donde estallan las bombas y donde la prisa de la vida nos ilusiona, cansa, alivia y decepciona a partes iguales.
Hay algo que nos resulta familiar en cada uno de ellos, de nosotros, por más que las formas, el aspecto, y hasta el corazón puedan ahora ser diferentes. Como en la canción de Presuntos Implicados, claro, Cómo hemos cambiado, o como en el 20 de abril de Celtas Cortos, sigue la memoria de las risas en la cabaña del Turmo, pero también, gracias a Dios, no somos lo que éramos. Lo cierto es que somos mejores. Quizá porque en el camino hemos perdido la timidez y los complejos, hemos encontrado personas y proyectos que han dado sentido a nuestro pequeño caos, y porque nos movemos en la distancia corta con la serena alegría del que sabe que no hay nada que perder, nada que temer, que volver a tu clase, por más que pasen los años, no deja de ser como volver a casa; no estoy insinuando que esto te dé derecho a instalarte en el sofá de cualquiera de ellos durante quince días, aunque si sabes cocinar y llevas bajo el brazo suficiente botellines de cerveza, más de uno podría acogerte con gusto.
El olvido que vendrá
Durante la comida, concedimos un tiempo a la memoria, aquellos viejos maestros, o a las historias que marcaron nuestra adolescencia y nuestros días de escuela, que tantas veces habremos contado a otros, sin que tal vez pudieran entenderlas. Cada curso tiene su código y su lenguaje. Cada promoción tiene su memoria de grupo. Por más anclado que lo lleves en el corazón, y más preciso que seas en tus palabras, es imposible que alguien que no pertenece a esa canalla se haga cargo de la emoción o la risa de tus recuerdos con ellos. Son vivencias que solo respiran en ese ambiente, solo pueden cobrar vida junto a ellos; después se mueren y vuelven al baúl del olvido, a la memoria más íntima, donde un día morirán del todo sin dejar descendencia.
Veinte años después, los que van de la veintena hasta la cuarentena, hay también un montón de cosas que te sorprenden, sobre todo la capacidad de algunos para conservar su aspecto físico con envidiable fidelidad. Pero más allá de las bromas, hay una constatación maravillosa en el reencuentro, y es que nos hemos vuelto sinceros, no solo en la palabra, sino en el afecto.
La adolescencia es un huracán de sensaciones y novedades que a veces produce monstruos, otras reubica amistades, y otras secuestra niños y devuelve hombres en tan solo un par de años. Así, mientras charlábamos el pasado sábado, me impactó ver que detrás de los ojos y las montañas rusas personales, había un sentimiento, tan sincero como mutuo, de alegrarse con sus éxitos y apenarse con sus fracasos. No era algo impostado, ni un formalismo más o menos calculado, sino real, y estamos tan poco acostumbrados a verlo en el día a día que termina por ser lo más emocionante. Quizá por aquello que dejó escrito C. S. Lewis: «La amistad nace en el momento en el que un hombre le dice a otro “¿Qué? ¿Tú también? Pensaba que yo era el único”».
Cierto que no pudimos juntarnos todos esta vez, pero al menos brindamos una buena tropa, creo, una vez por cada sábado de los que no nos hemos juntado para salir desde finales de los 90, y hasta 2040, que ya anticipamos copas por si vuelve a ocurrir eso de estar tanto tiempo sin vernos, aunque lo dudo, que todos salimos con la convicción y las ganas de repetir la cita dentro de unos meses, cuando se diluya en el calendario la resaca de los abrazos y los gintonics. Supongo que, en eso de agitar los hielos entre nuestros desconocidos de siempre, de alguna manera evocábamos la sabiduría de la urbanidad de P. J. O’Rourke: «Nunca rechaces una copa de vino. Es una opinión extraña pero universal que cualquiera que no bebe debe ser alcohólico».
En el poso de la cita, la conclusión irrenunciable: todos deberíamos volver a reunirnos con nuestros viejos compañeros del colegio. No solo por la diversión y el afecto, no solo por los recuerdos de los días sin nada importante que hacer, no solo por mantener viva la llama, sino porque el reencuentro es también una ocasión de oro para mirarse al espejo, encontrar al niño que fuimos, y hacer balance sobre lo que finalmente hemos hecho con él. Y también, casi más importante aún, porque levanta el ánimo ver cómo, por las simas y caminos de la vida, quien más quien menos ha encontrado la manera de surfear mares de corrientes asesinas, de sobreponerse a sus propias limitaciones, de burlar las dentelladas del tiempo, de elevarse en la vida subiéndose al pódium de su talento, y construirse al fin sobre la base de aquel niño que aún recordamos bromeando en clase, o corriendo hacia el campo de fútbol con un balón bajo el brazo, llevado por el ansia de la libertad a la hora del recreo.