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Esta Semana Santa procesionamos de memoria. La procesión va por dentro o va por fuera, pero vienen en el recuerdo. A menudo, las memorias son muy maleables y movibles, así que he recordado —por la razón que luego explicaré—, un artículo que escribí hace tiempo sobre la habilidad comercial de los ingleses. Es uno de sus méritos mayores. Decía allí:

«Resulta admirable al menos lo bien que se venden los ingleses. No hay una literatura española sobre nuestras casas de campo y sus familias comparable a la suya, incesante. Tenemos la redonda novelita Historia de una finca de los hermanos Cuevas y poco más. También el gentleman tiene mejor marketing que el hidalgo, incomprensiblemente. Un caso paradigmático son nuestros galgos y nuestras liebres.

Procesión general de la Semana Santa en Valladolid

Un filósofo del empaque de sir Roger Scruton dedicó uno de sus libros preferidos (On Hunting) a explicar —desde la metafísica— la caza del zorro. De hecho, una vez me confesó, con la humildad que caracteriza a su pueblo, que ese libro es la mejor explicación de Heidegger jamás realizada. La clave de la trascendencia de la caza del zorro está en que el hombre no es quien lo mata. Apenas cuida del instinto secular de perros y caballos, a los que previamente ha seleccionado y criado con fanatismo, y adiestrado con dedicación. El día de la caza el ser humano asiste como figurante. La escopeta es una distorsión de la naturaleza.

Lo curioso es que, sin un Ortega ni Gasset que lo filosofe, esa misma limpieza cinegética se da cuando se corren liebres a la española. Incluso más. Porque los galgos van en colleras, sin refugiarse en la demagogia hooligan de la jauría, y tienen que ser muy respetuosos con el fair play (uso el anglicismo aquí con ironía). Además, la liebre, en el caso de ser cazada, muere instantáneamente, sin el final atroz del zorro. El español se contentaba con cantarlo en un fandango que vale tanto —eso sí— como un ensayo: «Perdón…/ no tiene perdón de Dios/ quien pega un tiro a una liebre./ Una liebre se avasalla/ con dos galgos acolleraos/ y, si se va, que se vaya…»».

¿Por qué he recordado ahora la caza con galgos cuando queda tanto para que empiece, en otoño, la temporada? Pues por los ingleses y, sobre todo, por la Semana Santa. Que aquí también nos han convencido de que no tenemos eso de lo que ellos presumen y sí que lo tenemos. Ahora se trata de los little platoons, esto es, de las pequeñas unidades sociales, asociativas, que van configurando una sociedad civil viva y vigorosa. Edmund Burke sostuvo que eran una característica de una nación viva, que transmitían su calor a todas las relaciones y eran una garantía de independencia y de resistencia al poder absoluto. Burke tenía más razón que un santo. Tocqueville vio esa misma potencia asociativa en los Estados Unidos.

En cambio, los españoles nos quejamos del poco vigor de nuestra sociedad civil. De una forma un tanto precipitada, como siempre que nos arrojamos, voluptuosamente, en los brazos de la autocrítica. Además del peso de la institución familiar, que todavía pervive a pesar de tanto desgaste inducido, tenemos una Iglesia que también resiste poderosos embates. Además, hay casinos de pueblo, casetas de feria, clubs de ciudad, peñas de cazadores, sociedades gastronómicas y viejas pandillas de amigos inoxidables.

Todo eso se sabe, pero se nos olvida contar con las hermandades y cofradías de Semana Santa. Supongo que se supone que tienen un fin muy marcado y muy religioso, aunque las asociaciones inglesas para la protección del petirrojo o para la conservación de las viejas casas de campo también tienen un fin muy particular y, para ellos, casi religioso.

Procesión en el interior de la Mezquita-Catedral de Córdoba

También puede ser que las hermandades se metan en el mismo saco de la Iglesia. Precipitadamente. En cualquier parroquia con una hermandad incardinada en ella se sabe que no son lo mismo, ni siquiera cuando las relaciones son muy buenas, si lo son, que no es a menudo. La autonomía numantina de las cofradías es un clásico. También el vigor de muchas de ellas, con una cantidad asombrosa de personas muy implicadas, además de la gran repercusión social que tienen en sus barrios y en sus pueblos y ciudades.

Habría que contar con la antigüedad muy centenaria de muchas de ellas y, por extensión, de la institución, aunque otras sean más recientes, lo que demuestra el vigor renovado. Este vigor se observa bien en el atractivo que tienen para los más jóvenes, a diferencia de otras instituciones de nuevo cuño, tan prematuramente envejecidas como aquellas otras que quisieron ponerse al día. Nada amojama como el aggiornamento. De ese orgullo ancestral, y del alma de jurista romano que hay en cada español de ley, derivan la importancia de los estatutos, de los juramentos y de las costumbres y tradiciones, celosamente custodiadas por la memoria de los cofrades más nuevos. Del mismo modo que frotan los adornos de plata antes de cada salida procesional, sacan un brillo impoluto de las normativas y de los viejos usos.

El peso político que tienen puede pasar desapercibido para un turista ocasional o para el politólogo que se lamenta de la falta de sociedad civil a diferencia de Inglaterra, etc., o para la misma Iglesia; pero no para los avispados concejales y alcaldables de cualquier ciudad o pueblo. Su importancia en la vida social, a través de obras de caridad y de su presencia perenne (casetas de feria, representaciones en las fiestas religiosas del resto del año, reuniones y pregones, casas de hermandad, que son clubs sociales sin elitismo…) son indiscutibles. De ahí su peso en las elecciones municipales y —todavía más importante— en la configuración y en la consistencia de la cultura local.

Nadie piensa en esto cuando la Semana Santa es como Dios manda. Estamos en rezar a los santos titulares de cada hermandad y en ver pasar —entre redobles— los pasos. Pero aprovechemos la tristeza consecutiva de un segundo año de parón, para hacernos fuertes en lo que siempre estuvo por debajo. ¿Que la sociedad española no tiene little platoons? A lo mejor es que no son tan little. Las tenemos más antiguas, más hondas, más grandes y más influyentes en sus entornos. Sólo hay que hacer bien la traducción y reconocer la tradición propia. Tal vez, convendría estudiarlas desde esta perspectiva, comprenderlas y apreciarlas.