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Los comunistas húngaros lo odiaban. El cardenal Mindszenty (1892-1975) encarnaba todo lo que el régimen impuesto por Stalin en Budapest necesitaba destruir. La Iglesia católica había sido uno de los valladares más firmes frente a los movimientos revolucionarios antes de la II Guerra Mundial. Mindszenty provenía de una familia tradicional y conservadora -uno de sus antepasados había combatido contra los turcos- y era un patriota húngaro a la vieja usanza.

Se ordenó sacerdote en 1915. Desde 1919 hasta 1944, estuvo destinado como párroco y vicario en Zalaegerszeg, cerca de la frontera con Austria. Allí desarrolló una formidable labor de dinamización de la vida de la Iglesia. Participó en la vida pública. Impulsó la fundación de parroquias, casas parroquiales y escuelas. Animó la creación de una imprenta y un periódico diario. Apoyó las obras de caridad entre los pobres. En marzo de 1944 fue nombrado obispo de Vészprem. En octubre de aquel año, los fascistas húngaros del Partido de la Cruz Flechada lo detuvieron por proponer una paz por separado y la ruptura de la alianza con Alemania. En 1945, llamó a los católicos a votar contra los comunistas. Ese mismo año, el Papa lo nombró arzobispo de Esztergom y príncipe primado de Hungría. Predicaba a menudo contra el marxismo. En 1946, Mindszenty lamentó la proclamación oficial de la república. Pocos días más tarde, fue creado cardenal por el Papa Pío XII.

En el punto de mira

Los comunistas húngaros eran enemigos peligrosísimos. Fracasado el intento de República Soviética Húngara (1919) liderado por Béla Kun -que terminó sus días, por cierto, acusado de trotskista, torturado, juzgado y ejecutado en 1938 durante las purgas- los comunistas tuvieron que replegarse a la URSS y esperar tiempos más propicios para hacerse con el poder. En Hungría no lo tuvieron fácil. El régimen de Horthy, que gobernó el país entre 1920 y 1944, impidió con mano de hierro la actividad de los agentes de la Comintern y la infiltración comunista en las instituciones y la sociedad civil. Los comunistas húngaros, sin embargo, desempeñaron una labor muy efectiva exportando la revolución a otros países. Sin ir más lejos, Erno Gerö fue responsable del NKVD en Cataluña durante la Guerra Civil y Arthur Koestler desempeñó tareas de inteligencia para la Comintern en Sevilla bajo cobertura periodística. Koestler se apartó del comunismo. Gerö llegó a ser uno de los hombres más poderosos de Hungría como lugarteniente de Mátyás Rákosi, secretario general del Partido Comunista Húngaro. La gente como Gerö se la tenía jurada a Mindszenty.

El cardenal no se amilanó cuando los comunistas se hicieron con el poder en 1947 gracias a la intervención del Ejército Rojo. Una de las grandes batallas que libró contra el todopoderoso Rákosi fue la del sistema educativo. Como en todo sistema comunista -y, en general, en los regímenes totalitarios- el Estado trata de hacerse con el control del sistema educativo. En Hungría, la Iglesia católica sostenía una enorme red de escuelas parroquiales que el gobierno deseaba controlar. Mindszenty denunció la ilegalización de las órdenes religiosas y la política de confiscación de tierras. El Estado arrojó contra él todas las infamias y calumnias del repertorio habitual de la propaganda comunista. Lo acusaron, entre otras cosas, de reaccionario, fascista y filonazi. Finalmente, en 1948, lo detuvieron y lo encarcelaron. En prisión, lo torturaron golpeándolo con porras de goma. Gábor Péter, el jefe de la policía política -la terrible AVH- estaba presente en una sala contigua. No se trataba sólo de encerrarlo, sino de acabar con él destruyendo su reputación y haciéndolo odioso a los ojos de sus propios compatriotas.

Juicio contra el cardenal Mindszenty en el Palacio de Justicia de Budapest

Juzgado, condenado y liberado

El juicio farsa al que lo sometieron condujo a una condena por traficar en el mercado negro, espionaje y traición. La sentencia fue cadena perpetua. Para tratar de destruir su imagen, el gobierno comunista publicó y difundió un dossier titulado “Documentos sobre el caso Mindszenty”. El Papa Pío XII excomulgó a todos los que habían participado en el proceso y denunció la condena en la carta “Acerrimo moerore”. Bastan unas pocas líneas para sintetizar cómo se persiguió a la Iglesia católica en la Hungría comunista: “la libertad de la Iglesia era cada vez más limitada y coartada de muchas formas […] se impedía el magisterio y el ministerio eclesiástico, el cual debe ejercerse no sólo en las iglesias, sino también en las manifestaciones públicas de fe, en la enseñanza básica y superior, en la prensa, con las peregrinaciones a los santuarios y con las asociaciones católicas […]”. El respaldo del Papa, lo absurdo de las acusaciones y la devoción de los fieles húngaros neutralizaron la operación para destruir al cardenal.

El gobierno surgido de la breve Revolución Húngara de 1956 -doce días en que Moscú vio resquebrajarse su dominio en Europa Central- lo liberó, pero la reacción soviética y el aplastamiento de los revolucionarios lo obligaron a refugiarse en la embajada de los Estados Unidos. Allí estuvo como asilado político quince años. Sólo pudo abandonarla en 1971 con el compromiso de exiliarse en Austria. En 1973, el Papa Pablo VI declaró oficialmente la sede de Esztergom vacante -Mindszenty ya había cumplido los 81 años- pero no nombró titular en vida del cardenal, que falleció en Viena a los 83 años. La editorial Palabra publicó sus “Memorias” en 2009.

El cardenal simboliza la persecución a la Iglesia católica en la Hungría comunista, pero también el uso de la propaganda y sus inevitables límites. Quizás por eso, los húngaros ven con cierto recelo las campañas de comunicación persuasiva, los informes, los relatores, las investigaciones y tantas otras acciones que ya empleaban los comunistas para acabar con sus oponentes.