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El pasado es inabarcable. El presente se escurre y es informe como el agua. Sólo el futuro es conocido; y lo es porque, desde 2011, está siendo desentrañado por ‘Black Mirror’, serie creada por Charlie Brooker. Así, si China se plantea la valoración de sus ciudadanos, si Snapchat saca unas nuevas gafas de grabación continua o si Huawei habla –al parecer en serio– de descargar tu conciencia en un dispositivo para burlar a la muerte, la gente lo tiene claro y, como allí lo vio antes, sentencia: «Esto es ‘Black Mirror'».

La serie, ahora servida por Netflix, cuenta hasta la fecha con 19 capítulos repartidos en cuatro temporadas y un especial navideño. Cada uno de ellos desarrolla una trama independiente, de manera que se pueden ver a gusto del consumidor. Su hermandad se basa en que todos presentan las consecuencias de las nuevas tecnologías a corto y medio plazo. ¿Ciencia ficción? Sí, pero con salvedades; porque mientras la ciencia ficción suele nacer y, acto seguido, caducar, Black Mirror presenta un futuro enraizado en el presente, sorprendentemente plausible. Han pasado seis años de su estreno y sus capítulos no han perdido frescura. Los truenos de las tormentas que anunció ya se oyen, y eso la convierte en la bola de cristal menos brumosa de nuestros días.

La primera temporada llegó aporreando la puerta con ‘The National Anthem’: un derechazo a la mandíbula y, al tiempo, una elegía por el sentido común. La princesa del pueblo ha sido secuestrada. El raptor amenaza con matarla si el primer ministro no copula con una cerda mientras la televisión lo emite para todo el país. En menos de una hora, el capítulo sorprendió, escandalizó y dejó a la audiencia meditabunda. En este caso, Black Mirror ni siquiera se molesta en viajar al futuro. El mundo que presenta es el nuestro. Y lo malo es que la descabellada premisa, a los pocos minutos, empieza a resultarnos creíble, casi familiar. La historia no la mueve el secuestrador, sino la opinión pública encauzada por las redes sociales. Nada es desatinado, nada es estúpido si tiene los apoyos suficientes y un barniz sentimental. La verdad es cuantitativa.

Fotograma del primer capítulo de ‘Black Mirror’.

Dentelladas con moraleja

Black Mirror no busca aguas templadas. Su tono es crítico, inmisericorde. No viene a ponderar sosegadamente las aplicaciones de las nuevas tecnologías, sino a dar dentelladas y a mostrar el devenir más odioso de los Apple, Google y secuaces. Su funcionamiento se asemeja al de los cuentos infantiles que ofrecen a los niños una sabiduría que, de otra manera, les resultaría inaccesible. «Tú aún no lo sabes, pero si haces esto, te puede pasar esto otro». En lo que a la vanguardia tecnológica se refiere, todos somos niños y transitamos un camino que jamás ha sido hollado. Hasta ahora; porque el señor Brooker se ha tomado la molestia de viajar hasta el futuro y desvelar consecuencias que permanecían más o menos desapercibidas. «El uso irreflexivo nos conduce a desfiladeros como éste». Miramos y nos entra vértigo.

Se confirma en el capítulo que cierra la primera temporada: ‘The Entire History of You’. Cada persona tiene implantado un «grano», un dispositivo que almacena cuanto se ve y oye. Buena idea parece el poder revivir los momentos que, con tanta voracidad, se traga el tiempo. Sin embargo, en apenas cuatro minutos y como efectos colaterales, se constata la muerte de la privacidad, la decapitación del olvido y el desuso de la ética que, a base de recular por el empuje del progreso, se ha convertido en una antigualla que no te puedes permitir.

Y a este cuadro no se llega por medio de una dictadura orwelliana, sino por una serie de concesiones que en su momento parecieron triviales. Ahora bien, todos los personajes en el capítulo son tan modernos y civilizados, sus casas tan elegantes, sus coches tan encantadoramente retro, que apenas se nota la discreta esclavitud en la que viven y que ellos mismos toleran y perpetúan. Ya lo vaticinó Gómez Dávila: la sociedad del mañana será «una esclavitud sin amos». Así, cuando el bufete en el que trabaja pide al protagonista revisar sus grabaciones del último trimestre, no se escandaliza: hace tiempo que de buena gana pagó con su intimidad y su libertad las primicias de la Nueva Era.

La utopía llevada a la práctica

No obstante, lo más enjundioso del capítulo ocurre en la pequeña escala, en la vida íntima. Black Mirror, como tantos otros, crece cuando atiende a lo pequeño. Asistimos aquí al derrumbe de una pareja por culpa de las nuevas tecnologías. ¿Acaso puede durar un matrimonio si se tiene todo grabado y a un clic de distancia? Imaginen la nitidez de los reproches. Por obra y gracia del grano, la virtualidad se erige desde un pasado que no se aleja, ni se desdibuja ni se olvida. La historia se va espesando porque lo que se vive se encuentra arrinconado por lo que se vivió. El pasado monstruoso, enquistado en su vigencia. Y al extirpar el olvido, la vida no mejora, sino que queda tullida. Se imposibilita el perdón y se confunde, como ya ha denunciado Byung-Chul Han, la verdad con la transparencia.

Fotograma del último capítulo de la primera temporada.

Desde luego Black Mirror es vehemente, bastante cascarrabias y un poco tremendista. Sus ideas son tan puntiagudas que raro es verla sin dar un respingo. Hace bien. En su pesimismo respecto al futuro, contrarresta a los vendedores de crecetelómeros y a las tropas élficas de Silicon Valley, a sus promesas de romper las intemporales cadenas de nuestra especie (el olvido, la fugacidad, la decrepitud, la muerte). Nos recuerda que, a la manera de los pactos con el diablo, los anhelos más prometeicos no se pueden alcanzar sino a un precio desorbitado y muchas veces inadvertido. Y claro que, en ese sentido, la serie británica es distópica, pero en tanto que la distopía no es más que la utopía llevada a la práctica. Al Infierno, debería saberse a estas alturas, se llega intentando tomar el Cielo por asalto.

La serie apunta, al menos en sus capítulos más memorables, que el problema radica en una sociedad que técnicamente está capacitada para transformar una realidad que, sin embargo, no entiende. Le dan la razón los gurús que, con aire desenfadado y antes de anunciar la salida de un móvil más intuitivo que una madre, proclaman haber resuelto el enigma del hombre. Somos, al parecer, la suma de nuestras cookies. La exhortación de Delfos -«conócete a ti mismo»- se alcanza rebuscando en el cubo de basura de nuestro navegador. No es de extrañar que sean estos mismos gurús quienes apuesten por la proximidad de unos androides indiferenciables del ser humano. Es tan estrecha su concepción de nuestra especie, que no tardará en llegar la máquina que los confunda.

Derrotar a la muerte

¿Antídoto? ‘Be Right Back’, primer capítulo de la segunda temporada. Martha y Ash son una pareja joven que se muda al campo. Ash muere en un accidente. Martha, mal aconsejada por la soledad y la melancolía, acaba entrando en un programa que intenta emular al difunto. El algoritmo se alimenta de la baba de caracol que Ash dejó en la red (llamadas, mensajes, publicaciones en las redes sociales). La primera fase es un chat, pero pronto Martha necesita una mayor presencia, necesita que la virtualidad se vuelva corpórea. Acaba encargando un androide idéntico; «eres él en un buen día», le confiesa. La tecnología –ahí va la última frontera– lo ha resucitado, ha derrotado a la muerte.

En cuanto el simulacro resulta insuficiente, el capítulo pone dos cartas sobre la mesa. Primero: la persona no es reemplazable; tampoco se construye, sino que se engendra. Hay un algo, intangible, que siempre faltaría. Y la naturaleza de ese algo, que algunos reaccionarios llamamos «alma», es inalcanzable para la ciencia por más que engrosen su presupuesto. El núcleo de misterio permanece intocado e inimitable; y si ese misterio falta, su ausencia resulta atronadora.

Escena de ‘Be Right Back’, primer capítulo de la segunda temporada.

Segundo: el androide fracasa al intentar reemplazar al muerto basándose en el rastro digital que Ash dejó en vida. Y con ese inmenso vertedero de datos que, según dicen, nos refleja fidedignamente, ¿es posible aún que el androide fracase? Por supuesto. Y entonces surge la pregunta: ¿cuántos litros de leche de coco hay que tomar al día para creer lo contrario?

Black Mirror había venido a denunciar la estrechez del dataísmo y la euforia tecnológica. Y digo «había» porque ya no es así. La serie parece haber sucumbido a una tentación que ella misma vaticinó en ‘Fifteen Million Merits’, el segundo capítulo de la primera temporada. En este caso, el protagonista, llamado a desempeñar una crítica destructiva e indomable, acaba fascinado por el propio sistema y acepta el pesebre. Eso sí, manteniendo un aire de resistencia con el que él prospera y el sistema se perpetúa.

Una deriva más medida

En la cuarta temporada, estrenada en diciembre de 2017, la deriva ya es indiscutible; especialmente en ‘Hang the Dj’. El capítulo emplea los métodos tradicionales de Black Mirror para llegar, no obstante, a una moraleja que va en contra del espíritu que la engrandeció. Desde la primera escena, ves que, con la bravura que es marca de la casa, la historia bufa, escarba el suelo y cabecea preparándose para la embestida. Enfrente tiene a todas las webs y aplicaciones que prometen una pareja compatible gracias a sus algoritmos casamenteros. Sin embargo, cuando la cornada parece inminente, el capítulo mansea, recula y queda la sospecha de que esté pagado por Meetic o Tinder.

Definitivamente, la serie de Brooker se ha vuelto menos furibunda; quizás más medida. Pero su alcance no se lo dio la templanza, sino repartir mandobles y exorcizar el futuro. Y si, allá en su estreno, Black Mirror fue recibida como bendita y corrosiva agua de mayo, fue por su corajuda disidencia en un mundo que tiende a la homogeneidad como la cabra tiende al monte, que aplaude cuando hay que aplaudir, que se ofende cuando hay que ofenderse y se escandaliza cuando toca.