Aunque la epopeya -porque fue una epopeya- tuvo lugar a finales del siglo XVI, no se tuvo noticia de la misma hasta 1893, cuando el historiador y marino Cesáreo Fernández Duro publicó un artículo en el número 35 del boletín de la Sociedad Geográfica de Madrid. Por esas fechas, el mundo bien informado no hablaba de otra cosa que del conflicto entre Siam y Francia.
Pocos españoles sabían entonces que hubo un tiempo en que el escenario de las tensiones -la región de Indochina– a punto había estado de ser incorporado al Imperio español. No así don Cesáreo, que hurgando en los archivos de un antiguo convento en Filipinas dio con la crónica de un fraile donde se daba cuenta de las andanzas e inquietudes de un personaje fabuloso: Blas Ruiz.
Casi nada se sabe de sus primeros años: que nació en La Calzada (Ciudad Real) y que pronto debió de verse poseído por un irrefrenable impulso de hacerse rico y ser poderoso. Primero lo intentó en América -sin éxito- y luego en Filipinas o, por precisar, en el sudeste asiático, donde por poco cambia para siempre el rumbo de la historia, si «la suerte le hubiera deparado época distinta y teatro menos lejano que el de sus proezas», por usar palabras de González Duro.
Un consejero como botín de guerra
A Blas Ruiz lo encontramos en el reino de Camboya hacia finales del siglo XVI, donde era una suerte de consejero áulico del rey Prauncar Langara. Cómo un extranjero como él ejercía tanta y tan alta influencia en un país que no era el suyo, eso es algo que no está suficientemente documentado. Lo que sí lo está es la invasión de Camboya por parte del vecino reino de Siam en 1595, que trajo como consecuencia la huida de la familia real a Laos y el apresamiento, entre otros, de los cuatro extranjeros de la corte camboyana: el español Blas Ruiz y tres portugueses.
Los nuevos amos y señores de Camboya debieron de considerar muy valiosos a estos extranjeros, pues embarcó a tres -Ruiz, entre ellos- rumbo a Siam con lo más sustancioso del botín en un junco tripulado por chinos y siameses. Durante la travesía, el astuto Ruiz, que no se resignaba al cautiverio, logró convencer a los chinos de que si se deshacían de los siameses, podrían huir con el tesoro a su país, donde nunca más tendrían que preocuparse por la cosa esa del dinero, pues serían inmensamente ricos. Y así fue como, con nocturnidad y alevosía, los chinos pasaron a cuchillo a los siameses.
Con lo que no contaban los traicioneros era con que, al convencerlos de su plan, Ruiz había inoculado en ellos el virus de la codicia. ¿Por qué compartir el botín con el resto, por muy compatriotas que fueran? Cuanto menos fuesen, a más tocarían en el reparto. Así que procedieron a degüello y sacamanos entre ellos. Muchos murieron en la refriega y los que no, estaban tan exangües que no fueron capaces de hacer frente a Ruiz y sus correligionarios, quienes se hicieron con los mandos de la nave, poniendo rumbo a Manila.
La flotilla de la orden de Santo Domingo
Fue en la capital de Filipinas donde Ruiz se reencontró con el portugués Diego Belloso, más amigo que un hermano. Ruiz y Belloso se habían conocido en Camboya, donde compartían ascendente sobre el rey Prauncar. A diferencia de Ruiz, los invasores no habían enviado a Belloso a Siam por mar, sino por tierra. Cómo logró Belloso escapar de sus captores y llegar a Manila, eso es historia aparte. Lo cierto es que enseguida uno y otro se pusieron a la labor de convencer a quien quisiera escucharles de armar una expedición para devolver el trono al rey depuesto. Si España quería aumentar su influencia en la zona, era la ocasión propicia.
Pero las autoridades competentes no parecían por la labor de embarcarse en nuevas aventuras expansionistas, siendo su prioridad la defensa del archipiélago de los moros y los piratas. Curiosamente, quien sí prestó oídos al plan de Ruiz y Belloso fue la orden de Santo Domingo, por cuyo concurso finalmente se armó una escuadrilla formada, por «tres buques, 120 españoles, algunos japoneses cristianos y pocos indios filipinos», tal como consignan las crónicas. Corría 1596.
De las tres naves, la de mayor porte era la comandada por Juan Juárez Gallinato, jefe de la operación. En ella viajaba el grueso de la marinería y tropa. Las otras dos naves, más pequeñas, las mandaban Ruiz y Belloso, una cada uno. Un temporal dispersó la expedición, yendo Gallinato, sus hombres y su buque a dar a las costas de Singapur. Por su parte, los protagonistas de esta historia lograron alcanzar las costas de Camboya y, remontando el río Mekong, atracar en la capital del reino.
Un reino dividido
Allí, supieron que los camboyanos se habían alzado en armas contra los invasores siameses, expulsándolos. Solo que lejos de volver el país al statu quo anterior, la familia real seguía en el exilio, el nuevo rey -Anacaparan- lo era sin consentimiento de sus pares y con el apoyo del partido chino, y el reino estaba dividido en tantas fracciones como pretendientes había al trono.
Ante tanta anarquía, Ruiz y Belloso creyeron llegada la hora de actuar. Su idea seguía siendo reponer al monarca depuesto. Incapaces de sufrir con paciencia la inacción, no esperaron la llegada de Gallinato con refuerzos. Fracasada con el usurpador la vía de la diplomacia (tampoco es que se emplearan demasiado a fondo en dialogar), unieron a los descontentos contra él, y una noche, al frente de medio centenar de hombres, «sin ser esperados ni sentidos», tomaron al asalto el palacio real, reduciéndolo a cenizas, no sin antes pasar a cuchillo a quien se interpusiera en su camino, que del rey abajo resultaron todos. Ruiz y Belloso, en cambio, no tuvieron que lamentar una sola baja.
Cuando Gallinato finalmente arribó en Camboya, lejos de felicitar a sus subordinados, les leyó la cartilla por haber actuado sin esperar instrucciones. Menores fueron sus remilgos cuando le hicieron la cuenta del botín incautado, que enseguida ordenó subir a las naves. En sus prisas por poner rumbo a Manila, no quiso ni oír hablar de la posibilidad de que un representante del Imperio -él- fuese el árbitro de la nueva situación en Camboya. España perdía así una oportunidad de extender su influencia en la zona, que era el viejo sueño de Blas Ruiz; sueño al que ni siquiera entonces renunció.
La restauración
Ruiz y su compañero de fatigas, Belloso, emprendieron por su cuenta y riesgo -o sea, a su manera habitual- el viaje a Laos, exilio de la familia real camboyana. Una vez allí, se enteraron de que Prauncar El Viejo y sus dos hijos mayores habían fallecido. El legítimo heredero era Prauncar El Joven, un muchachito apocado, al cuidado permanente de su madrastra, su abuela y sus tías.
Contra todo pronóstico, Ruiz y Belloso convencieron a la «regencia mujeril» -así la llama Cesáreo Fernández Duro- de que abandonaran con el rey la seguridad del exilio y emprendieran la vuelta a casa, en un viaje plagado de peligros, con la sola protección de ellos dos.
No fue aquella la única demostración de diplomacia de que fueron capaces Ruiz y su leal Belloso. En su correteo por los reinos orientales, no solo sostuvieron guerras y conquistaron provincias, como corresponde a dos caudillos de los que aman el peligro, sino que obtuvieron el apoyo de caciques locales, bien en forma de soldados, bien de piezas de artillería, bien de elefantes. Por esa mezcla de arrojo y astucia, la gesta recordaba a la acometida no mucho tiempo atrás por otro español, Hernán Cortés, al que Ruiz admiraba hasta la emulación.
«Sujete a la fortuna y aliada a la victoria»
La historia, no obstante, nos dice que la aventura camboyana no tuvo un final tan glorioso como la mexica. Y eso que en su irresistible avance, Ruiz y Belloso parecían tener «sujeta a la fortuna y aliada a la victoria»; tanto, que lograron colocar en el trono a Prauncar El Joven, obteniendo a cambio únicamente una provincia en feudo, mucho menos de lo prometido. Aunque si solo hubiera sido eso…
Los mismos que en la guerra habían tenido al español y al portugués como aliados, en la paz los trocaron por enemigos a batir. ¿Qué pintaban dos extranjeros inmiscuyéndose en asuntos que no eran los de su país? Porque, no se pierda de vista, en Blas Ruiz siempre anidó el propósito patriótico de someter aquellos territorios al Imperio español. Prueba de ello son las cartas a Manila solicitando refuerzos. Pero en Manila aquella era la última de sus preocupaciones. Con todo, sus plegarias terminaron por ser atendidas. Es verdad que no en el número deseado, pero menos era nada.
Si en el pasado Blas Ruiz se las había tenido tiesas con los chinos, ahora eran los malayos -el partido mayoritario en Camboya- los que le tenían puesta la proa. A Ruiz no le quedó sino aliarse con la minoría japonesa del país, «en sostén de los intereses mutuos». Sumando japoneses, españoles y portugueses, la cifra no alcanzaba más allá de los 100 hombres armados, nada que hacer frente a los malayos, muy superiores en número y siempre buscando las cosquillas a los hombres de Ruiz. Era cuestión de tiempo que Troya -o mejor: Camboya- ardiera.
El estallido, una provocación a un español
Que aquellos españoles bragados fuesen cristianos viejos no significaba que pusieran la otra mejilla con facilidad. De hecho, la guerra empezó por contestar un español a una provocación. La «regencia mujeril», en lugar de ponerse del lado de Ruiz y Belloso, sus primeros valedores, excitaron los ánimos de todos contra ellos y sus hombres. Es una lástima que no siempre sea cierto aquello de que no puede el número, sino el ánimo.
Queda, sin embargo, el consuelo de que Ruiz y Belloso vivieron como murieron, es decir, haciendo derroche de valor y peleando contra miles de enemigos. Queda también el consuelo -¿o es acaso regodeo?- de que a la muerte de tan bravos capitanes, el reino de Camboya cayera en la anarquía y el fraccionamiento.
De la escabechina, solo sobrevivió un español, Juan de Mendoza, que logró huir para contarlo. Su relato permanecería siglos criando polvo en los archivos de una misión española en el archipiélago de las Filipinas, hasta que dio con él Cesáreo Fernández Duro. Se quejaba don Cesáreo de que soldados que habían enfrentado menos peligros que Ruiz y Belloso sí tuvieran quiénes les cantaran. Así que quien quiera pasar a la posteridad que ponga un cronista en su vida. Al final, va a tener razón César Cervera: la historia no la escriben los vencedores, si no que vence quien mejor escribe la historia.