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1922. Acusado de ser un enemigo de la Revolución, el conde Alexander Ilyich Rostov, un aristócrata ruso, es detenido por los bolcheviques. Su castigo: pasar el resto de sus días en el lujoso y decadente hotel Metropol, sin poner un pie en las calles moscovitas. Un caballero en Moscú, originalmente una novela de Amor Towles, ha sido convertida en serie, con Ewan McGregor de protagonista. En sus dos versiones, la literaria y la audiovisual, es una poderosa fábula sobre la resistencia y la libertad interior.

Construido a caballo entre el XIX y XX en un espléndido Art Nouveau, el Metropol resume bien la historia moderna de Rusia: conoció los últimos compases del zarismo, fue expropiado por Lenin, se convirtió en el refugio favorito de los reporteros internacionales que cubrían el frente oriental durante la II Guerra Mundial y alojó a escritores de la talla de Bernard Shaw, Malraux o Steinbeck. Después de años de decadencia, en los noventa lo restauraron sin reparar en gastos y hoy es propiedad de un oligarca.

Manu Leguineche pasó unas cuantas noches allí en los años caóticos de Yeltsin. “Para llegar a mi habitación del Metropol hubiera agradecido una bicicleta o al menos un patinete”, cuenta en Hotel Nirvana. “Estaba perdida al fondo, muy al fondo, como en el laberinto de las pirámides, pero el viaje merecía la pena”. En Tripadvisor tiene una media de 4,5, y sus huéspedes valoran, entre otros méritos, el exquisito servicio y la cercanía a los atractivos turísticos de la capital.

Condena a pensión completa

No se confundan: este artículo se publica en Centinela, no en Viajar. Pero es inevitable arrancar hablando del Metropol, del real, porque sin ese establecimiento no existirían el conde Rostov ni Un caballero en Moscú (Salamandra). Lejos de ser un mero decorado, el hotel es el nervio central de la novela de Amor Towles, el entorno propicio que hace que el lector quiera quedarse entre sus páginas a pensión completa.

Porque el Metropol, que fue un día el establecimiento favorito del conde Alexander Ilyich Rostov, “Sasha” para los más cercanos, se convierte en su cárcel por el absurdo capricho de una corte bolchevique. No puede quejarse, desde luego: se salva del paredón de milagro, gracias a un poema revolucionario que escribió años atrás. Pero la magnanimidad del tribunal no llega tan lejos como para dejarlo en libertad. Su condena: un arresto domiciliario perpetuo en el Metropol. Y no en una suite de lujo, sino en un destartalado desván.

Sentada la singular premisa narrativa, por la novela, quinientas páginas gozosas, pasa, sencillamente, la vida del conde. La amistad -especialmente entrañables las que le une con Nina, una muchacha obsesionada con las princesas, y con Mishka, editor de las obras completas de Chéjov-, el amor –lo hallará en una misteriosa actriz “esbelta como un sauce”, Anna Urbanova-, las intrigas políticas. Y la belleza, sobre todo, en sus múltiples facetas: la música, la pintura, la literatura, la gastronomía. Las últimas páginas dan otra vuelta de tuerca, que no prefiero no desvelar, a la historia del aristócrata, pero ni la decisión ni sus motivos sorprenderán al lector atento.

No es propio de un caballero tener una ocupación

Capítulo a capítulo, el protagonista crece, se ensancha y madura. Se nos presenta al inicio como un noble caprichoso, frívolo y sin oficio –“no es propio de un caballero tener una ocupación”, le espeta al tribunal que lo juzga-, pero al acabar el libro admiramos su firmeza y, paradoja, su capacidad de adaptación. Sin perder nunca su ánimo aristocrático, es capaz de trabajar de igual a igual con los empleados del Metropol para mantener el lustre del establecimiento. No se abandona nunca: viste como un dandy, visita regularmente la barbería y cultiva y difunde sus aficiones. En lugar de descender, eleva a los que lo rodean.

La actitud de Rostov, creo, lo hermana con otro ilustre conde confinado, este no ficticio. Xavier de Maistre fue condenado a un arresto de 42 días en su habitación de Turín y narró la experiencia en el magnífico Viaje alrededor de mi habitación, que descubrí, como tantos, en los días del covid. Si De Maistre presumía de haber disfrutado entre sus cuatro paredes de “un vasto imperio siempre abierto ante mí”, nuestro protagonista, que tiene un hotel entero, también sabe sacar el jugo a una situación angustiosa sin perder el norte. Defiende con uñas y dientes su libertad interior, esa parcela en la que ningún poder, por muy totalitario que sea, puede penetrar.

Puestos a buscar referencias, la vida de Sasha en el Metropol recuerda también a la de otros confinados de su tiempo, y por culpa de los mismos: los asilados en las embajadas del Madrid rojo. Auténticas latas de sardinas con poca comida y poca leña, sus huéspedes se ponían cada mañana la corbata, tocaban el piano por la tarde y escribían historias o poemas para leer por la noche a sus compañeros de encierro.

Aristocracia (también) de espíritu

Admirador del libro desde que se publicó en español, confieso que empecé la serie -en España se puede ver en SkyShowtime- con ciertos recelos. No me convencía el protagonista -en el plan original, el papel del conde correspondía a Kenneth Branagh, aparentemente más adecuado-; me asustaban un par de detalles del trailer y tenía mis dudas de que fuera fácil resumir en ocho capítulos la novela de Towles. Lo cierto es que la producción, dirigida por Sam Miller y Sarah O’ Gorman, logra dar con el tono perfecto -elegante, pausado y muy humano -. Ewan McGregor, por su parte, está tan inspirado que parece haber llevado desde la cuna el título de conde.

Pese a algunas concesiones al zeitgeist y a la industria -por ejemplo, una diversidad étnica chocante en la Rusia de principios del XX-, la serie es bastante fiel a la historia original, en fondo y en forma. Es también razonablemente precisa con la ambientación histórica, que se asoma de fondo, al igual que en el libro, pero sin asfixiar la trama principal: quien la vea no se convertirá en un sovietólogo, pero quedará con ganas de saber más sobre aquel tiempo. Aunque la relación entre el conde y la actriz tiene más peso narrativo que en la novela, fluye armónicamente y no devora las otras subtramas, todas bien construidas.

En sus dos versiones, en las páginas de Towles y en la interpretación de McGregor, el conde Rostov es un aristócrata (también) de espíritu, que diría Enrique García-Máiquez. Se esfuerza por hacer más alegre y habitable el mundo que lo rodea, pese a las complicadas circunstancias del aislamiento, y jamás deja de ser un caballero. Su vida es un manual de resistencia, uno por el que sí vale la pena pagar en la librería. Su receta, eso sí, no tiene nada de original: al conde Rostov lo salvan la belleza, la amistad y el amor.