Cancelamos la cita en tres ocasiones. El dibujante Antonio Mingote estaba como una tapia así que, al teléfono, había que concretar las cosas con Isabel, su querida esposa. Decía el cabrón de Alfonso Ussía que la sordera de Mingote era sel0ectiva, que se le pasaba a toda velocidad si el que le hablaba lucía minifalda, ojos azules y melena rubia. Pero ya sabemos que, en vida de Antonio, nada divertía más a Ussía que esparcir los más diversos bulos sobre su amigo, esperando a ver cómo reaccionaba el agraviado.
En todo caso, conmigo era sordo, e Isabel tuvo a bien acordar otra cita más para mi entrevista, confiando en que no fuéramos tan idiotas como para volver a aplazarla. No era el caso. Andaba yo calentando las muñecas, bloc de notas y bolígrafo en mano, girándolas como una loca de Chueca tocando las maracas, preparado para una de mis entrevistas soñadas, cuando Mingote enfermó, me contaron, y casi sin tiempo de reaccionar, se nos murió. Era abril de 2012 y tenía 93 años y 23.000.000 dibujos. Ahora en su centenario se suceden con cierta timidez los homenajes, y es que para los que fuimos sus admiradores cualquier tributo a Mingote nos parecerá siempre escaso.
Hijo y nieto de carlistas, conserva en su anecdotario uno de esos brillantes sucesos de la Guerra Civil, la que pasó ataviado con su uniforme requeté y poco más de 15 años. Los nacionales estaban ya reunidos en el Tibidabo, a unas horas de tomar Barcelona. Mingote, entre ellos, andaba inquieto. Era enero de 1939. Llevaba tres años, toda la guerra, sin ver a su madre, que vivía en casa de su tío Samuel en la Ciudad Condal, y ya no soportaba más la larga espera. De modo que se plantó ante el comandante y le explicó que necesitaba bajar ya a Barcelona, porque en la calle de Muntaner estaba su madre y no aguantaba más sin verla. El jefe lo miró de arriba abajo y le preguntó si se había vuelto loco, pero la lógica de Mingote era aplastante: la guerra le importaba lo justo, su madre estaba allí abajo, en la cuesta, por primera vez cerca después de tantos años, y no había ninguna razón de peso para impedir que fuera hasta ella, le diera un beso, y regresara a su puesto.
El coronel, impotente ante el sentido común de un niño grande, se encogió de hombros -«que yo no me entere, Mingote, si se va, que yo no me entere»- y se prestó a hacer la vista gorda como única ayuda a la causa. Así, Mingote acompañado de su asistente Miguel Flores, echó a andar y ‘tomó’ Barcelona una día antes de que lo hicieran oficialmente los nacionales. Y al igual que éstos, sin encontrar resistencia alguna.
En busca de doña Carmen
Cuenta el dibujante que, en el camino hasta la casa, algunos viandantes le arengaban y salían corriendo para avisar a los suyos de que los nacionales ya habían entrado en la ciudad; aunque la mayoría no entendía nada, ni su uniforme, ni su boina, ni su parabellum, ese enorme pistolón que había sido de un comandante rojo. Cree Mingote que tuvo la fortuna de no cruzarse con algún miembro del otro bando, o al menos que diera credibilidad a lo que veían sus ojos: un tipo caminando tranquila y alegremente por la Barcelona aún roja, vestido del bando nacional y sin dar la menor muestra de inquietud. Es fácil imaginarlo con la alegría e inocencia de cualquiera de sus dibujos. Aunque lo cierto es que su imagen era tan esperpéntica que nadie debió tomársela lo bastante en serio como para matarlo.
Casi todas las historias de la guerra civil son terribles y la de Mingote no es una excepción. Allí, en la casa de su tío, no estaba su madre. La portera le explicó que hacía tres semanas que había partido hacia Sitges. De modo que Mingote y Flores se dieron la vuelta y regresaron por donde habían bajado para unirse a las tropas del Tibidabo y tomar al día siguiente -esta vez sí- la ciudad. El dibujante fue entonces otra vez al comandante: «¡Ya he devuelto Barcelona! Ahora yo le pido permiso para ir a Sitges porque mi madre está allí».
Y se fue, mitad a camión, mitad a pie. Siguió Mingote en busca de su madre doña Carmen y la sorpresa es de gran belleza: al llegar a la casa familiar, tras toda una noche caminando bajo la lluvia, golpeó la puerta y al instante, escuchó los pasos acelerados y la voz de su madre gritando «¡Mi hijo!». Doña Carmen estaba segura: había tenido la corazonada de que Antonio estaba al caer -tras dos o tres años de espera- y al escuchar la puerta de madrugada no dudó que se trataba de él.
«Una guerra es horrorosa, pero una guerra civil es lo más horroroso del mundo»
Mingote pasó por la guerra con nulo entusiasmo y sin pegar ni un tiro. «Una guerra es horrorosa, pero una guerra civil es lo más horroroso del mundo», solía decir. Y es que su bonhomía le hacía incapaz de comprender la violencia, lo cual no significa que haya que magnificar su inocencia, ni mucho menos considerarla como indiferencia. En una de sus más celebres viñetas, un nieto pregunta al abuelo: «¿Qué es preferible, ser de derechas o de izquierdas?». Y el abuelo: «Pues verás, antes que nada, no ser gilipollas. Luego ya…».
Reivindicar a Mingote es una obligación moral pero sobre todo es un placer en la España de hoy. Es difícil encontrar algo de su tiempo que se haya mantenido tan actual como su obra. Tal vez porque pocos dibujantes han calado tan bien los eternos males de los españoles, que trascienden épocas y personas, y se centran en caracteres y calamidades que son de todos los tiempos, y en muchas ocasiones, también universales.
Con esos cerca de 23.000.000 dibujos a sus espaldas, la obra de Mingote se despliega en su centenario con asombrosa actualidad pero también con una impronta profética que, en algunas viñetas, deja atónito al observador contemporáneo. Una de sus jóvenes y hermosas muchachas explica a un hombre en ABC: «Así como a LONDON en español se le dice LONDRES y LLEIDA en nuestro idioma siempre ha sido LÉRIDA, lo que en vuestra autonomía llamáis SINGULARIDAD, nosotros lo llamamos CURSILERÍA». En otra célebre viñeta, dos caballeros con banderitas de España, una mujer distraída contempla la escena desde atrás. Uno de ellos alza la voz mirando al otro de reojo: «¡Viva España…! Si a usted no le molesta». ¿Les suena del algo?
El Picasso de los periódicos
Umbral dijo de él que era el «Picasso de los periódicos», Anson lo retrató como «uno de los más grandes hombres del siglo XX» y Ussía escribió tras su muerte: «Se me ha ido el amigo de mi alma, el maestro, el genio, la admiración, la tolerancia… ¡Todo!». Forges dijo de él: «Es el mejor dibujante de todos nosotros». Y el gran Jardiel Poncela, visitado por Mingote en el café de La Elipa, le espetó: «Yo te admiro, hijo». Anécdota que al dibujante le provocó esta inmediata reflexión que recogió ABC años después: «¡Qué Jardiel me admirara por unas chorradas que hacía en La Codorniz! Él era muy amable. Nuestra generación le debe todo a Ramón y a Picasso. Esos son nuestros padres, los padres de esta generación de Jardiel, ante la cual nosotros somos los nietos. O los residuos, o los hierbajos…».
Desde joven se convirtió en la referencia humorística de la prensa, por eso le llovían los calificativos generosos, y demostraba su buen gusto y elegancia poniéndose de muy mal humor cada vez que algún cursi decía de él eso de «Migonte es la sonrisa de la mañana».
Su tiempo y amores fueron Madrid y sus amigos -amén de su inseparable esposa-. Dijo un día de broma en una entrevista que le gustaría ser alcalde del Retiro, que amaba y paseaba cada día, y al poco Tierno Galván le concedió la vara de Alcalde Honorario del parque de su vida. Hoy una maravillosa estatua de la escultora Alicia Huertas recuerda a Mingote en el Retiro. En bronce, de cintura para arriba, Mingote, y para abajo, un collage de sus viñetas, con sus grandes temas -el amor, la cultura, la despedida…- y sus personajes más célebres, como el náufrago, icono del humor de viñeta finisecular. Una lástima que quedara inconclusa e inédita su obra dedicada al Retiro.
‘Dos momentos del humor español’
Fue mucho más que un dibujante. El 20 de noviembre de 1988 pronunció su discurso de ingreso en la Real Academia Española. Rompió con gentileza la pompa del momento, comenzando sus palabras con una cita de Groucho Marx: «Yo no puedo entrar en un lugar en donde se admite a individuos como yo». Y, al instante, con esa habilidad inconfundible para moverse por el filo entre el humor y la realidad, aclaró: «No voy a cometer la grosería de decir que no merezco este nombramiento, lo que sería tanto como calificar a quienes me han elegido de irresponsables y frívolos».
Todo su discurso ‘Dos momentos del humor español’ es un riquísimo tratado del humorismo español, sostenido en dos pilares: el Madrid Cómico de Sinesio Delgado, nacido en 1880, y La Codorniz de Álvaro de Laiglesia, fundada en 1941 por Mihura. En aquella intervención en la Academia, Mingote proclama con solemnidad que la paternidad del humor español del siglo XX pertenece a Gómez de la Serna: «De esos humoristas seguidores de Ramón descendemos casi todos los que nos dedicamos a este oficio estrafalario del humor en la prensa».
Con el ABC matrimonió en el verano de 1953 y ya no dejó de publicar sus dibujos en los próximos 60 años, hasta el 3 de abril de 2012, día de su muerte. El genio es, ante todo, un ser impredecible. En una ocasión sorprendió a los lectores del diario con un autorretrato en el espacio habitual de su viñeta. Se mostraba paseando con urgencia las calles, con gesto contrariado y el lápiz enfundado en el bolsillo de la camisa. El autor acompañaba la viñeta con esta declaración: «La imagen de un ministro del Gobierno español escuchando a través de auriculares la traducción del discurso de un parlamentario español en el Senado de España es tan ridícula, grotesca, sandía, estrafalaria, y estúpida, que no hay la menor posibilidad de hacer una caricatura que la supere».
«¿Qué es un fascista papá?»
Estremece ver una y otra vez cómo su obra está más viva que nunca. Siguiendo la estela del dibujo anterior, en otro nos muestra a la mujer cazada con otro hombre en la cama que improvisa un aplastante razonamiento a su esposo: «Es el traductor simultáneo. Ten en cuenta que tú y yo pertenecemos a distintas autonomías». Y más: «¿Qué es un fascista, papá?». Responde el padre: «El que no piensa como nosotros, hijo». Caminan y charlan dos siluetas por una ciudad atestada: «Al final acabaremos votando a los que hayan dicho o hecho menos tonterías».
En su diccionario ilustrado, junto a la definición de la palabra político, un náufrago reflexiona en la soledad de su isla: «Lo que me compensa de la soledad es que aquí soy la mayoría absoluta». Y la memoria histórica; charla los dos leones del Congreso: «Están suprimiendo las estatuas del franquismo. Esperemos que no sea necesario advertir que nosotros estamos aquí desde antes». La degradación del espíritu cristiano; dos niños conversan en un parque con el bullicio navideño de la ciudad al fondo: «Tengo entendido que esto de la Navidad es una fiesta para conmemorar el nacimiento de Walt Disney».
De nuevo, Mingote se inspira en la reescritura sectaria de lo acontecido; debaten tres señores en el café: «El problema con la memoria histórica es que no hay modo de conseguir que todos nos acordemos de lo mismo». Y ETA, donde el genio de Sitges siempre voló la cabeza de los terroristas con el arma poderosa del humor; un grupo de familiares de etarras portan la pancarta «les queremos en casa», en frente, junto a una tumba, la viuda de un asesinado por ETA y sus dos niños esgrimen otro letrero: «Nosotros también».
La buena voluntad
Y, en fin, para comprender bien a Mingote y su magistral mirada irónica sobre el hombre, solo es necesario acudir, casi al azar, a una lejanísima viñeta de ABC, que yo he conocido por una obrita maravillosa titulada Dios es alegre. Antología del humor español posconciliar. En el dibujo conversan dos angelitos entre las nubes y cuchichean señalando a un tercero que entra en escena, con las alas rotas, despeinado, y un ojo morado: «Este año le ha tocado ir a la Tierra a desearles paz a los hombres de buena voluntad». Mingote lo borda cuando habla de buena voluntad, quizá porque en la viñeta él mismo podría ser cualquiera de los ángeles, incluido el apaleado por los embrutecidos y los insensibles.
Por eso y por todo lo demás, el suyo será siempre un caso excepcional en la Historia del periodismo y las artes españolas: a Mingote -no por casualidad llamado Ángel antes que Antonio- lo quiere toda España.