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La de Las Navas de Tolosa, en 1212, es una de esas batallas que cambiaron para bien el curso de la historia. Y eso que al principio todo apuntaba a un resultado contrario del que fue.

Tras un siglo de avance sin tregua hacia el sur, Castilla se encontraba exhausta, enredada en pleitos con Navarra y León, con apenas fuerzas para replegarse tras los muros de Toledo, la joya de la corona que ambicionaban los muy belicosos y enérgicos almohades.

Pero ya entonces la mejor defensa era un buen ataque y la unión hacía la fuerza. Con esto en mente, Rodrigo Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo, convenció al Papa de que declarara cruzada la guerra contra los almohades. Obtenida la bula, El Toledano recorrió Europa recaudando fondos y reclutando hombres para el honor, la gloria, la fortuna, incluso la santidad.

En este sentido, la de Las Navas de Tolosa fue una aventura europea, con claro predominio español. Al esfuerzo bélico de Alfonso VIII de Castilla se unieron Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra, con Diego López de Haro, señor de Vizcaya, en vanguardia.

Enfrente, Al-Nasir, califa almohade, al mando de un formidable ejército de guerreros experimentados, africanos y andalusíes, ansiosos de llegar hasta Roma para que sus caballos abrevaran en las aguas del Tíber.

La cuestión era cruzar Sierra Morena sin que aquello deviniese en carnicería. Hasta que un enigmático pastor informó a los cristianos de un paso providencialmente desatendido por los árabes. ¡No iban los tres reyes a dejar pasar la oportunidad!

Como tampoco iba España a dejar pasar la oportunidad, una vez derrotado el enemigo, de encadenar victoria tras victoria hasta la reconquista final, en 1492.