El 31 de marzo de 1492, los Reyes Católicos aprobaron dos reales provisiones —una para Castilla y otra para Aragón— por la que se ordenaba la expulsión de sus reinos de todos los judíos que no se convirtieran al cristianismo en un plazo de 4 meses. Normalmente se conoce esto como “la expulsión de los judíos de España”, tendiendo a visualizar estos decretos cómo una suerte de nuevo “Éxodo” masivo totalmente exagerado.
Los hay, incluso, que creen que fue la única expulsión de esta minoría religiosa en Europa, por supuesto la más dramática para el pueblo judío. Nada más lejos: ni fue la primera, ni la última; ni fue masiva, ni buscaba ser lesiva. Tampoco fue aplicada en su totalidad, ni en todos sus reinos. Tampoco fueron los últimos decretos contra los judíos de un rey español, ni tan siquiera el primero. Fue uno más, con toda la dureza de las decisiones que se tomaban en aquellos tiempos, hace más de 500 años.
Lo único que podemos asegurar, es que seguro que fue dramático para los que la sufrieron; toda expulsión es dramática, como la de los cristianos mozárabes en 1126 de la que se habla bastante menos.
La expulsión de los judíos antes de 1492
Henry Kamen lo explicó en su día: España, a finales del siglo XV (en la suma de sus estados), tenía la población judía más elevada de Europa occidental; de ahí la gran relevancia que tuvo el acontecimiento a nivel internacional. Asimismo, el contacto de los cristianos españoles con el judaísmo —y con el islam—, fue más prolongado e intenso que en cualquier otra parte de la cristiandad. Formaban parte plena de la sociedad, aunque poco a poco se les fue separando del resto mediante edictos como este.
Desde la expulsión oficial del judaísmo en Inglaterra (1290), pero sobre todo con su prohibición en Francia (1306), la presión contra esta religión se fue propagando por Europa. En España costó mucho que estas ideas penetrasen, es posible que ganasen fuerza a partir de la Primera Guerra Civil Castellana (1351-1369) donde la mayoría de judíos castellanos apoyaron al rey Pedro I —quién la perdió—, lo que derivará en un ensañamiento por parte de su enemigo: Enrique de Trastámara —el futuro rey de Castilla—. Siendo especialmente dramática la situación producida en la judería de Toledo, donde se asaltó la casa del tesorero del rey, Samuel Haleví, además de otras propiedades de la comunidad judía toledana.
Evidentemente, la victoria del Trastámara no trajo cosas buenas para ellos. Muchas revueltas antijudías se sucederían en las generaciones posteriores. Una de las más importantes sería la producida en 1391, un motín general en los reinos de Castilla, Aragón y Navarra, originado en Sevilla en junio de aquel año. Se cometieron robos, destrucción de aljamas y muchos habitantes de las juderías fueron asesinados. Según nos narra James S. Amelang, en estos pogromos participarían las clases más bajas de la sociedad, muy seguro incitadas por el clero, posiblemente recelosos de la influencia política de algunos hebreos.
Estos sucesos derivarán en la conversión de gran parte de los judíos españoles, naciendo así las famosas comunidades de “cristianos nuevos” o —coloquialmente— de “marranos”. Si aceptamos estos hechos, no podemos llegar a 1492 con una comunidad judía hispana tan numerosa como nos quieren hacer ver.
Debemos también afirmar que el problema con la religión hebrea no nace en la Edad Media, no. Desde el mismo nacimiento del cristianismo existen los problemas y la necesidad de imponer el nuevo credo sobre el antiguo; esto sirve también con el islam, todas son religiones con una misma raíz y que pretenden imponerse a la anterior o “mantenerse puras” ante la novedad dogmática.
En la península se observa especial interés en separar al judío del cristiano ya en los códigos visigodos, desde el siglo IV. Más tarde, durante las diferentes dinastías magrebíes que controlaron al-Andalus, como la almorávide en el siglo XII, trataron de obligarlos a convertirse al islam, pero se decidió simplemente aplicarles una multa de 10.000 dinares por la “muerte de Jesús, hijo de María”. Estas pequeñas pinceladas nos ayudan a entender que, el judío, era un problema difícil de atajar para los gobernantes medievales hispanos, los cuales buscaban siempre su conversión y nunca su expulsión o exterminio.
Los motivos
Es precisamente este rechazo a las políticas de conversión lo que derivaría en la oleada de expulsiones en Europa. En 1421 se les expulsaba de Viena. En 1488, eran desahuciados del ducado de Parma y, en 1490, Ludovico el Moro decretaba su expulsión del Ducado de Milán. Es evidente que, en los umbrales de la Edad Moderna, Europa vivía en una atmósfera de antisemitismo con carácter internacional.
Las motivaciones para forzar estas conversiones no están del todo claras, quizás porque se acepta, demasiado a la ligera, el suceso de la expulsión como un acto de pura intolerancia; pero el pasado no se puede ver con ojos del presente y necesitamos situarnos bien para comprender la época.
A finales del siglo XV se suceden las publicaciones de corte mesiánico, como el “Libro del Anticristo” de Pablo Hurus o el “Libro del Milenio” de Juan de Unay; también los relatos de viajeros, como los del florentino Francesco Meleto, que narraba conversaciones secretas de los rabinos de Constantinopla. En la mayoría de estos escritos, Fernando de Aragón ocupaba un puesto preeminente como parte de ciertas profecías sobre fin del mundo. No podemos descartar que el Rey Católico creyera en ellas, en alguna se afirmaba que todos los judíos deberían aceptar a Jesús como Mesías al haber pasado la fecha dada por los rabinos (1484) de aparición de su Mesías, por lo tanto, debían convertirse todos antes de 1517 y aceptar a Cristo.
En la época en que estos relatos escatológicos circulaban con fuerza por Europa, alrededor de 1480, los judíos eran una minoría que no representaban amenaza para nadie. Las comunidades más grandes de Europa estaban en la Corona de Aragón, particularmente en Zaragoza. A pesar de la famosa tolerancia hispana y su ambiente multicultural, no hubo forma de escapar a esta fiebre persecutoria que se extendía por occidente, quizás alentada por la superstición.
La opinión de los españoles en 1492 sobre los decretos de marzo
El rechazo a los decretos era generalizado entre los intelectuales españoles. Luis del Páramo, inquisidor siciliano, consideraba la expulsión como equivocada, aludiendo que se actuaba en contra de las Escrituras. Jerónimo de Zurita, biógrafo de Fernando el Católico, escribió: (…) el Rey hacia yerro en querer echar de sus tierras gente tan provechosa y granjera; estando tan acrecentada en sus reynos, assi en el número y crédito, como en la industria de enriquecerse.
El jesuita Juan de Mariana o Pedro de Soto también compartieron opiniones en contra. Sus escritos trascenderán de tal manera, que ya entrado el reinado de Felipe II, fray Luis de Granada los citará en un texto que reprochaba aquella medida.
¿Qué fue realmente de los judíos hispanos?
El marcharse no fue la elección favorita, al igual que en ocasiones anteriores, la mayoría optó por la conversión. Los datos que tenemos sobre la Corona de Castilla en 1492 —siguiendo cifras de Kamen y de Amelang—, nos sugieren que, de un total de 70.000 judíos, aproximadamente 35.000 abandonarían sus hogares. En la Corona de Aragón habría unos 12.000, asumiendo también que algo menos de la mitad se exiliaron. Con lo que, a lo sumo, abandonarían España entre 40 o 50.000 personas, el resto se convirtió.
El propósito del decreto de marzo, no era el de expulsarlos, sino el de forzarlos a una conversión, repito. Y el resultado fue bastante bueno, puesto que más de la mitad de los judíos se pasaron al cristianismo permaneciendo en sus hogares. Algo que, curiosamente —o no— han ignorado la mayoría de eruditos, eludiendo este hecho.
Los escritos de los sabios hispano-judíos (luego conocidos como sefardíes), como los rabinos Capsali o Ya´abes, se lamentaban de la conversión de tantos correligionarios, el rabino Ardutiel, lo dicen claramente: (…) permanecieron en sus casas y trocaron su religión por la del dios extranjero del país.
El falseamiento de la Historia
Julio Caro Baroja afirmaba que unos 350.000 judíos fueron expulsados de España, cifra tendenciosa y exagerada. Un movimiento humano de tal calibre en el entorno Mediterráneo constaría en alguna parte, pero no hay fuentes ni registros que lo corroboren. E incluso si hubieran pasado a Portugal, como hicieron muchos, supondría el colapso de sus ciudades ya que este Reino tenía menos de 1 millón de habitantes en la primera mitad del siglo XVI.
Las trampas para dramatizar el suceso se pueden rastrear fácilmente. Algún autor recoge lo más exagerado repitiéndolo una y otra vez hasta que —según deben creer— se hace verdad. Las supuestas fuentes, que nunca citan, son elucubraciones. El mismo Kamen desmiente muchas de ellas en numerosos artículos como, por ejemplo, la que afirmaba que en un barco salió de Barcelona con 10.000 judíos rumbo a Turquía. ¿Un barco del siglo XVI con 10.000 personas? ¡Menudo transatlántico! Esto lo escribió el historiador Yitzhak Baer basándose en fuentes sin contrastar, pero que le venían muy bien.
El historiador Jonathan Israel afirmó en 1985 que 100.000 judíos habían salido de España hacia Turquía. En 1989 decidió que era una cifra muy elevada y la cambió por la de 50.000, evidentemente nunca cita su fuente; suponemos que a “ojímetro” decidió cuál sería creíble. Dejémoslo claro, ni un solo documento habla del traslado de miles judíos en el entorno Mediterráneo a finales del siglo XV. Apenas sabemos nada sobre el destino de muchos de estos exiliados, poco más que leyendas, mezcladas y confundidas con las expulsiones de los moriscos del siglo XVII; muchas alentadas por los propios descendientes del pueblo sefardí.
¿A dónde fueron entonces los que se marcharon? La mayoría pasó a otros reinos “hispánicos” donde podrían seguir viviendo en el ambiente de tolerancia del que venían y hablando su idioma, el castellano. Pasaron, por ejemplo, las familias más ricas a Nápoles o a otras ciudades italianas manteniéndose dentro de la cultura que ya conocían, en el Mediterráneo Occidental, cerca de sus familiares en España. Incluso algunos regresaron luego cuando la “morriña” por su tierra era insufrible y se hicieron “cristianos nuevos”. El reduccionismo de este colectivo a “los judíos” parece que desnuda a estas personas arrebatándoles su verdadera identidad hispana y humana, con sus particularidades, decisiones y prioridades.
La mayor parte de los sefardíes estuvieron viviendo felizmente en Italia durante generaciones, precisamente bajo administración española, no sin altibajos. En Nápoles, Fernando el Católico promulgará en 1504 un nuevo decreto de expulsión. El Gran Capitán se opuso y se negó a ejecutarlo, sin más. En 1506, cuando Fernando viajó a Nápoles, dictó nuevas leyes que restringían la vida de los judíos, aunque no fue hasta 1510 cuando intentó de nuevo expulsarlos, también con poco éxito.
En 1520, Carlos V decretaba “garantía de tolerancia” de todos los judíos en Nápoles. Sin embargo, en 1532 y en 1533 trató de expulsarlos, de forma fallida. Así estuvieron en Nápoles hasta que, en 1540, se proclamó el decreto definitivo. En Milán, en cambio, que pasa a control de Carlos V en 1535, se confirman los privilegios de los judíos. Felipe II también los confirma, en 1579 y 1581. Sin embargo, en 1590 opta por su expulsión. Los que no se convirtieron, unas cuantas familias, simplemente pasaron a residir a Piamonte o a Venecia, a unos cuantos kilómetros.
Casi 100 años después de la famosa “expulsión de los judíos”, continuaron viviendo bajo soberanía española en los estados italianos y en las plazas hispano-africanas, destacando la judería de Orán, promovida por el mismísimo Fernando el Católico.
En conclusión, España, abolió la religión judía de sus fronteras ibéricas en 1492 imitando al resto de estados de su entorno, pero la toleró en el resto de sus territorios de “allende”. El decreto de marzo no era de expulsión, buscaba la conversión —también los siguientes—. La intelectualidad española reprochó la medida, por lo que, tanto la conversión forzosa como la marcha de muchos sefardíes será duramente criticada durante generaciones.