La chispa que lo hizo saltar todo por los aires fue un despido en agosto de 1980. A la trabajadora Anna Walentynowicz (1929-2010) la pusieron de patitas en la calle cuando apenas le quedaban cinco meses para jubilarse. Los responsables del astillero Vladímir Lenin, en la ciudad portuaria de Gdansk, pretendieron fundamentar su decisión en que la trabajadora formaba parte de un sindicato clandestino y que criticaba a las autoridades comunistas. Temerosos de que los trabajadores se organizasen en libertad, los comunistas perseguían a los afiliados de un sindicato clandestino.
Sin embargo, Walentynowicz era una figura algo singular. Nacida en el territorio de la actual Ucrania, venía de una familia de devotos evangélicos ucranianos. Llevaba trabajando desde muy joven. En los astilleros había sido soldadora y gruista. Católica practicante, simbolizaba con su propia vida los principios de la doctrina social de la Iglesia, que, desde la Rerum Novarum (1891), reivindicaba justicia y dignidad para los obreros. Años antes de perseguirla, Walentynowicz ganó el título de «Heroína del Trabajo Socialista» por su desempeño laboral. Era una trabajadora ejemplar. De habérselo propuesto, hubiese podido llegar lejísimos en el partido comunista.
Prefirió ser coherente a medrar.
La corrupción de los burócratas
En realidad, no tardó mucho tiempo en desengañarse del comunismo. En Polonia, la oposición venía de lejos y se había articulado no sólo en clave patriótica -al final, los comunistas trabajaban para Moscú- sino también desde una perspectiva social. Los trabajadores polacos podían liberarse solos sin injerencias de los comunistas al servicio de los soviéticos. El problema es que los opresores, desde 1945, no eran los patronos burgueses, sino los burócratas del partido. Ya en 1956, en Poznań, estallaron huelgas y se convocaron manifestaciones en protesta por las condiciones de trabajo. Se juntaron diez mil manifestantes para pedir aumentos salariales y bajadas en los precios de los alimentos.
El gobierno desplegó al Ejército: carros de combate, vehículos blindados, artillería y tropas de infantería. Hubo centenares de detenciones y, como mínimo, 57 muertos. En el otoño de aquel año, hubo manifestaciones por toda Polonia. Stalin llevaba tres años muerto y había llegado la hora de cierta apertura. En noviembre, los manifestantes asaltaron una comisaría de policía en Bydgoszcz. En diciembre, en la ciudad de Szczecin, centenares de trabajadores asaltaron la cárcel, la oficina del fiscal, una comisaría de policía y hasta el consulado soviético. Los polacos estaban furiosos por la pobreza, las condiciones de trabajo y la injerencia de la URSS.
En lo que se llamó el Otoño Polaco, los soviéticos dieron algo más de autonomía a los comunistas polacos. Wladyslaw Gomulka (1905-1982) era el hombre del momento. Se hablaba de una «vía polaca al socialismo». Se celebraba el «deshielo polaco». Gomulka intentaría cohonestar la permanencia en el bloque soviético con cierto desarrollo económico y una apertura al exterior. Algún día contaremos su historia. Por ahora baste señalar que su llegada al poder como Primer secretario del Partido Obrero Unificado Polaco, es decir, líder del partido comunista de Polonia, se vio con cierta esperanza.
Sin embargo, a la altura de 1980, aquellos buenos augurios eran ya historia. Polonia había gozado de cierta prosperidad en comparación con sus vecinos del bloque soviético, sí, pero la falta de libertad, las arbitrariedades y la corrupción eran insoportables. En realidad, el descontento era fruto de la injusticia generalizada que toda sociedad comunista produce. Era más importante seguir las consignas del partido que preocuparse de los trabajadores. Si uno tenía los apoyos adecuados, podía hacer casi cualquier cosa.
En 1970, estalló un nuevo ciclo de protestas en la costa báltica. En Gdańsk, en Gdynia, en Szczecin y en Elbląg, los trabajadores se echaron de nuevo a la calle porque los precios de la comida -por ejemplo, los lácteos- estaban disparados. Entre el 14 y el 19 de diciembre, hubo manifestaciones y concentraciones. En varias ocasiones, trabajadores y policías llegaron a las manos. Se temía la acción de agentes provocadores al servicio de la policía, que tratarían de desencadenar una violencia que sirviese como pretexto para la represión. Como en 1956, el gobierno envió tropas y carros de combate. Sacaron las ametralladoras. Entre soldados y policías, había más de treinta mil hombres desplegados. Hubo más de 40 muertos, unos 1 000 heridos y 3 000 detenidos. Las protestas, por cierto, le costaron el puesto a Gomułka.
Diez años después, las cosas no habían cambiado mucho.
Junto a las malas condiciones de trabajo -salarios bajos, por ejemplo- estaba el problema de la corrupción en un momento en que los precios de los alimentos habían vuelto a subir. Ésta fue la gota que colmó el vaso. Uno de los responsables de la empresa donde trabajaba Anna Walentynowicz se jugó a la lotería parte de los fondos destinados a pagar incentivos a los trabajadores. Afiliada al Sindicato Libre de la Costa desde 1978, solía distribuir la revista quincenal «Robotnik Wybrzeża» («El trabajador»). Estaba acostumbrada al riesgo. Los servicios secretos comunistas habían detenido ya a varios miembros del sindicato. No faltaban los seguimientos, las observaciones ni los intentos de infiltración. Eran frecuentes los intentos de desacreditar a sus líderes. El editor de la revista, sin ir más lejos, era un informador del Ministerio de Seguridad Pública, es decir, de la policía política.
Ante la apropiación del dinero para jugárselo a la lotería, nuestra mujer no se calló. Aquello era un escándalo, pero todavía más escandaloso resultaba que los miembros del partido intentasen silenciarlo. Los empleados se empobrecían y los burócratas se dedicaban al juego. Había muchas horas de activismo político y sindical en las palabras de Walentynowicz. La Heroína del Trabajo Socialista, la empleada desde los años 50, la sindicalista de la costa tenía una autoridad moral incuestionable. El partido trató de encubrir la fechoría y de sumir a la denunciante en el silencio. Mientras tanto, tramaron la venganza.
Un símbolo para los trabajadores
Cuando apenas le quedaban meses para la jubilación, la despidieron. Era evidente que se trataba de una represalia. Sus compañeros se movilizaron. Ya eran muchos años de abuso. Había una memoria que se remontaba a la toma del poder por los comunistas al terminar la II Guerra Mundial y la consiguiente sumisión a la URSS. Estaba el recuerdo de la insurrección del verano de 1956 y las protestas de aquel otoño.
El espíritu de 1970 no se había apagado. Los empleados del astillero donde ella trabajaba se pusieron en huelga. Exigían la readmisión de su compañera y el fin de las arbitrariedades. Entre los organizadores, estaba Lech Wałęsa (1943). Era el 14 de agosto de 1980. La huelga se extendió. Al astillero lograron llegar periodistas de medios occidentales, que informaron del conflicto. A los tres días, los responsables de la empresa quisieron negociar, pero el asunto ya no era sólo el despido de Walentynowicz sino las condiciones de trabajo, los abusos y la falta de libertad. Ella era el símbolo de todos los que sufrían a los burócratas del partido con su corrupción y sus cacicadas. La protesta era generalizada. El partido tendría que capitular o afrontar otro ciclo de protestas a la vista del mundo. Los trabajadores iban a misa en los astilleros. Eran las clases populares en pie de guerra contra los burócratas, los políticos y los represores.
El 31 de agosto el gobierno se rindió. La firma del Acuerdo de Gdansk ese mismo día representó una victoria política, sindical y social. El partido tuvo que aceptar no sólo la creación libre de sindicatos independientes, sino también garantizar la libertad de expresión, el derecho de huelga, la liberación de presos políticos, aumentos salariales y otras mejoras laborales. De ese acuerdo, nació el gran sindicato Solidaridad, que en menos de un año tendría diez millones de afiliados.
Anna Walentynowicz había vencido.