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Antonio Dumas (Óscar Martínez) es un prestigioso historiador del arte con una dilatada experiencia, un intelectual clásico, suponemos que de izquierdas, de aquellos que leían El País hace algunos lustros, que ahora se ve devorado por el mismo monstruo que ayudó, quizás de forma inconsciente, a crear.

Y es que Antonio es hombre, blanco, viejo y heterosexual, lo que le convierte, a pesar de tantos años de forjarse un potente bagaje intelectual, en el candidato menos idóneo para dirigir un museo nacional. A pesar de ello, y pese a encontrarse totalmente fuera de onda en cuanto a las modas vigentes en la gestión cultural, vence en el concurso internacional convocado para dirigir la institución. Sus rivales: una mujer racializada (queremos decir negra) y otra mujer, joven y moderna, que le mira por encima del hombro como a un vestigio del antiguo régimen, como si Antonio hubiera salido de un baile de la Viena imperial.

El museo (Atención, spoiler)

El centro que acaba dirigiendo es un caleidoscopio de la sociedad occidental. Se trata del Museo de Arte Moderno Iberoamericano de Madrid, un espacio ficticio que podría ser cualquiera de nuestros grandes centros expositivos. Los museos, dice uno de los creadores de la serie, son las catedrales del siglo XXI: los turistas llegan a ellos en peregrinación y se mezclan con los eruditos, los aficionados, los que no tienen ni idea de lo que están viendo, los políticos o los intelectuales, mostrándose todas nuestras contradicciones en sus salas.

El director se encuentra desde un primer momento con el nepotismo y la corrupción política, encarnada en administrativos enchufados y en una horrible exposición comisariada por la propia ministra dedicada a su padrino, un artista provinciano y nefasto al que da vida un maravilloso José Sacristán.  La sombra de la tiranía política es una constante amenaza que impide a los técnicos realizar su trabajo. Antonio es un viejo engreído, que se siente por encima de tanto memo, pero tiene que pasar por el aro y participar en absurdas dinámicas diseñadas por una «coach» por medio de la cual la ministra quiere «hacer equipo» dentro del ministerio.

Se encuentra también con todas las memeces del arte contemporáneo. Cuando su nieto visita el centro, el viejo intelectual le explica pacientemente como el “arte no se trata de cosas feas o cosas lindas sino de cosas que te emocionan o te hacen pensar”, y así le encajan varios goles al director: como metáfora del cambio climático un artista le mete en la sala el cadáver de una ballena que acaba descomponiéndose y anegando con su pestilencia todo el edificio, que acaba siendo cerrado por Sanidad.

Después, los comisarios modernitos de la institución le recomiendan un grupo de performers africanos cuya obra consiste en vivir en un campamento en medio de una sala. Acaban no queriéndose ir del museo, pues es la única forma de no volver a su país. Antonio reconoce ahí la gran obra de arte de los africanos, verdaderos inmigrantes que con su acción han conseguido hacerle reflexionar sobre lo que era una dura realidad que supera cualquier debate artístico pretenciosamente profundo.

La libertad y la estupidez humana

 Pero la historia principal de la serie, aparte de las pinceladas sobre la vida del director que se van deslizando, es la amenaza constante de un grupo de activistas sobre una estatua situada a la entrada del museo. Una escultura dedicada a un escritor ficticio fallecido que, según ellos, era un maltratador que hay que cancelar. La obra aparece varias veces vandalizada. El ministerio opta por retirarla, pero el director se empeña en conservarla, pues «las obras de arte no son responsables de nada» y retirarla es aceptar la tiranía del pensamiento bárbaro que quiere acabar con nuestras libertades.

Tras la última vandalización de la escultura, y la posterior reacción del ministerio de rodearla de medidas de seguridad como si fuese una zona de guerra, Antonio, en un acto de genialidad, decide convertir la obra en un «Monumento a la estupidez humana» que, irónicamente, se convierte en un éxito viral donde los imbéciles, lejos de reconocer en los ataques a la escultura los rasgos liberticidas de la incultura más peligrosa, la convierten en un centro de interés para selfies y vídeos de TikTok.

 La Libertad y la Cultura acaban venciendo a la barbarie y Antonio, como en uno de sus sueños frente a unos activistas medioambientales que atacan un cuadro, revienta de un par de balazos, en este caso metafóricos, a sus enemigos.

 La serie

Se trata de una serie de una factura correctísima desde el punto de vista técnico, pero donde lo importante es el guión, que no deja de divertirnos y hacernos reflexionar desde una aparente simplicidad. Con seis episodios de solo 30 minutos, por la serie de Gastón Duprat y Mariano Cohn, que cuenta también con el hermano del primero como guionista, pasan grandes actores que acompañan al enorme Óscar Martínez, que borda su papel: Aixa Villagrán, Fernando Albizu, Dani Rovira, el mencionado José Sacristán, o una enigmática Ángela Molina que surge fugazmente como anticipo de un pasado del protagonista que se presentará en la segunda temporada de las serie, que ya se ha confirmado y que podrá verse, como esta primera, en Movistar Plus+.

Duprat y Cohn disponen de una amplia trayectoria en cine y televisión, entre sus obras destacan, El ciudadano ilustre (2016), que cosechó un amplio reconocimiento de la crítica, y Competencia oficial (2021), ambas con Óscar Martínez. Con esta deliciosa serie tienen la valentía de reírse de buena parte de los sinsentidos que se aceptan hoy en día como dogmas en nuestra cultura. El protagonista, un llanero solitario viejo e indómito, es el niño que grita que el rey va desnudo en El traje nuevo del emperador del siglo XXI.