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Es de sobra conocido que durante la defensa de Zaragoza, en 1808, una joven catalana llamada Agustina arrancó de manos de un cabo moribundo un botafuego y lo aplicó sobre un cañón, barriendo con la explosión a los franceses que trataban de penetrar en la ciudad por el Portillo.

Lo que quizás sea menos conocido es que, tras largo sitio, Zaragoza cayó, en buena parte, por una epidemia de tifus, de la que nuestra Agustina se contagió. Los invasores no tuvieron piedad con ella, haciéndola prisionera y obligándola a marchar a pie de la ciudad sin tener en cuenta su delicado estado; sobreviviría, no así su hijo de cuatro años, que murió por el camino.

A pesar del trauma, Agustina se sobrepuso y removió cielo y tierra para reunirse con su marido, oficial de artillería y, como ella, catalán. Quería participar en el esfuerzo bélico. Vaya si lo logró.

La joven se distinguiría en la defensa de Teruel y en la de Tortosa, así como en la batalla de Vitoria, convirtiéndose en un icono del levantamiento, ingresando en la historia como heroína popular y siendo ejemplo de eso que tanto se habla estos días: resiliencia; dícese de la capacidad de adaptarse a una situación adversa y superarla.

Dos siglos después de su hazaña, seguimos aprendiendo de esta mujer que, en trance decisivo, cuando todo parecía perdido, fue más allá del deber en su defensa de la libertad y la nación, cobrando en el empeño una altura gigantesca.

Agustina de Aragón y de toda España, también.